Lagos Nilsson / Reconozco debilidades: Nino Bravo

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Si la Historia es recoger sin pena hechos para no dar curso a los sueños que esos hechos suelen tapiar (no en vano la escriben los ganadores), la memoria personal es una revolución mínima que reivindica del olvido aquello que nos ha ido siendo —y guardamos en los cajones donde queremos perder las inconsecuencias—. No es así.

 

Recuerdo una chimenea de cobre, el antejardín, el jardín, la casa de dos pisos. Recuerdo el verano de 1970 o 72. Recuerdo —¿por qué hoy?— el violín que quería mi hija mayor; y la lluvia y un viejo equipo de sonido Dual y un amigo de Magallanes que paraba en casa (que no mucho después, y esto no lo recuerdo, acaso lo imagino, partió a Suecia que fue su exilio). Y me acuerdo que a mi hija menor le gustaban los valses de Strauss.
No son ejercicios, los recuerdos, ni fáciles; son duros. La vida no usa guantes de seda.

 

Mi hija mayor, pequeña todavía habitante de la irrealidad, como que se vestía de gala los domingos para ir a dejar en su calidad de pionera el diario El Siglo al compañero Corvalán; el jefe del PC vivía a tiro de dos piedras de mi casa. No se lo prohibíamos. Era un barrio tranquilo. Mi hija, a más de los valses, menor descubría a Nino Bravo.

 

Mi hija mayor era, y es, menuda de cuerpo, vivaz, loca de sus subjetividades y, sin embargo, capaz de organizar el mundo (pero no de dirigirlo). Mi hija menor era, y es, más bien ahorrativa de intimidades y perfectamente capaz de dirigir los planetas. Ambas han cumplido con la «ley de la especie» y tengo nietos —a los que obligo a llamarme tío, cosa que religiosamente no cumplen.

 

De cualquier modo las vi a ambas de bruces sobre las piedras del antejardín ñuñoíno con la boca de un faln —¿sería un faln?— respirándole apenas encima del cuello. Era 1973, setiembre 11, a las 12.42. Mi hija mayor había nacido en los sesentas, la menor cuatro años después: a todas luces animales peligrosos (del resto no vale la pena hablar).

 

¿Qué tiene que ver todo esto con Nino Bravo?
Nada. O no. O sí.

 

Mi hija mayor estudiaba en la Escuela Experimental de Educación Artística (por eso el violín; hubiera sido mejor estudiar trapología, porque antes de terminar el mes siguiente a la liberación del marxismo en Chile, con otros compañeritos, debieron lavar letrinas con trapos; eran peligrosos para la patria). Mi hija menor, mientras, decubrió a Nino Bravo. Ésa es la relación.

 

Y a canción que más le gustaba a esa niña (de ocho o nueve años) era una que se llama Libre. La misma que cantaban con la voz negada a los interrogadores los prisioneros del Estadio Nacional (en condiciones de hacerlo).
Incidentalmente estadio que en la actualidad lleva el nombre de un torpe comentarista de fútbol, en esa época golpista, pinochetista después —algo para agradecer a la Concertación.

 

Una querida amiga (a quien no conozco sino por eso de los correos electrónicos, colaboradora leal de SyS), Gisela Ortega, me envía desde Caracas canciones cantadas por Nino Bravo.
Y me cae otra vez en el alma ese mediodía de setiembre.

 

39 años, convengamos, no son tan pocos años considerando los que tenemos asignados en los genes para vivir. Bravo muere en abril de 1973; estaba muerto cuando mi hija menor lo «descubrió». Acaso la vida puede más que la muerte. O no tiene que ver con ella.

 

No sé si mis sobrinos —los hijos de mi hermana asesinada por la dictadura que hoy está tan bien representada en el gobierno de Chile— conocen a Nino Bravo; viven ellos repartidos por el mundo.

 

No puedo decirles nada; en algún expediente tribunalicio se puede leer sobre una mujer hermosa que sobrevivió a la tortura inútil, que ni las violaciones, ni las tenazas, ni los electrodos, ni el aborto del hijo que en ella crecía, al final, la derrotaron: tuvieron que matarla —y perder, esos hijos de cuatro mil leches, la memoria de sus actos. No puedo siquiera decirles que existe el derecho de venganza. No hay lugar para el ojo por ojo.
Tal como están las cosas los creyentes rezan (¿lo hacen?) para que no vuelvan. Y no se los lleven a ellos también.

 

Y así fue que descubrí, hace minutos, el recuerdo de Nino Bravo. Y aunque los cultos se enojen, oí y quiero compartir esta canción. Al fin y al cabo ¿qué?.

 

De algún modo vivir será como la última cerveza.

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