La voluntad de catástrofe

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Cada día se nos dice que las cosas son peores de lo que pensamos. Pero, en verdad, no nos engañemos… las cosas son realmente peores de lo que pensamos.

En el siglo pasado el filosofo Austro-Británico Ludwig Wittgenstein ya decía que “no es absurdo creer que la era de la ciencia y la tecnología es el principio del fin de la humanidad, que la idea del progreso es un engaño, junto con la idea de que la verdad finalmente será conocida”. Y, en 1992, la Unión de Científicos Preocupados, que agrupaba a 1.575 científicos del mundo, emitió una advertencia a la humanidad: “la actual trayectoria de desarrollo promete una vasta miseria humana y un planeta irremediablemente mutilado”. Según ellos, en un mundo de recursos finitos la especie tiene que elegir entre guerra y sobrevivencia, pero no puede elegir ambas.

25 años más tarde la advertencia fue emitida nuevamente y 15.364 científicos se unieron en la segunda advertencia a la humanidad, notando que el estado del mundo es peor de lo que se pensaba en 1992. Aunque ninguna respuesta fue dada al aviso de 1992, la decisión fue tomada. Los dirigentes del mundo decidieron por la guerra. Y recientemente, el 9 de agosto del 2021, el informe del Panel Internacional del Cambio Climático de la ONU emitió una clara advertencia diciendo que el mundo está peligrosamente cerca de un calentamiento descontrolado y los humanos son inequívocamente los culpables.

La política global de los últimos 500 años prueba lo opuesto de lo que ordinariamente llamamos sentido común.

La geopolítica euroamericana, llevada a cabo a través de la guerra global, es una forma de vida que, como dice el teórico político Víctor Grove. Persigue una ecología salvaje, radicalmente opuesta a la sobrevivencia de la especie humana. Costas, continentes, ríos, campos gravitacionales, atmósfera y poblaciones y cuerpos individuales son elementos que han venido siendo alterados desde el mismo inicio de la geopolítica.

La homogenización, el cambio climático y el calentamiento global han sido y son parte integral de este tejido geopolítico. La amenaza planetaria que hoy encaramos proviene, no del Sur, sino del circuito Euro-Americano de expansión, explotación, extractivismo y colonización, mediado por la guerra y el crimen organizado. No podemos escapar al hecho de que la ecología es histórica y la historia es geopolítica.

El término “antropoceno” indica la era en que el poder político puede alterar el registro geológico del planeta. Pero, en verdad, para ser justos, este es un poder político no compartido por toda la humanidad. El cambio climático, la pérdida de especies y la globalización del capitalismo extractivista son parte del ordenamiento global, lo que Grove llama “euroceno”, indicando con este término que la actividad es geológicamente significante, pero no es universalmente parte de la “actividad humana”.

No todos los humanos son responsables en la misma medida por el deterioro  ecológico y quiebre del planeta. Las consecuencias ciertamente son globales, pero la crisis que confrontamos no es global en su origen. El proyecto de europeización, ahora guiado por el poder imperial de Estados Unidos, ha sido y continua siendo central en la comprensión de cómo el planeta ha llegado a este punto.

Antropoceno significa la habilidad humana para efectuar cambios en el planeta, que, entre otros, incluye la habilidad de calentar y enfriar la Tierra, como el proyecto de europeización lo ha hecho a niveles de notable intensidad.

El eurocentrismo, más que una cosmovisión, ha sido efectivamente un proyecto de quinientos años de violenta transformación terrestre e ingeniería atmosférica. A comienzos de 1610, por ejemplo, una miniedad de hielo se apoderó del planeta. La explicación de este hecho, aunque debatible, es que, según el historiador David Stannard, aproximadamente 100 millones de personas fueron asesinadas por la invasión europea de la América del Norte y Sur que trajo, junto con la bendición de Dios, la sífilis, la influenza y otras infecciones que resultaron en una vasta reforestación del continente que inició, según algunos geólogos especulan, la miniedad de hielo.

Eurocene designa, no a la especie humana en general, sino a una vanguardia entre los habitantes de Europa que desarrollaron una visión mecanicista de la materia, una relación de oposición con la naturaleza y una serie sucesiva de sistemas económicos sostenidos por la expansión geográfica.

El avance imperial de Europa y la subsecuente colonización dio paso a “la apertura de un vasto espacio operacional” que marcó el comienzo de la homogenización del planeta, en desmedro de la diversidad, y el saqueo de los recursos y riquezas naturales de África, Asia y el “Nuevo Mundo”. Quienes sufren el peso de este proyecto euroamericano de explotación racionalizada somos nosotros, un nosotros que abarca a peces, animales, aves, insectos, forestas, mayas, cristianos, musulmanes, ateos, indígenas, chamanes, morenos y muchos, muchos otros.

Cualquiera sea la opinión que tengamos de él, es indisputable que el capitalismo trasnacional contemporáneo, basado en el permanente crecimiento económico y el movimiento ininterrumpido de cosas y gente alrededor del planeta, se logra a un precio demasiado alto para la vida terrestre.

Lo paradójico es que las soluciones a escala global que hoy los gobiernos promueven son intensificaciones más que retrocesos o desvíos del proyecto global de homogeneización, en lugar de la búsqueda de otros mundos posibles. Es irónico que aquellos que advierten de los peligros del cambio climático utilicen la misma evidencia científica para llamar a los poderes políticos del mundo a tomar el control del planeta a través de soluciones técnicas o geoingeniería.

Y para otros que ponen la esperanza en que el calentamiento global podría proveer el terreno para una solidaridad universal, no lograda por otros medios, es infortunadamente ingenua y a menudo cínicamente cooptada. La simple sugerencia de que el planeta podría ser gobernado igualitariamente, por ejemplo, ignora el hecho de que desafiar los vastos sistemas de injusticia no es bienvenido por aquellos que se benefician de la explotación.

La colonización, la acumulación primitiva y el violento poder político todavía cosecha enormes recompensas para los países desarrollados. Estos poderes, como nota Grove, están resguardos por 15 mil armas nucleares para impedir cualquier cambio y enjambres de drones para cazar a aquellos demasiado pequeños para la opción nuclear. En el fondo estamos gobernados por unos pocos Estados con la capacidad de terminar la vida del planeta.

A escala internacional, estos Estados son autoritarios y gobiernan a través de la violencia económica y la guerra. Que estos Estados sean internamente democráticos tiene bien pocas consecuencias para el resto del mundo. Es por esto que es imposible abordar la justicia global ambiental de manera significativa si no se parte de la comprensión de que la actual crisis medioambiental es una crisis geopolítica.

¿Qué hacer, entonces? Para los ecologistas marxistas, siguiendo la lógica de la contradicción, los límites naturales de los sistemas ecológicos aceleran las contradicciones capitalistas. Los conflictos, las guerras civiles y la crisis ecológica actúan en la crisis del capitalismo como sus sepultureros. El capitalismo eventualmente se topará con su propio límite al ser incapaz de crear una economía y una política necesaria para adaptarse a la crisis venidera.

El problema con esta aproximación es que en relación con el cambio climático y sus efectos una vasta planificación capitalista está en marcha para aminorar y demorar sus consecuencias. La geoingeniería, que es parte de esta planificación, mantendrá y consolidará la hegemonía de unos pocos grandes poderes en detrimento del resto del mundo. El actual acaparamiento de vacunas en contra del Covid-19, por ejemplo, es una buena indicación de que una parte del mundo puede vivir, e incluso prosperar, sin la gran mayoría de la gente que actualmente vive en el planeta.

El sadismo y la indiferencia son, en verdad, vastos e insondables. El diluvio de desperdicios, la mortandad de animales, la erosión de las costas, los incendios forestales, la quemazón de aldeas, la diversidad menguante, la destrucción del Amazonas, las sequías y las tierras baldías en expansión, el derretimiento de los glaciales y el arreglo geopolítico que refuerza la distribución desigual, se normalizan sumiéndonos en una patética somnolencia, en lugar de dejarnos estupefactos.

No sabemos cómo va a terminar la historia. Pero sí sabemos que desde una perspectiva geológica una catástrofe termina un mundo e inicia otro. El fin del mundo como lo conocemos, no es el fin del mundo. Es el fin de algo, pero nunca el fin. La Gran Extinción de la Era Pérmica, en que desapareció el 90% de la vida marítima y el 70% de la vida terrestre, indica que la diversidad de la vida no depende tanto de la temperatura de la Tierra como de la velocidad en la que ésta cambia. Los cambios de clima extremos ocurren demasiado rápido para que la inmensa mayoría de vida pueda readaptarse.

Todos somos parte de un vasto ensamblaje y el costo de los cambios puede ser extremadamente violento, desdeñando a los humanos como a los no humanos por igual. En la catástrofe, la destrucción y la fecundidad cohabitan. Lo trágico es que los humanos estaremos incluídos en la destrucción. Ingenuamente podemos ser todo lo optimistas que se quiera, pero, a la larga, los súper volcanes, los asteroides, las formas impredecibles de vida, la pérdida o adición de gases atmosféricos, los rayos cósmicos, el rápido calentamiento o enfriamiento a escala planetaria no podrán ser contenidos por nuestra tecnología, por revolucionaria y avanzada que sea.

Mientras tanto, nuestra catástrofe es la catástrofe de la gran homogenización. Ésta es, como nota Grove, el resultado, no de cambios en el eje terrestre, asteroides, montañas eruptantes o colisiones teutónicas, sino del sadismo y la fatiga. Vivimos en la sombra de una repetición aniquiladora.

La pregunta es si la repetición del petróleo, del consumismo, de la cruel acumulación primitiva en los territorios poscoloniales, del extractivismo y de la explotación racial y ecológica continuaran hasta alcanzar su velocidad terminal, o si hay aún posibilidades nacientes para buscar algo diferente escondido en las tradiciones menores, en prácticas incipientes, en formas anacrónicas de vida futura y, al mismo tiempo, profundamente viejas.

Todo lo que tiene un comienzo tiene un fin. ¿Será esta civilización reemplazada por otra, o será el fin de toda civilización? ¿Podemos todavía creer que el poder de la crítica ideológica ha llegado a tal punto que finalmente está haciendo una diferencia? La cosa es ésta: si la vida de miles de millones de humanos está en juego debido al fracaso de la política contemporánea, incluso para tomar en serio el colapso, ¿por qué, entonces, podríamos esperar que este mismo orden político pueda sacarnos del atolladero? Y, más aún, ¿qué es lo que en la actual catástrofe ecológica cuenta como “estar realmente haciendo algo”?

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