Odisea de la especie

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Parte uno: la casona

Esta es la tercera oficina que el Freddy arrienda en un año, la tercera en la misma casa. Se ha ido mudando desde el primero hasta el tercer piso y cada oficina es más chica que la anterior y también más económica, y no deja de sorprenderlo que todavía quepan todas sus cosas, sus equipos, en lugares donde a primera vista parecía imposible. Pero así son las cosas, al parecer. Se acomodan a las circunstancias.

La casona vive en constante movimiento, mudanzas hacia arriba y hacia abajo, hacia fuera y hacia dentro. Porque todos los que llegan y todos los que se van tienen trabajos como el de Freddy, precarios. Todos los que van y los que vienen tienen sueños de convertirse en artistas o trabajar en algo relacionado con el arte, y todos tienen empleos de subsistencia, y a los que les va mejor es porque engancharon –al menos por un tiempo– pegas para una empresa grande, y entonces dejan la casona, y a los que les va cada vez peor también dejan la casona, y a los que les va como al Freddy van y vienen por los pisos y puede que teman, como es su caso, terminar en la buhardilla de los trastos donde hacen caca los ratones, que por el momento se usa para encender una estufa a parafina. Sin embargo el administrador está dispuesto a subarrendarla a precio de huevo a condición de que no le toquen un solo cachureo, y en ese caso el Freddy ya no sabría dónde meter los equipos.

Los equipos del Freddy sirven para hacer videos –una cámara, una editora, focos, micrófonos, un trípode y otros artefactos– y él lleva años grabando matrimonios. La ley de la oferta y la demanda lo ha especializado en dejar registro de las parejas que se casan, en tanto los demás proyectos del Freddy se han ido secando como pasas y a esta altura, con arriendos y otros gastos de por medio, son puro polvo que de vez en cuando lo hace estornudar.

Si uno lo visita y echa una mirada sobre los estantes metálicos apretados entre otros muebles se encuentra con los discos compactos; cajas apiladas con sus respectivas carátulas donde aparecen los novios felices en su noche de bodas, con sus lucidos trajes y sus besos sinceros, acompañados de otra gente muy feliz que celebra con ellos en una iglesia o en una casa que va tirando para mansión, o en el Club Hípico, que parece ser uno de los lugares preferidos para casarse cuando uno tiene plata para pagar lo que cuesta.

Cuando uno mira las caras, los trajes, lo empapa una llovizna nostálgica. Uno se pone pensativo. Debe ser el enigma de las imágenes, que encapsulan y eternizan lo perdido, lo destinado a transformarse en algo mejor o peor, pero sin duda a transformarse. Le pasa a uno, no al Freddy, siempre apurado en terminar un video. Uno se pregunta en qué irá la historia que recién comienza frente a los ojos; con el escepticismo que es la religión de moda, uno se pregunta si estos dos ya se habrán separado o cuánto les falta para tirarse los platos por la cabeza. Uno, decimos, no el Freddy.

Uno es el que sube a la terraza de la azotea a ventilar esa nostalgia difusa, no el Freddy, urgido por terminar un encargo y sabiendo que está por llegar el Tiburón, y que cuando aparece el Tiburón cuesta un mundo seguir trabajando. Uno, en la terraza de la azotea, junto a la buhardilla de los trastos, se permite mirar alrededor y tomar nota del panorama derruido que presentan los techos vecinos. Uno no deja de sorprenderse de la cantidad de desperdicios que se acumulan sobre esos techos, uno se pregunta si están ahí como peso muerto para evitar que se desplacen las planchas de zinc o de pizarra, o a lo mejor sirven para tapar las goteras. Pero es tal la cantidad de objetos, que uno termina concluyendo que la falta de espacio dentro de las casas obliga a arrojar las cosas ahí arriba, y desde esta vista parece una forma burda de disimular la pobreza.

Si uno observa desde la terraza, antes de que llegue el Tiburón, puede ver cómo las casas viejas conviven con edificios nuevos de veinte o más pisos donde anidan unas doscientas familias, quizás seiscientas personas, y se va dando cuenta de que si esta instantánea es una convivencia, al ponerla en movimiento se transforma en una invasión del progreso o digamos de la modernidad, y en algunos años no quedará en pie ninguna de estas casonas donde se maceran sueños frustrados, y aquí se levantarán torres muy altas para los sueños de supervivencia, que vienen a ser otra clase de sueños.

Uno aquí arriba se acuerda del Freddy, que perillea y perillea en la editora, un piso más abajo, antes de que aparezca el Tiburón, y entonces también se da cuenta de que la mudanza de oficinas ha ido de la mano con las mudanzas personales, desde la casa donde vivió con su última pareja, pasando por la pieza que le arrendaba un amigo, hasta el sofá cama en el living de su madre, que sufre de alzhéimer en etapa avanzada y se despierta por las noches sin saber dónde está, llama a los gritos al marido muerto y el Freddy pasa una hora tratando de convencerla de que se vaya a dormir. Su hermana ya tiró la esponja. Ahora te toca a ti, le dijo el mismo día en que Freddy volvió donde su madre.

Hasta que aparece el Tiburón y todo cambia. Toma una silla, se sienta al lado del Freddy, lo mira editar los videos y pone una cara de respeto solemne por su trabajo. Pero todo cambia. El Freddy presiente su indiferencia absoluta, mientras más profunda, más perturbadora. El Tiburón pregunta algunas cosas pero nada le interesa, así que no vale la pena gastar el tiempo en responderle. Es como un hoyo negro donde todo se pulveriza y pronto la materia empieza a girar a su alrededor.

¿Y esa mina?, salta de repente. Amiga de la novia… supongo, dice el Freddy sin soltar las perillas. ¿La conoces? Lo único que consigue despertarlo son las mujeres, la posibilidad de una conquista. En eso está todo el día. Se declara un soldado del amor. A eso vino a la oficina, a decirle al Freddy que lo acompañe a Valparaíso el fin de semana, a un club cerca del puerto, una locura ese club, le dice, la otra vez se levantó una gorda (¿sabe el Freddy que las gordas son las más agradecidas?). Primero pasan por el club y después se deja caer donde la gorda, o a lo mejor no, según cómo nos vaya, dice el Tiburón y el Freddy no suelta las perillas, porque el video es para el viernes.

El Freddy corta y pega imágenes y el Tiburón le cuenta que el otro día le metieron la lengua en el hoyo. Fue en Los Vilos. Cuarenta y ocho años, primera vez que una mina le mete la lengua en el culo. La mina es brava. Brava de verdad. Aunque esté separada, el Tiburón anda de puntillas por el pueblo, ni amarrado se acerca a la caleta porque el marido es buzo mariscador, de ésos que a las seis de la mañana ya están sumergidos en el agua. Cada vez que va al norte hace escala en Los Vilos.

El Freddy asiente, sin mirarlo, y dice “chucha”, y tiene muy claro que el Tiburón es capaz de tirarse encima de su pareja en cuanto él se levanta al baño, y seguro lo ha intentado más de una vez. El Freddy está montando la parte en que los invitados se meten a la cabina del amor y mandan recados a los novios. No deja de intrigarle la emoción que provoca la cabina, sobre todo a las mujeres que en esa soledad de utilería liberan ante la cámara un torrente de buenos deseos, más bien el reflejo de lo que proyectan para sus vidas, por lo menos al Freddy le da esa impresión después de haber grabado unos cien matrimonios, pero no lo comenta con el Tiburón.

Lo que es el Tiburón, sigue insistiendo con Valparaíso, y luego le pregunta por una mujer del taller de danza del piso inferior, quiere que se la presente, le da lo mismo si no sabe el nombre, la bautiza “mi danzarina del segundo”, y luego mira alrededor y comenta lo chica que se está haciendo la oficina, por qué no se busca algo más grande. El Freddy introduce música en esta parte del video, corrige la luz que está muy amarilla y por la oreja derecha se entera de que una mujer, curada como tagua, se metió la palanca del cambio en la vagina, así tal cual, el Tiburón le decía cosas al oído y la iba poniendo cada vez más caliente, el vientre se le agitaba cada vez más rápido, le subían y bajaban las tetas al ritmo de la respiración, el Tiburón le hablaba al oído en los semáforos, le mordía el lóbulo de la oreja, hasta que ella empezó a masturbarse y le pidió que estacionara en cualquier parte, se subió la falda, se metió la palanca entre las piernas y empezó a gritar. Sin quitar la vista de la pantalla el Freddy dice “chucha”, y luego dice “la cagó”, y el Tiburón insiste con lo de Valparaíso.

El punto, digamos el problema para el Freddy con Valparaíso –se decide a contarle–, es que una mina lo invitó a Viña para el sábado. Plenamente identificado, el Tiburón le regala toda su atención. La conoció por Tinder, cuenta el Freddy, y como el Tiburón va dos pasos más atrás en la tecnología debe explicarle que Tinder es una aplicación del celular para conocer personas, uno define el rango de edad y también el radio para los posibles encuentros, y como el Freddy puso ciento cincuenta kilómetros le cayó una mujer de Viña, y como el Tiburón parece fascinado por Tinder y sus posibilidades, el Freddy deja un rato la editora para enseñarle otros prospectos, la mayoría van de los treinta y cinco a los cuarenta y cinco, unas separadas, otras solteras, todas con su mejor foto de perfil acompañada por fotos de viajes.

Si uno mira Tinder con el Freddy va entendiendo que los viajes fuera del país, a la Patagonia, a San Pedro de Atacama y los géiseres, o por último a las montañas, te pueden convertir en alguien interesante en el mercado del amor. ¿Cuál foto pusiste?, pregunta el Tiburón cada vez más ansioso, y el Freddy le muestra esa imagen arriba de la bicicleta en una curva del cerro San Cristóbal, con el esmog de fondo. “Igual”, aprueba el Tiburón.

Pero ese “igual” no suena muy redondo y el Freddy lo recibe como un ataque personal, como una reivindicación de la fotografía a expensas del video. Es una controversia histórica entre ellos: cuál está más cerca de lo real, cuál más cerca de la ilusión. Para Freddy el video está comprometido en el continuo de la realidad; algo de eso escribió en su proyecto de tesis (era sobre 2001, odisea del espacio), algo sobre el tiempo y las imágenes, algo potente, se acuerda; en cambio el Tiburón defiende a muerte la pureza de la imagen fija, su capacidad para captar la esencia de los seres.

Cáchate la mina, dice el Tiburón mostrándole a la novia congelada en la pantalla. Eso es el amor. Con una ilusión construyes una realidad. El Freddy lo mira un poco confundido, el vodka Boris Yeltsin que trajo el Tiburón está bajando rápido y el Freddy quisiera decirle con todas sus letras lo que piensa de él: que no tiene idea, se dice fotógrafo pero nunca ha trabajado tomando fotos, a no ser cuando al Freddy le piden uno para los matrimonios, o cuando alguna de esas minas le inventa un encargo para tenerlo más cerca. El Freddy le da trabajo y el Tiburón lo critica sin tener idea, y además, se le ocurre pensar, todos nuestros actos van por delante de nosotros, ésa es la pura y santa verdad, una imagen no puede coincidir con la realidad. Imposible. Vamos a Valparaíso, le dice el Tiburón para hacer las paces.

Parte dos: la Quinta Región

En el principio era el Verbo.
Eso dicen.
Es decir la Palabra, o las palabras, que valen más que mil imágenes, fijas o en movimiento.
Es decir.
Es decir que las palabras, al desplegarse, tienen que hacerlo al modo del Universo, expandiéndose hacia sus propios límites, creándolos y abriendo la realidad con su propia energía liberada.
Es decir.
Es decir que un viaje a la Quinta Región se despliega a sí mismo e impone sus propios términos, y esto debe hacerlo en paralelo como si la pantalla se dividiera en dos mitades para mostrar en sincronía los movimientos del Freddy y el Tiburón. Esa sincronía que los humanos no podemos percibir.
Pero bueno.
Van cada cual por su lado, en sincronía.

Va el Soldado del Amor, en bus hacia Valparaíso. Va solo, y no va en moto porque después del accidente le tomó respeto a las máquinas de dos ruedas. Se podría haber matado, pero se levantó del cemento como pudo, con más cocaína que linfocitos en la sangre, y echó a andar la moto antes de que aparecieran los pacos.

La madre vio llegar a un muerto viviente; el Tiburón se desmayó sobre la cama y despertó enyesado como una momia. Pasó seis meses en reposo, sin mujeres, digitando las conquistas con un comando a distancia.

Aquí va el Tiburón, y con él viajan el pasado, las palabras, la energía que lo impulsa a Valparaíso un sábado en la tarde. Con él viaja la ansiedad, es decir el pasado, es decir un parásito que le muerde las entrañas. Pero su vida es un sistema, como la vida de todos, y un soldado no está para complicaciones, y dentro del sistema existen las pastillas, para todo. Para levantarse, para estar despierto, para dormirse; pastillas para que se le pare, pastillas para la ansiedad y para la depresión; pastillas para el hambre cuando empieza a subir de peso, pastillas para el mal aliento.

En el otro bus va el Freddy. Salió del mismo terminal quince minutos antes, hacia Viña, y ya pasó el túnel Lo Prado. No se encontró con el Tiburón en el andén, no se le ocurrió buscarlo entre los pasajeros. El Freddy viaja solo y digamos que con él también viajan el pasado, las palabras, todo lo que fue dicho y lo que alguna vez se calló, y así es siempre, y el pasado lo interpela como un juez y el tribunal no tiene vías de escape. Digamos que la primera pregunta del pasado, arriba del bus, podría ser ¿qué espera usted de Viña, de la mujer que conoció por Tinder, esa mujer a la que atribuye realidad a través de unas fotos, a través de los viajes, esa mujer que podría ser un hombre de cincuenta años con intenciones de robarle lo que no tiene y después matarlo?
Pregunta el pasado y el Freddy, a sus cuarenta y tantos años, se encuentra bastante familiarizado con las preguntas. Casi que se duerme apoyando la cabeza en el asiento, viendo correr el paisaje con el ronroneo del pasado en la cabeza. Es una especie de diálogo disparejo. Porque nuestros actos van por delante de nosotros, eso es un hecho, y al fondo de los susurros palpita la idea de la salvación, no ultraterrena sino completamente terrenal, de aquí, del Freddy de carne y hueso, y si hubiera que poner música de fondo a sus pensamientos se oiría la canción Un golpe de suerte, de Lucho Jara, espantoso tema, pero bueno, es el pasado del Freddy, en un bus hacia la Ciudad Jardín.

Una de las preguntas que podrían viajar hacia el Tiburón desde el inicio de los tiempos –preguntas que, como la luz estelar, son imágenes del pasado– es si desea la muerte de su madre. Digamos que el Tiburón es hijo único y a la muerte de su madre heredará la casa para él solo y eso será la salvación para sus años de vejez; así proyecta el futuro a la luz del pasado, entre sorbo y sorbo del Boris Yeltsin que el Soldado del Amor sacó de la mochila.

La moral en boga le dicta vivir el día (Carpe Diem es su estado de WhatsApp) sin pasado y sin futuro, vivirlo como si fuera el último. ¿Qué será la historia, entonces?, podría preguntarle el pasado arriba del bus. ¿Es la nada? ¿O un lastre? En el eterno presente el Tiburón está a punto de entrar al túnel Zapata y la mujer sentada en diagonal a él, dos asientos adelante, le recuerda su propio pasado. Durante varios años el Tiburón trabajó de sobrecargo aéreo. Azafato o azafleto, como quieras llamarlo, le gusta decir cuando habla del pasado. Pero a pesar del mundo que pudo conocer, a pesar del inglés que logró aprender, el Tiburón prefiere llamarse fotógrafo, antes que nada soy fotógrafo, y las imágenes se fijan en el encuadre de la ventana, y ahora que ya pasó el túnel se acercaría a la azafata si hubiera algún asiento disponible, pero no hay ninguno, carpe diem.

En sincronía con lo anterior, en este viaje el Freddy también representa el carpe diem, toda la diferencia podría estar entre vivir el día y vivir al día, sin un peso, tanteando de dónde saldrán las monedas para el día siguiente. Decimos que el Freddy también viaja en bus y lo hace al encuentro de una mujer que conoció por Tinder, y el pasado es su juez y su vida un tribunal. En este contexto, como diríamos si esto fuera un informe o una bitácora, es que se acuerda de la única vez que le pidió matrimonio a una mujer, en otro contexto.

La única vez que el Freddy pidió matrimonio estaba pensando en el pasado, pero sobre todo pensaba en el futuro. La pregunta se suspendió en el aire y avanzó por sus partículas a través de los días, pegada a los ojos de la mujer que la había recibido. La imagen de esa mujer era una foto, algo fijo y congelado, algo que nunca cambió y finalmente se hizo eterno. Pasaron los días y no hubo respuesta, y el silencio se volvió la respuesta más elocuente.

No es que el Freddy, entrando al valle de Casablanca –en algún tramo de la ruta 68 el bus del Tiburón lo sobrepasa–, ya no creyera en el matrimonio, es que su propio pasado seguía hablando y al pasado hay que oírlo porque se puede repetir, dicen. Dicen que al Freddy se le repetía el pasado, es decir que su vida era como una historia que volvía sobre sí misma en un eterno retorno. Si hacía un repaso de sus historias de pareja, tres o cuatro, las más importantes, siempre llegaba un punto de inflexión en que iba a decidirse el futuro y en ese momento las mujeres lo abandonaban, y el Freddy intuía que lo que estaba en juego a la hora de tomar una decisión por parte de ellas, cada cual a su manera y con sus razones, era su insolvencia económica, su incapacidad congénita para conseguir dinero. Mala cosa.

¿Será eso, señor Pasado, a la altura del lago Peñuelas que cada día está más seco? ¿O será otra cosa? Porque el pasado es luz y la luz hay que interpretarla. La luz no es un mensaje de por sí, ojo. Dios no es pura luz. El asunto es que pasando el retén o la comisaría frente a Curauma recibe un mensaje de Renata, la mujer que lo espera –¿no será Renato?–, una foto de ella en delantal de cocina metiendo una bandeja en el horno. Demórate un poco, la carne se prepara a fuego lento. Voy llegando, escribe el Freddy con algo de culpa por el apuro y la ansiedad, y de vuelta recibe unos emoticones que son puras caritas simpáticas, ninguna tirando besos, pero simpáticas, y el Freddy responde con lo mismo, vaya a saber uno lo que significa ese intercambio.

Y el Soldado del Amor, entretanto.
Por esa vía verde, la subida Santos-Ossa (de bajada en su caso), de curva en curva como abriendo entre los bosques las nalgas de una mujer –el Tiburón se sonríe de su propia ocurrencia– hasta dar con el plano de Valparaíso y con sus cerros y sus casas colgantes y todo el encanto donde cada cual pone lo que se le viene a la mente, es decir lo que proviene de la memoria. Pero bueno.

No es tan claro que desee la muerte de su madre o que la esté esperando, esa clase de ideas podría quedar más bien en suspenso, pero es cierto que a medida que se abre Valparaíso, digamos entregándose a sus pies, la idea de la libertad que recorre al Tiburón va de la mano con la certeza de que la casa será suya, más temprano que tarde, y que en los hechos ya lo es.

Entrando a pie por la avenida Pedro Montt –los taxis son un robo, las micros te llevan a cualquier parte– y preguntándose qué hacer, si partir adonde la gordita, darle su merecido temprano, después bajar sin ella al club, y si no pesca nada volver adonde la gordita (a todo esto es jueza de un tribunal de menores), y si pesca ya veremos… Decimos que en Pedro Montt, con la plaza de La Victoria por delante, el Tiburón siente que de hecho la casa es suya. Podría negociarla a su gusto, como el otro día con el cabro pituco, rubio pero ya quedándose pelado, porque a los cuicos se les cae el pelo a medida que ganan plata, y obviamente siempre ganan más plata que el resto, y el cabro cuico pensó que se lo echaba al bolsillo en un minuto, pero el Tiburón le dio una clase de lo que es negociar el valor de una propiedad, a especulador, especulador y medio, le dijo el Tiburón al Freddy, los tengo de una hueva, necesitan la casa para construir el edificio. El Soldado del Amor se compra un algodón de dulce en la plaza de La Victoria.

A ver. Muéstrame el punto de equilibrio de la existencia humana. Algo así le pedía en sueños uno de los tantos jueces del Freddy. Un juez sin cara ni cuerpo, un juez que podría ser el sueño mismo. Y el Freddy, por lo que se recuerda, trazaba una línea en una hoja en blanco y se quedaba pensando dónde marcar un punto. Sobre esos problemas le gustaría hacer videos, no sobre matrimonios. Nadie le ha explicado que los videos exigen una historia, narración, no ideas abstractas, a no ser que sean experimentales, pero ésa no es la onda del Freddy.

Increíblemente va pensando en eso, eso le está penando al momento de apretar el timbre en el departamento de Renata. Ella abre la puerta con el mismo delantal de la foto, sonríe, le da un beso en la mejilla y lo invita a pasar, y el Freddy se adelanta dos pasos y se encuentra con una pareja sentada en un sillón del living, bien compuesta, Renata se los presenta con nombre y apellido, y en un gesto de confianza propio de dos personas que se han conocido por Tinder lo aparta al pasillo y le pregunta si no le molesta, es porque se vienen conociendo, y el Freddy dice que sí, que no se preocupe, entiende su precaución.

Así es que una noche de primavera, en el siglo veintiuno, dos parejas están cenando en el octavo piso de un departamento en Viña del Mar, a tres cuadras de la avenida San Martín, cerca del casino. Decimos dos parejas, pero hay una que propiamente lo es, la otra ya veremos, pero todos se comportan como si, como si todo fuese inminente, cosa de horas. En el perfil de Tinder Renata había escrito treinta y siete años y la verdad es que parece más joven, se ve tonificada, energética, debe ir muy seguido al gimnasio, se dice el Freddy con la carne en la boca, y ahora que Renata está hablando de niños se acuerda de que ella es pediatra.

El asunto es que se habla y se habla, se sirven copas de vino, se sirven los postres –Renata se esmeró–, se sirven bajativos, y entretanto la otra mujer debe estar cruzando los dedos para que esta vez su amiga tenga suerte, como ella, que a lo mejor conoció a su hombre por Tinder y le pasó el dato, pero no, se nota que están juntos desde hace tiempo, antes del Tinder pero después del Facebook, y el hombre debe estar pensando en la suerte de este chascón, tremendo filetito se va a comer, y gratis. Pero nadie sabe lo que piensan los demás, nadie es capaz de leer el pensamiento.

Yo les digo a las mujeres lo que quieren oír, lo que ellas necesitan, yo soy un soldado del amor, yo las hago sentirse queridas, yo les relleno el vacío existencial, las gordas son las más agradecidas, nadie las quiere, siempre las rechazan, las ponen al final, pero tú les muestras que pueden ser objeto del amor, que alguien se interesa por ellas, y ellas te lo agradecen de corazón, de verdad, yo les chupo la concha, les meto la lengua en el hoyo, vuelvo a chuparles la concha, les arranco aullidos de placer, la gorda me ama, hueón, yo tomo pastillas para todo, ellas te lo sueltan todo, te prestan el hoyo, te la chupan hasta dejarte seco, es una locura ese club cerca del puerto, entras y te das cuenta, todos se miran, todos se buscan, todos quieren algo y hay que saber qué es, y cuando tú ya sabes, se lo puedes ofrecer, yo soy un soldado del amor.

Esta noche no, le dice Renata dentro de la cama, y al Freddy le parece esperable, no es que le parezca razonable y prudente, tampoco irracional e imprudente, pero sí esperable, parte del ritual. Están entre las sábanas en ropa interior, con varias copas en el cuerpo, la calefacción central los arrulla, Renata se vuelve hacia él, le sonríe, el pasado habla en el cuerpo del Freddy, en el de ella, habla la necesidad, se dicen palabras agradables, el dorso de una mano roza los calzoncillos del Freddy, ella dice “uy” como si no se lo esperase, y la misma mano, al parecer, se adhiere a su vientre y baja despacio y se introduce bajo el elástico del calzoncillos, ella se lo empuña y suavemente comienza a subir y bajar, esta noche no, le advierte, el Freddy asiente con los ojos cerrados, acepta que lo estrujen por esta noche y ella también se deja meter los dedos en la humedad viscosa de la entrepierna, cómo se moja esta mujer, se dice el Freddy.

Y al día siguiente, ¿qué debería ser lo esperable?
Preguntó el pasado en Viña del Mar.
El sol toca las cortinas, un rayo se filtra y pregunta, las cosas son indecidibles, los actos van por delante de uno. Habla el pasado y la necesidad. El Freddy está encima, el Freddy está debajo, el Freddy –ah, mierda…– empalma de costado este cuerpo de Renata, tonificado, tenso. ¿Qué espera un cuerpo?

El mediodía puede ser una hora prudente, pensando en retirarse. Tomaron desayuno, se ducharon juntos, tomaron café, conversaron de sus vidas con normalidad como si sus vidas fueran normales, o como si llevar la vida que llevaban fuera normal. Piensa el Freddy. ¿Será normal esperar la salvación terrena? Piensa. Desde Valparaíso podría responderle el Tiburón: es lo más normal del mundo. ¿Será normal mi carpe diem?, podría preguntarse el Freddy.

¿Será normal que ella insista en que se quede? Y cuando le dice “quédate”, ¿qué está pidiendo? ¿Y a qué hora sería normal retirarse? De buena manera, digamos. ¿Qué dice el pasado al respecto?
Por qué te vas tan luego.
Pasemos la tarde juntos.
Pensé que querías quedarte, pasar la tarde juntos…
¿Para qué te vas si mañana no trabajas?
Yo tampoco tengo pacientes.
¿Dijo ella, en el algún momento, “me quiero casar, quiero tener hijos”? ¿A qué hora fue que lo dijo? ¿La noche? ¿La mañana? ¿Fue mientras estaban tirando? El Freddy comienza a asfixiarse. El Freddy sale al balcón. El Freddy se dirige hacia la puerta.

¿Y en qué momento salió del edificio? ¿Qué fue lo que ella dijo? ¿En qué momento se fue todo a las pailas? ¿O ya venía estropeándose? ¿Pero desde cuándo? Todo, todo es indecidible. No trajo lentes y este sol, este sol es mucho más blanco, esta luz hiere los ojos y no hay cómo ajustarla, ¿o es el cansancio? ¿O no es cansancio sino agotamiento? ¿De qué podría estar tan agotado, si todo ha sido más o menos normal, más o menos esperable? ¿Y por qué ella estaba como desesperada? ¿Por qué hay tanta desesperación? Carpe diem. Tiene que pagar el arriendo –se acuerda en la avenida San Martín, caminando por la costanera hacia Valparaíso, sin intenciones de llegar muy lejos–. Si no paga, mañana mismo puede encontrar sus equipos afuera, y anda a meterlos en la buhardilla. Por la misma mierda. ¿Qué quiere el Tiburón? Por la mierda. ¿Qué querís ahora? Hueón, compadre –le está diciendo el Tiburón por el teléfono, bajando por la subida Ecuador, seguro que viene bajando por la subida–, compadre, hueón, ayúdame, hueón, ayúdame, se me quedaron las pastillas en Santiago, por favor, hueón, me quiero morir, ayúdame. Por la chucha. Cálmate. No puedo. No pude dormir, no pude, me culié toda la noche a la gordita, después me vino el bajón, con el sol. La miré cuando estaba durmiendo. La quería matar, hueón. Nunca había odiado tanto a alguien, nunca hueón. Nunca nadie me pareció tan despreciable, hueón. La gorda con su departamentito y su pega de mierda, y esa soledad de la puta madre, hueón. Si no me iba la mataba. Te prometo que la mataba, hueón. Cálmate. ¿Dónde estái, hueón? En Viña. Ven para acá, hueón. Ayúdame. Voy caminando. Tómate un taxi, hueón. No tengo plata. Yo te lo pago. Vos no tenís. Toma una micro, o cualquier hueá; por favor, ven para acá, hueón. ¡Ayúdame! ¿Y la gorda? Está durmiendo, hueón, la iba a matar, la quería matar. ¿Por qué chucha, hueón? Ayúdame, hueón, ayúdame, ayúdame, ayúdame. ¡Ayúdame, hueón! ¡A-YÚ-DA-ME!

*Publicado por Politika

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