En 1550 Juan Ginés de Sepúlveda, un filosofo aristotélico, y el sacerdote dominico Bartolomé de Las Casas, debatieron en Valladolid la cuestión de como los Amerindios se diferencian de los Europeos. Los grupos humanos, según Sepúlveda, están definidos jerárquicamente. Los indios viven desnudos, sacrifican victimas humanas, no poseen caballos ni asnos y desconocen el dinero y el cristianismo.
A pesar de vivir en el mismo tiempo indios y europeos están en diferentes estados de civilización, en donde diferente significa inferior. Los europeos viven en la civilización, los otros en la barbarie y su subyugación es una responsabilidad pedagógica. La visión de Las Casas es bien diferente. Ve las civilizaciones como fundamentalmente similares y defiende los derechos Amerindios y los ve como semejantes a los europeos. El cristianismo no reconoce diferencias de piel ni de raza. El indígena es modesto, respeta las normas interpersonales, los valores familiares y, al igual que muchas otras naciones, están preparados para recibir la palabra de Dios. En nombre del universalismo Cristiano Las Casas argumento por la disolución de las diferencias. Todos los humanos son humanos.
¿No hay cierta semejanza entre este debate y la discusión contemporánea ejemplificada por “El Choque de Civilizaciones” de Samuel Huntington y “El Fin de la Historia” de Francis Fukuyama?
Los conflictos actuales, dice Huntington, están definidos por antagonismos culturales. La cultura, la identidad y la fe religiosa, que hasta no hace mucho estaban subordinadas a estrategias militares y políticas, ahora definen las prioridades en la agenda política internacional. Es la invasión de la cultura en la política. Los valores democráticos del Occidente y los valores pre modernos del islamismo se oponen unos a otros con una creciente agresividad, no solo entre naciones, sino también entre regiones. Para Fukuyama el derrumbe del sistema soviético deja como única alternativa el modelo occidental de la democracia liberal y la economía de mercado al estilo norteamericano. El Capitalismo democrático es el genuino núcleo del modernismo y debido a su propia lógica interna debe expandirse y rehacer el mundo para dar origen a una civilización universal que será el fin de la historia.
Sepúlveda y Huntington representan el universalismo de la diferencia y Las Casas y Fukuyama, el universalismo de lo mismo. Jerarquía, por un lado, similitud por el otro. La jerarquía vertical le niega al otro la igualdad y lo coloca en una situación de subordinación e inferioridad. Para la lógica de lo mismo el otro solo puede salir de la barbarie adoptando los valores cristianos o el capitalismo democrático. El sentido de superioridad de Sepúlveda, sin embargo, da paso hoy día al sentido apocalíptico de Huntington que anuncia la inevitabilidad de la decadencia del oeste a menos que las fuerzas se unan en contra de la amenaza islámica.
Para el universalismo cristiano de Las Casas y el capitalismo democrático de Fukuyama no es la diferencia, sino la igualdad la que define la relación con el otro y nosotros. En cualquier tipo de universalismo los seres humanos se ubican en un solo orden en donde las diferencias culturales se excluyen o transcienden. En este sentido, dice Ulrich Beck, el universalismo es hegemónico. Los otros tienen entrada solo si los otros se presentan como nosotros, como la confirmación de uno o como el dialogo de lo mismo. Como cristianos o como capitalista democrático. Las Casas y Fukuyama representan la desaparición de la diversidad en el proceso civilizador. En el primero, a través del bautismo, en el otro, gracias a la supuesta superioridad de los valores occidentales.

Europa y Estados Unidos, el auto proclamado mundo civilizado, viven en la proximidad de la diferencia. El miedo que esto produce nunca han podido ser eliminado y la asimilación, la compulsión al conformismo, continua siendo una de las políticas de contención preferida. El universalismo occidental, la idea de una humanidad común, la afirmación global de la libertad y la igualdad, ha servido, desde la época de la conquista hasta hoy, para limitar el peligro que el otro presenta. Lo curioso es que el impulso democrático de este universalismo inevitablemente tiene que negar el particularismo étnico… ¿No es esto una paradoja?… No es posible proclamar la universalidad de los derechos humanos y tener, al mismo tiempo, una Carta de Derechos musulmana, cristiana, judía, indígena o asiática. Para respetar al otro y su historia es imperativo que lo consideremos miembro de una misma humanidad y no de otra humanidad de segundo o tercer orden. Los derechos humanos infringen los derechos locales, el derecho a aislar la cultura particular de las presiones externas.
En otras palabras, si no respetamos la universalidad de los derechos humanos no respetamos a las victimas cuyos derechos son violados por la tradición de la cultura local. Pero, por otro lado, si ejercitamos la responsabilidad global bajo el nombre de intervención humanitaria, entonces, fácilmente llegamos a la política neocolonialista… ¿Qué hacer? Porque la cosa es esta… enfrentados con los beneficios y riesgos de un mundo globalizado ¿ podemos decir que los asuntos de los otros son responsabilidad exclusiva de los otros? ¿El genocidio de Ruanda, por ejemplo, es solo cuestión de los Ruandaneses o es una cuestión que nos concierne? ¿Estamos obligados a elegir entre universalismo y relativismo? ¿Entre remover las protecciones culturales del otro o construir e imponer nuevas protecciones?
El cerco cultural que defiende la tradición étnica tiene como base el principio de inconmensurabilidad. Si todo es relativo, entonces todos son de esta manera o de esta otra y no hay puente que las una. Cada uno es como es y punto. Universalismo y hegemonía, según esta perspectiva, son dos aspectos del mismo fenómeno que debe rechazarse. La presunción de inconmensurabilidad justifica el acuerdo de no intervención entre culturas. El problema es que cualquier acuerdo de no intervención eventualmente termina en violencia cuando es imposible no intervenir. Un relativismo estricto es históricamente indefensible, porque no reconoce o distorsiona las interpenetraciones históricas de la supuesta inconmensurabilidad cultural. Las fronteras culturales, que el relativismo cosifica, son siempre el proyecto de un tiempo y un lugar particular.
La interpenetración histórica es la norma. La interdependencia global transforma hoy día en una fantasía la idea de mundos separados y la no intervención en una imposibilidad. La contrapartida a la inconmensurabilidad es que no hay mundos separados. Nuestras diferencias se dan en un mismo mundo singular. El contexto global, dice Ulrich Beck, es variado, mixto y confuso y la interferencia mutua y el dialogo, por problemático y difícil que sea, son inevitables. La inconmensurabilidad no lleva a ninguna parte. El debate debiera ser, no si hay, pero como procedemos con la interferencia, la mezcla y la confrontación.
Una dosis de relativismo podría servir aquí de antídoto a la idea de universalismo absoluto que ordena las diferencias jerárquicamente o las disuelve en la política de lo mismo. Que no haya verdad absoluta, no significa que no haya verdad. Significa que la verdad requiere de una continua definición contextual. El relativismo y el pensamiento contextual pueden servir para agudizar nuestro respeto por la diferencia y hacer que diferentes grupos culturales encuentren atractivo y necesario cambiar perspectivas que los lleven a incluir y afirmar al otro como diferente y como lo mismo. Hay hoy día una creciente conciencia en el mundo de que ha llegado el momento de dejar atrás el anacronismo racista y el universalismo ethnocentrico del occidente.
Si se quiere evitar el particularismo, no se puede abandonar el universalismo. La cosa es … ¿como afirmar normas universales y, al mismo tiempo, evitar el imperialismo político y el triunfalismo religioso? Según Beck, el contextualismo puede servir como freno a la cancelación universalista de la diferencia y el universalismo como freno a la creencia contextualista de la incomparabilidad de perspectivas. El resultado es una doble negación. Niega la negación de la diferencia étnica y niega el esencialismo étnico.
En la historia del ser humano la mezcla de culturas no es una excepción, sino la norma. La separación de mundos que establece el nacionalismo territorial y el etnicismo son, históricamente hablando, artificiales. Si miramos las grandes migraciones del amanecer de la historia tendríamos que decir, en sentido estricto, que no hay pueblos indígenas. Cada nativo empieza como un extranjero que siempre viene de otra parte. Lo que no es la norma es la idea de la homogeneidad nacional, cultural o religiosa que pretende mantener la idea como algo eterno. Llevada a su extremo esta creencia termina en la pureza racial o cultural cuya sombra es el genocidio… ¿No será hora de romper con el principio de soberanía nacional, de considerar que el genocidio no es una cuestión interna de la nación, sino un crimen en contra de la humanidad cuya prevención no es responsabilidad de Estados individuales?
La fuga migratoria que hoy atraviesa los continentes ha ayudado a desarrollar una nueva auto comprensión que empieza a desplazar la biografía centrada étnicamente. Nómades, diáspora, híbridos, mezcla cultural son ahora términos que salen de la obscuridad y reclaman su lugar en el ámbito humano. La pregunta … ¿quién soy? ya no requiere ir ni a orígenes, ni a tradiciones sagradas, ni a esencias.
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