María Malusardi: “Me impacta haber nacido en el mismo año del golpe de Onganía”  

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Periodista desde 1989, docente en Taller Escuela Agencia (TEA), la poeta y ensayista María Malusardi, entre otros temas, evoca a su abuelo, Adriano Malusardi, corredor de autos de Fórmula Uno, así como al gran Javier Villafañe, el primer reporteado de su vida.

 – Dos meses y pico antes de que el presidente Arturo Umberto Illia fuera destituido por una Junta Militar… naciste.

 — Siempre lo digo: nací el mismo año del golpe de Onganía. Me impacta. Mi hermano más chico nació un mes antes del golpe de Videla. Es muy fuerte para nosotros. Aparecí en este mundo a la madrugada.Una y pico de la mañana, dice mi madre. Y agrega: “No querías nacer, te resistías a nacer.” Es gracioso cómo mi madre me responsabiliza. A esta altura me da ternura su gesto. Era muy joven y yo fui muy deseada por mis padres. Es probable que eso me haya salvado de todo lo que vino después, el desastre familiar. El horror en el que se transformó mi familia de origen a partir de la enfermedad de mi padre.Resultado de imagen para maria malusardi

Yo tenía tres años. Mi madre estaba embarazada de mi segundo hermano. Mi padre se enfermó gravemente. Sus riñones estaban en crisis severa. Le dieron seis meses de vida. Tenía 33 años. No recuerdo ese año entero que duró el drama, la inminencia de la muerte; no recuerdo hechos concretos aunque suelo imaginármelos como si fueran ciertos (los relatos van y vienen), pero llevo ese sentimiento de tragedia, dolor y muerte dentro. Hasta hoy. Se ha inoculado. Es crónico. Un sentimiento de muerte, de pérdida que pude alguna vez graficar bien en un poema —en varios o en casi todos— pero esencialmente en éste, de “variaciones en la niebla”: “si no llega es porque en el camino si uno se va no vuelve si va a la niebla no de la niebla si uno del viaje no vuelve descarrila uno en el camino cada vez”. De niña, esperaba con tensión y extrema angustia, la llegada de mi madre o mi padre, cuando debían ir a buscarme a algún lado. Y si había un retraso, yo entraba en pánico. La espera se tornaba una pesadilla. A veces, aún me sucede con mis seres más queridos.

Mi madre cuenta que durante los meses que duró la enfermedad, mi padre gritaba y lloraba: “Me voy a morir”. Yo escuchaba. Veía. Estuve en medio de ese clima hostil y doloroso. Mi madre estaba a punto de parir a Gastón, mi primer hermano. Nació en medio de esa catástrofe. Mi padre se curó. Y, parece, fue casi milagroso. Siempre él habla del doctor Miatello, un nefrólogo genial. Él lo sentenció: “Te quedan seis meses de vida”. Y luego lo salvó. Malabares, misterios de la ciencia. No lo sé.

Sin embargo, el sentimiento trágico no comenzó allí. Mi padre lo arrastra desde niño. El padre de mi padre era corredor de autos de Fórmula Uno. Se mató en una carrera, en la prueba de posición, en Mar del Plata. Esa carrera la ganó Juan Manuel Fangio y se la dedicó a mi abuelo, Adriano Malusardi. Ese hecho es un estigma familiar. Mi padre tenía doce años. Quedó marcado de por vida. Ese sentimiento trágico cayó en mí, y seguramente en mis dos hermanos, de una manera demoledora. Tengo un sentido trágico de la vida. Aquí, el poema que antes cité, se resignifica.

Encontré en internet este fragmento que escribió Ángel Somma: “El sábado 26 de febrero se desarrollaron los ensayos previos a la competencia que quedaron manchados por un hecho trágico. El piloto argentino Adriano Malusardi falleció carbonizado luego de que a su Alfa Romeo 3200 se le prendiera fuego el depósito de combustible, provocando el incendio de su máquina en la subida que desembocaba en el Boulevard. Esto provocó mucha congoja en Fangio y los demás corredores, además de la conmoción del público.”

Narro esto porque tiene mucho que ver con mi ser poeta y, sobre todo, con mi vida, mi manera de estar en el mundo y de percibir. La poesía surge, permanece, trasciende los extremos. Ciertas experiencias pueden abrir canales que conducen a zonas de absoluta vulnerabilidad, donde no hay resguardo, no hay respuestas, no hay de dónde agarrarse. Zonas de intemperie a las que cualquier ser humano podría acceder, pero no cualquiera lo hace porque no cualquiera lo tolera. Ahora bien, una vez que se llegó allí, no hay retorno. No sé si elegí llegar a ese descampado, pero llegué. Y la poesía sólo puede escribirse desde ese lugar, casi mítico, inalienable, del ser. Ciertos hechos ayudan, conducen. Cierto infierno interior que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar. Aunque el amor, por momentos, se vuelve parte de ese infierno. Comparto lo que dice Antonin Artaud: “No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.”

Resultado de imagen para maria malusardiMientras escribo esto, leo “Léxico familiar”, de Natalia Ginzburg, una de mis Resultado de imagen para maria malusardinarradoras amigas. Amiga porque me acompaña siempre desde su obra maravillosa. Su manera sencilla y honda me ayudará paraesta remembranza. Pues hace tiempo que no leo narrativa. Sólo poesía y ensayo filosófico. Leer esta novela me da un respiro. La narrativa airea. La poesía y la filosofía me sofocan. Es pura exigencia, pura pasión.

— Entresaco: tu “estar en el mundo y percibir”.

 — Por lo que te conté antes y mucho más. Mi padre hoy tiene 81 años. Es una gran persona, un hombre cálido, afectuoso, un padre total. Me alegra tenerlo aún. Sucedió que a los pocos años de su recuperación —yo ya tenía seis o siete— mi abuela materna, a quien yo adoraba, se enfermó gravemente (¡la misma enfermedad de mi padre!) y mi madre, que estaba por tercera vez embarazada, perdió al bebé de cinco meses. Casi se muere. Se fue en sangre. No recuerdo ese episodio. Lo he borrado. Me lo han contado. Sólo sé que mi hogar, desde la enfermedad de mi padre en adelante, se tiñó de horror. Mi abuela materna murió dos años más tarde. Mi madre quedó hundida en la tristeza desde el momento en el que su madre enfermó.

La tristeza de mi madre, desde mis cinco años en adelante, se prolongó durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Ahí vino otra letanía trágica: mis padres empezaron a llevarse muy mal. Nació Nicolás, mi otro hermano, y antes de que él cumpliera los dos años, se separaron en términos muy crueles. Fue muy traumático. Eran otros tiempos. 1978. El clima era tenso. Difícil. Mis padres se odiaban. Era catastrófico y violento. Una violencia que estaba en el lenguaje, no en el cuerpo. Pero una violencia al fin. Ya sabemos, quienes nos dedicamos a trabajar con la palabra, lo que la palabra puede. Sus alcances filosos.

Quisiera aclarar algo esencial: la escritura poética no es biográfica. ¡No debe serlo! Rechazo lo confesional, lo autorreferencial. Puede resultar burdo. La escritura debe transformar. Los hechos reales son disparadores, pesados y contundentes disparadores. Lo que pasó pertenece al plano de la acción. Lo que se cuenta o poetiza es lenguaje —acción en el lenguaje, si se quiere. Es otra cosa. Lo que se muestra o se cuenta —aunque se desprenda de un hecho autobiográfico o de una emoción surgida de la experiencia— no es la vida sino el efecto simbólico de la experiencia.  Es una cuestión estética. Pero para que sea verosímil, debe surgir de lo que elaboramos, simbólicamente, a partir de la experiencia. Que no es literal. No es la experiencia misma, sino el resultado de un proceso interior que cae con todo su peso en el lenguaje. Lo explican muy bien Hegel, Walter Benjamin, Giorgio Agamben después. De todas maneras, es fundamental diferenciar el poema de la narración. En el poema, el lenguaje decide, arrastra, impone y desde allí se talla. En el relato, las palabras se amoldan a los hechos. Es un proceso mental casi inverso.

Mis mejores momentos en la infancia los pasé con mi abuelo materno cuando, en las vacaciones de invierno o de verano, nos llevaba a mi hermano Gastón y a mí al campo. Nicolás aún no había nacido. Mi abuelo era sastre. Un sastre de mucho prestigio. Le hizo trajes a Perón (década del 40) y a Luciano Pavarotti (cuando vino a la Argentina). Me contaba mi abuelo que ningún sastre se animaba a hacerle el jaqué con el que luego cantó en el Teatro Colón. Y mi abuelo sí. Se lanzó el viejo. El cuerpo de Pavarotti era monumental, no resultó sencillo. Me abuelo me contó que luego Pavarotti le encargó veinte trajes más, porque quedó encantado. Con estos dos nombres podemos imaginar lo que hubo en el medio.

Mi abuelo, Bruno, venía de una familia de inmigrantes italianos del norte y muy pobres, como la mayoría de los inmigrantes de entonces. Desde niño trabajó. Pintaba como los dioses. Cursó hasta tercer grado. Un hombre brillante, áspero y cerrado. Cuando yo era niña, él ya se había comprado unas tierras, un campo en la zona de Ayacucho. El campo para mí fue un lugar feliz. El único. Iba con él. Me puso en contacto con los caballos. Me enseñó a ensillarlos y a montar. Desde pequeña, cuando iba al campo con él, cada año, buscaba mi caballo y me iba sola al medio del campo. En ese momento, sólo en ese momento, era feliz. También el campo está en mi poesía.

El caballo es un animal muy importante para mí. Solía dialogar con mis caballos. Tuve tres —aclaro que es una posesión simbólica. Había una buena tropilla y mi abuelo me designó los que consideraba podía yo manejar sin peligro. Los recuerdo muy bien. De muy niña, el Pintao (tengo fotos de mis dos años sobre él), luego el Malacara (un caballo de cuadrera que tenía un andar bellísimo, veloz y sofisticado) y el Rubio, un alazán duro, difícil de montar porque se movía, el muy desgraciado, cada vez que ponía un pie en el estribo para subir. Una vez, mientras intentaba montarlo, dejó caer su vaso sobre mi pie entero, que quedó mal herido. Tenía un galope tosco y era duro de boca, se necesitaba mucha fuerza para frenarlo. Me es grato rememorar esta parte salvaje de mi infancia. Hoy la veo así. Entonces, todo era un juego para salirme del mundo que me oprimía. El departamento, la familia, la escuela. Yo, una niña urbana, llegaba al campo de mi abuelo y me soltaba al viento, quería ser una hoja crepitante, una rea, una desamparada de verdad amparada por ese mundo abierto y abismal que es la llanura. Son mis épocas de niña —hasta los catorce o quince— salvajes, muy salvajes. Allí, subida al caballo era ajenamente libre. Me iba sola al medio del campo, desde donde no se veía más que horizonte, montes a lo lejos, ramilletes de animales. Y respiraba la maravilla de existir. Era consciente de esto siendo niña. Eran mis únicos momentos de felicidad. Luego regresaban la ciudad, mi familia, la escuela, todo eso tan árido y difícil.

Con Martín Bustamente, Cristina Domenech y Rubén Salvador (Ture)

— De tu autoría, “la oveja excluida”, deja entrever una muerte y un martirio interior. — En uno de esos paseos a caballo, maté una oveja. Yo tendría unos doce años. Estaba en medio del campo, sola. Había un rebaño de ovejas. Me bajé del caballo y me acerqué caminando hasta las ovejas, que empezaron lentamente a huir. Y me prendí de una, de su lana áspera. Me monté sobre ella, jugando, sin apoyarme, puesto que tenía miedo de dañarla. Quedé con los pies apoyados en el piso. Ella empezó a corcovear. Las otras corrían desesperadas berreando. De pronto, se desvaneció. Sólo recuerdo que me asusté, monté el caballo y corrí hacia la casa. Le conté a mi abuelo. Con miedo, porque era bravo el viejo. No me dijo nada. Después supe que la oveja había muerto. Supe que las ovejas tienen un corazón frágil. Son, digamos en términos humanos, emocionales y cardíacas. Pobrecita. Nunca me lo perdoné. Una niña tan urbana como yo matando una oveja…

 

Escribí, tantos años después, “la oveja excluida”. La segunda parte del libro “el orfanato”. Rescaté ese recuerdo y sus consecuencias. La transformación fue interesante. A partir de esta historia, podría hacer un texto teórico sobre el proceso de escritura. Sobre la transformación de la experiencia, la utilización del recuerdo, la materialización de los hechos en la palabra, en el poema. Cómo aparece el arte a partir de una experiencia concreta que, luego de muchos años, resulta subjetiva, tergiversada, llena de agregados, de interpretaciones. De todas maneras, admito que la oveja es un animal presente en lo que escribo. Sin duda, todos los elementos de mi experiencia en el campo han dejado fuerte huella.

Con Marcos Rosenzvaig

— “Te tenemos” (con nuestros lectores) en nuestra principal metrópoli y en el campo bonaerense. ¿Dónde más te tenemos en tu infancia, y aun después?…

— Vaya otra historia paralela: Mis padres tenían una casa quinta, muy sencilla, pero llena de árboles frutales. Estaba en Moreno, en el oeste del conurbano. Un lugar de pocas casas y mucho campo, monte. Las casitas de esa zona eran todas muy sencillas y pequeñas. Era un barrio semipoblado, digamos. Aunque la casa era modesta, el parque, según mi recuerdo de niña, era enorme. No había plena felicidad para mí allí, pero jugaba mucho, corría, andaba en mi bicicleta azul, remontaba barriletes, ayudaba a mi padre a cortar el césped, me hamacaba, cazaba luciérnagas que ponía en frascos de dulce vacíos. Lo que hacen todos los niños para sobrellevar la vida que no pueden justificar pero deben transitar. El problema es que ese lugar era la representación patente de la familia junta. Un fin de semana entero. La familia pequeño burguesa. Me causaba infelicidad y angustia. Mi aspecto salvaje, durante mi infancia, me ayudó a sobrevivir, es evidente. Trepaba a los árboles. Recuerdo los durazneros, la higuera, los manzanos, el ciruelo y sobre todo el nogal, del que mi padre tuvo que bajarme unas cuantas veces. Yo trepaba hasta la cima y luego no podía bajar. Él subía y me rescataba. También esto aparece en mi poesía de manera insistente. Estos hechos son ramalazos en la memoria. Las escenas que habitan la memoria, sobre todo escenas de mi infancia, son esenciales para mi escritura. Le dan cierta materialidad y argumentación. La infancia y los sueños, diría, son medulares para la escritura.

Mi adolescencia es un espacio en fuga en relación a la poesía. Era deportista. Me distraía, me divertía, me conectaba con el cuerpo y sus transformaciones. Ser jugadora federada de hockey me ayudó, creo, a aceptar ese proceso tan difícil. El deporte resultaba no sólo un espacio lúdico sino que requería de mucha exigencia y compromiso. Y, sobre todo, me sacaba de la casa materna. También tenía muchas amistades, grupos diversos. Y me enamoraba. Siempre enamorada de algún chico. Nunca en paz. La intensidad no es la mejor compañía. En esos tiempos, me gustaba tocar la guitarra y cantar. Me gustaba el rock nacional. Y el rock inglés. Luego, me alejé de toda esa vida e, incluso, de toda esa música.

A mis veinte años, largué la carrera de biología, que al terminar el secundario había sido mi pasión, mi vocación muy marcada, y empecé compulsivamente a escribir poesía. Además, la música siempre fue un tema crucial. Infancia, adolescencia. Es difícil contar la propia vida, puesto que hay historias paralelas, como muestra de manera flagrante David Lynch. No somos eso sólo, eso que se ve. Somos mucho más, aun lo que desconocemos de nosotros mismos. Mientras iba al campo y andaba a caballo, también tocaba la guitarra y cantaba en mi habitación. Ciertamente, ambos tenían en común que eran espacios de soledad e introspección. Siempre me gustó la música. Pero sólo pensé en dedicarme cuando largué la carrera de biología. Empecé a estudiar flauta traversa, una deuda pendiente de mi infancia. Mi padre me regaló el instrumento.

En ese entonces empecé a estudiar Musicoterapia, que era una carrera que aún andaba por los zócalos. La democracia estaba en pañales. Aunque creo que siempre estará en pañales la democracia, pero ese es otro tema. Mientras estudiaba esta carrera advertí que lo único que me importaba era escribir y leer. Leer y escribir. Y que, además, tenía condiciones para escribir. Condiciones a las que jamás había prestado atención. Años más tarde descubrí que muchos exámenes, incluso en la facultad de ciencias, los aprobé gracias a mi habilidad para redactar. Gracias a saber contar. Ese fue el comienzo. Porque la escritura resultó un camino lento, difícil y prepotente, como diría Roberto Arlt. Nunca me abandonó.

Me saltearé algunas cosas. Podría decir que empecé a ser “culta” —dudo en poner esta palabra pero creo que es la más precisa para que se entienda a qué me refiero—a los diecinueve, veinte años. Además de leer desaforadamente, descubrí, entre otras cosas, el cine de Ingmar Bergman, que me marcó y hoy continúa siendo un artista ineludible. Sigo viendo sus películas. De hecho, escribí un poema a partir de uno de sus films más viejos, “Detrás de un vidrio oscuro”. Por entonces escuchaba la radio Clásica y también descubrí el tango. Escuchaba a Astor Piazzola hasta sofocarme. Y luego llegaron los grandes poetas como Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi en las voces de RobertoGoyeneche, Edmundo Rivero, Rosana Falasca, Julio Sosa. En casa siempre hubo música, era inevitable. Mi madre es pianista. No profesional, pero pianista clásica. Y muy abierta a todo lo que sus hijos adolescentes le acercábamos.

— En el nº 2 / 3, noviembre de 2009, de la revista “La Costurerita” retrataste a Javier Villafañe (y te retrataste).

Contratapa de Javier Villafane en la plaqueta Payaso Rojo

 — Todo lo que cuenta ese artículo es real: “Javier Villafañe escribió una de las metáforas más bellas y originales sobre la soledad: Una anciana se encontró con un buey. Le acarició la cabeza y le dijo: ¿Quiere venir a mi casa? (…) El buey comenzó  a subir la escalera. Le costaba trabajo. Puso una mano en un peldaño, la otra mano en el otro peldaño. La anciana lo empujaba de atrás. Sentía todo el peso del buey sobre el pecho.

            —¡Por fin!— exclamó la anciana—. Ya llegamos.

            El buey miró hacia abajo y dijo:

            —Jamás podré bajar la escalera.

            —Es lo que yo quería. Todos los que subieron, bajaron y se fueron. Viví esperándolos.

            La anciana besó al buey en la frente. Lo acarició entero y le puso en la boca un terrón de azúcar.’

 

Este fragmento del relato “La anciana sola” se publicó en “Los ancianos y las apuestas”, a fines de la década del 80 en Editorial Sudamericana. Recuerdo una anécdota relacionada con este libro, uno de los más hermosos de toda su obra o, acaso, uno de los más representativos para mí, por lo que cuento a continuación.

Una tarde de invierno, visité a Javier Villafañe en su departamento de Almagro, donde vivía con Luz Marina, su mujer. Le llevé sus facturas preferidas compradas especialmente en la panadería de su barrio, que él me encargaba con la picardía de un niño. Me cebó mate, me contó historias, reales, inventadas, daba igual, era mágico escucharlo. Cada encuentro con Javier era como una función privada. Él relataba y yo atendía, seguramente, con los ojos enormes y sorprendidos. En esa ocasión, irrumpió de pronto: “¿Me ayudarías a corregir unas pruebas de galera que tengo que entregar mañana a la editorial?”. Para una veinteañera con aspiraciones a poeta, como era yo entonces, semejante pedido resultaba un desafío. Tomé, no sin humildad, sus originales escritos a máquina y con tachaduras. De acuerdo a sus indicaciones, yo leía, como si le dictara, palabra por palabra, coma por coma, punto por punto, lentamente, mientras él chequeaba que en las pruebas de galera no se cometiera ningún error, no se olvidara ninguno de los detalles de sus originales. Inefable transmitir aquella experiencia, lo que sentía a medida que rastrillaba mis ojos sobre cada uno de esos intensos, ocurrentes y, casi aforísticos, cuentos.

Algunos meses más tarde, mientras regresaba a mi casa, me detuve ante la vidriera, como era habitual, de una librería pequeña que estaba sumergida en la estación Callao de la línea de subte B, donde hoy venden carteras o ropa interior. Allí se exhibía, con su tapa de arco iris, “Los ancianos y las apuestas”. Valía cinco pesos. Recuerdo que sólo tenía en mi cartera cinco pesos y la ficha del subte para llegar a mi casa (en ese entonces eran pequeños cospeles que se introducían en la ranura del molinete). Por supuesto, lo compré.

Había conocido a Javier Villafañe unos meses antes de este episodio en su casa. Me habían encargado el primer reportaje de mi vida, para una revista que editaba el Correo Central, que todavía era una entidad del estado. Por esos días, yo ejercitaba mis primeros versos con la impunidad propia de la juventud; leía fervorosamente una mala traducción de la obra completa de Arthur Rimbaud y soñaba con vivir del periodismo. Con tierna generosidad, Javier escribió la contratapa de mi primer y arriesgado libro de poemas, “Payaso rojo” (1989), el cual erradiqué de mi bibliografía. Fue para mí más que un gesto alentador y el mejor voto de confianza.

Maese Trotamundos, que cumplía cincuenta años, a Juancito, a la Muerte y al Comisario. Sus títeres descansaban en el cajón de una cómoda y eran, sin duda, su prolongación, estuvieran o no presentes. Ellos hablaban por él y él hablaba por ellos. Y así se sentía.

 

Dos décadas después después, festejo “Hay que regar antes que llueva”, un material inédito rescatado por Ediciones El Suri Porfiado. Un título muy propio del viejo Villafañe, considerando que mantenía una tensa y lúdica relación, hombro a hombro, con Dios; el mismo título señala de qué modo el hombre debe adelantarse con su acto: hagamos llover nosotros antes de que lo haga Él. A lo largo de su obra —y cuando digo obra me refiero tanto a sus escritos como a los espectáculos de títeres que llevó por el mundo—, Javier va toreándolo a Dios, juega con él a los dados, lo confronta, mientras le guiña el ojo al Diablo.

Así fue Javier, un hombre sin tabiques. Representaba, en el sentido artaudiano, la vida y el arte fundidos en una misma risa, sobre un mismo retablo, debajo de una misma máscara, trenzados en una misma desesperación. Javier fue, es y será un desestabilizador del orden clásico de las cosas, en tanto ofrece otro: el de la creación y el de la palabra como unívoca región de esta existencia inaudita, tan bella como aterradora.

En este último libro, regresa “Javier gongoreando en Almagro”. Poemas susurrados aunque incisivos; un poco de fábula, otro poco de temblor filosófico. Un poco para niños, otro poco para grandes. La obra de Javier Villafañe reúne, parafraseando a Julio Ramón Ribeyro, “el cabo con el rabo”. Ha sabido entender, este viejo titiritero de overol y barba blanca, que “la soledad de los niños prefigura la de los viejos” (sigue el autor peruano). Villafañe ha reunido todas las edades en una misma escena.

A sus lectores de siempre nos ilumina con esa ilusión que da el regreso; a los nuevos, aquellos que vienen, les despertará, seguramente, el deseo de más, la felicidad del hallazgo.”

Mi retrato proseguiría contándote que fue mi primer impulso. Entonces yo ya estaba absolutamente consagrada a la poesía. Con una irreverencia asombrosa me dije: quiero ser escritora. Y lo conseguí. No sin ayuda, mucha ayuda psicoterapéutica. Pasé por dos psicoanalistas que resultaron cruciales.

Soy autodidacta. Pero sumamente rigurosa. He armado mis caminos de lectura. La lectura me inquieta más que la escritura. No hago esfuerzos para escribir. Me surge. Y aunque trabajo mucho, soy obsesiva y minuciosa, nunca existió para mí la página en blanco como un problema. Sí me genera ansiedad todo lo que me queda por saber. Leer es mi mayor obsesión.

Y mi regreso a la música siempre es una deuda. No tengo presiones porque no tengo ambición. Sólo tocar. Cada tanto, armo mi flauta e interpreto de manera muy rudimentaria alguna sonata de Haendel o alguna de Telemann. La música barroca es mi pasión. Pero me falta mucha técnica para tocar como corresponde, así que lo mío es un atrevimiento solitario.

Quizá no debería dejar de nombrar que he escrito cuentos también, antes de decidirme por la poesía con exclusividad. Fue una época. Un tema extenso.

— Ese otro tema, el de “la democracia en pañales”, nos deslizaste de refilón.

 — La actualidad, el país, el mundo, me tienen sumamente afligida. Lo que está sucediendo en nuestro país es atroz. Y triste. Y temible. No quiero dejar esto afuera. Forma parte de la incomodidad en la que estamos, esa incomodidad necesaria para crecer, para no morir, para luchar. Mi actividad docente en una escuela de periodismo me ha impulsado a buscar lecturas más específicas. Y poco a poco me voy interesando en la filosofía política o la filosofía de la historia. Planteado así suena grandilocuente, pero lo mío es muy modesto. Incursiono en algunos autores que me permiten dilucidar ciertas cuestiones que pasan en el mundo. Por ejemplo, SlavojZizek, Alain Badiou, Simone Weil, Michel Foucault, Michel Onfray, Emil Cioran, Hannah Arendt, Pier Paolo Pasolini, Louis Althusser, Terry Eagleton, Byung-Chul Han, Emmanuel Levinas y en especial Nietzsche, un gran compañero, como la música de Schubert. Son pensadores, aunque todos de épocas diferentes, que interpelan y brindanherramientas para reflexionar sobre una realidad que el periodismo imperante banaliza de manera constante. No se puede entender el país y el mundo leyendo los diarios y menos a través de la televisión. De ahí apenas obtenemos datos. Los datos constituyen el primer escalón del problema. Los datos son delatores, son el síntoma. Hay que correrse de los lugares comunes del discurso de los medios y de los políticos. Son abusivos y mediocres.

No sé si me declararía marxista, pero sí diría que el mundo así como está no me interesa. Que debería ser ecuánime. Que nadie debería tener mucho mientras otros tienen nada. Suena ingenuo, pueril, pero en verdad esto revela la vergüenza de nuestra condición. Un autor con el que tengo plena coincidencia y con el que trabajo mucho en mis clases es John Berger. Mis ideas están en sintonía con las suyas. No es un técnico de las ideas, es un humanista, un escritor, un artista. En sus escritos hay verdad y poesía. Combinación difícil. Es un poeta político, en el sentido más profundo y estricto del término. No un proselitista sino un justo. Denuncia el dolor del mundo y la inequidad y siempre asoma, en él, la esperanza. Es un vocero de los oprimidos, de los perdedores. Es un poeta.

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Ficha

María Malusardi nació el 12 de abril de 1966 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Desde 1989 ejerce el periodismo (entre otros medios gráficos, en las revistas “Nómada”, “Lugares”, “El Arca”, “Nueva”, “Debate”, “Caras y Caretas” —entre 2013 y 2015 exclusivamente sobre poesía argentina— y en los diarios “Perfil Cultural”, “Clarín”, “La Gaceta Cultural”). Además de impartir talleres de Lectura y Escritura, dicta las materias Estilo y La Entrevista en Taller Escuela Agencia (TEA). Su poemario “el sastre” obtuvo la Mención Especial del Premio de Literatura Casa de las Américas 2015, de Cuba, y otro, “trilogía de la tristeza” —traducido al francés y editado en 2013 como “trilogie de la tristesse” (Zinnia Editions, Lyon, Francia), en formatos papel y electrónico—, resultó finalista del Concurso Olga Orozco 2009. Es la responsable de la selección, edición y el ensayo preliminar del volumen “Obra poética” de Raúl Gustavo Aguirre (Ediciones del Dock, 2015). Poemarios publicados entre 2001 y 2017: “El accidente”, “la carta de vermeer”, “variaciones en la niebla”, “diálogo de pescadores”, “museo de postales”, “trilogía de la tristeza”, “el orfanato”, “la música”, “artista del trapecio”, “el sastre” y “el desvío y el daño”.

 

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