Otra economía, otra política, otra izquierda

En cierto sentido, América Latina experimenta una suerte de primavera económica, con términos del intercambio favorables para las economías nacionales, que vuelven a re-colocarse en la división internacional del trabajo como productoras de materias primas con posibilidad de captar significativas cantidades de renta internacional.

De hecho, se da un proceso de industrialización interno a las actividades primarias, aplicando tecnologías basadas en innovaciones espectaculares, pero en general con expulsión o precarización del trabajo e irreversible destrucción de los ecosistemas. Es decir que la denominada nueva cuestión social no se resuelve por sí sola con estos cambios en la inserción económica. La captación de renta a nivel mundial no debe verse sino como un remanso dentro de la crisis epocal que enfrenta el mundo y particularmente esta región.

Esa crisis incluye, pero no se agota en ella, la de la institucionalidad del capitalismo y su capacidad de integración de las sociedades nacional y ahora global. Su estrategia de globalización con predominio absoluto del capital financiero, especulativo, expoliador y cortoplacista se muestra destructora de los lazos sociales, polarizadora a nivel internacional y militarizadora de las relaciones económicas. Avanzar en la resolución de esa crisis supone transformaciones fuertes, particularmente en lo relativo a la economía, pero no menos importante en lo que hace a la política.

Porque, ¿de dónde sino va a surgir la fuerza capaz de contrarrestar la fuerza del capital global y los Estados dedicados a impulsarlo siguiendo los dictados del Consenso de Washington? Pues el capitalismo, lejos de tener a la democracia como correlato político, la usa como fachada del principal sistema de dominación vigente hoy en el mundo. Como decía Polanyi, la economía que corresponde a una democracia es una economía socialista, sólo que aún estamos buscando el modo de definirla y las vías para construirla.

El programa neoliberal de expansión y profundización del mecanismo de mercado, dando al Estado la función de facilitar, si es que no de imponer, ese proceso de mercantilización de la vida, no ha cejado y sigue siendo hegemónico, al punto que los mismos procesos políticos de orientación popular que han marcado la última década no logran escapar al sentido común legitimador del sistema.

El crecimiento, la eficiencia y el productivismo en términos del valor de las mercancías producidas año a año con relación al trabajo invertido, sigue siendo un criterio central con que se autoevalúan esos procesos. Sin duda que se agrega el criterio de equidad o de mayor igualdad, pero esto no se aleja demasiado de la idea del derrame, no dejado ya al mercado sino impulsado por el Estado y sus políticas sociales focalizadas o, en algunos casos, con tendencia a generalizarse.

La justificación del primer criterio es que constituye la condición de posibilidad del segundo, evitando un recrudecimiento de las luchas internas por la redistribución no ya de los ingresos sino de las riquezas y los activos productivos. En cambio, la mayor captación de renta tiene como componente político principal la redefinición de las relaciones con el capital extranjero que venía monopolizando esas actividades. Si bien se amengua la presión a la baja del costo directo del trabajo, característica de la competitividad espuria (CEPAL), no se supera el modelo extractivista, desde la minería hasta las fuentes de fertilidad de la tierra.

Este segundo componente de la cuestión que enfrentan las sociedades en un mundo irreversiblemente global, no reducible a la denominada cuestión social (Mora), es el de la irracionalidad capitalista que amenaza con agravar las consecuencias de su desprecio por los límites a la acumulación pero también a la reproducción de la vida. Esto no está desligado del modo social de consumo, tanto en lo material como en lo simbólico, y constituye un componente crítico de la construcción de hegemonía en estos procesos, como mostró la experiencia de la Nicaragua Sandinista. En todo caso, está en discusión si esas estrategias suponen una reforma al estilo del desarrollismo nacional precedente al neoliberalismo, o un desafío mayor al sistema capitalista.

Las propuestas que se vienen sistematizando de Economía Social y Solidaria, tanto en el sentido de la Constitución del Ecuador (“el sistema económico es social y solidario”) como del sentido de prácticas de promoción o surgimiento, consolidación y desarrollo de formas no capitalistas de organización económica, dan al sistema que institucionaliza el proceso económico otro significado.

A diferencia de una economía que ubica al mercado como institución total, conducente a una sociedad de mercado, necesariamente injusta y frágil en su cohesión, se trata de definir combinaciones sinérgicas de una diversidad de principios de organización económica, relativos a la organización del trabajo, la relación entre trabajo y propiedad de medios de producción, la calidad del metabolismo socio-natural (intercambio restitutivo o extractivismo), el peso de la complementariedad/solidaridad/cooperación respecto al de competencia caótica, la distribución primaria (muy ligada a la propiedad colectiva o privada individual de los medios de producción y a los mecanismos de determinación de los precios relativos, especialmente de la fuerza de trabajo, la tierra, el dinero y ahora el conocimiento privatizado), la redistribución (progresiva o regresiva) a partir de autoridades centrales, los intercambios según reglas de reciprocidad (desde la minga(1) hasta los sistemas públicos de seguridad social) o de comercio (justo o no) y mercado (para el cual los criterios de justicia son una irracionalidad), de consumo (responsable o ilimitado), y finalmente de coordinación (combinaciones de planificación estatal, social, comunitaria y mercado).

Tal combinación no puede ser el resultado de cierta evolución natural sino de una construcción política de las sociedades (como lo fue la construcción de las actuales economías por el proyecto neoliberal iniciado en 1973 en Chile).

Considero que para las concepciones de economía alternativa que puede asumir una izquierda renovada, lo político y lo económico no pueden separarse, ni ya limitarse a ámbitos nacionales. En ese sentido es promisorio el desafío de construir la Unión de Naciones Suramericanas -UNASUR-, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América -ALBA- o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -CELAC-, impulsados desde esos procesos en confrontación con la estrategia de globalización capitalista y sus organizaciones políticas (Mora, Rauber).

En tanto la concepción sustantiva de economía pone como sentido de la institucionalización del proceso de producción, distribución, circulación y consumo el resolver la reproducción de la vida digna de todas y todos, al partir de una situación de extrema desigualdad, de pobreza y concentración de la riqueza inéditas, lo político se vuelve central. Es importante, por ejemplo, definir el papel de los sectores medios en estos procesos. Lo que tiene mucho que ver con las posibilidades de consumo que permita el proceso de transformación. Y que las mayorías puedan expresarse y ser la base de nuevos sujetos sociales y políticos que impulsen otra sociedad y otra economía requiere más y mejor democracia.

En la mayoría de los procesos con sentido popular antes mencionados se avanza de manera significativa en el cumplimiento de las normas de la democracia electoral, pero poco en el desarrollo de formas de democracia participativa, sosteniendo en cambio modelos presidencialistas que se pretende justificar por la necesidad de lograr unidad bajo una estrategia que define el poder político concentrado.

Todo esto está sujeto a variaciones no despreciables, pues no es lo mismo Argentina que Brasil, ni Uruguay que Bolivia o Ecuador, ni ninguno de ellos que Venezuela (Vargas-Arenas) o que Cuba en su actual proceso de transición (Rauber).

Si la economía debe proveer las bases materiales para cualquier transformación social y política progresista en este momento de transición epocal, es preciso preguntar cuál es la utopía realista de esa otra economía, base de otra sociedad y otro modo de institucionalizar lo político. Y en particular qué proyecto económico tiene o puede tener la izquierda. Esto nos lleva a re-preguntarnos qué es la izquierda en este momento y cuáles son sus desarrollos posibles.

Compartimos la idea de que la modernidad tuvo su propia izquierda, finalmente institucionalizada. Y que el socialismo del siglo XX propuso un modelo de otra economía, centralmente planificada, y/o fuertemente reguladora de la propiedad privada y de la libertad de mercado, pero que compartió con el capitalismo el mismo modelo de industrialización, de eficiencia, de extractivismo.

Que, por otro lado, no superó el economicismo en sentido limitado (bienestar=acceso creciente al consumo, racionalidad=oportunismo individualista, lazo social=intercambio competitivo) ni las formas de discriminación o el sistema patriarcal (Quiroga Díaz y López Correa) que hoy constituyen reivindicaciones particulares con pretensión de universalidad de diversos movimientos sociales.

El sentido declarado de la política de izquierda sigue siendo la igualdad, pero está claro que no puede avanzarse hacia ella sin transformar profundamente las estructuras económicas, sin mucha más y mejor democracia, sin atacar los sistemas de dominación, sin transformaciones culturales contra-hegemónicas. Varios de esos procesos se autodenominan revoluciones (Bolivia, Ecuador, Venezuela), pero aquella idea de una vanguardia revolucionaria que tome el poder centralizado para desde allí dirigir las transformaciones económicas que conducirán a otras relaciones sociales ya ha demostrado ser un camino no conducente.

Por otro lado, el desarrollismo enmarcado en una concepción crítica de la relación centro periferia puede ser reflotado y aggiornado (Rendón, Cordera) y en convivencia con él (¿aquel proyecto social-demócrata?) habrá que armar alianzas, pero el vector que abren los nuevos movimientos sociales traerá inevitablemente tensiones pues el mismo concepto de desarrollo está en cuestión (Rauber).

Tensiones que se manifiestan como conflictos entre los movimientos sociales que lideraron las transformaciones institucionales para orientar la sociedad hacia otro futuro, por un lado, y las tendencias al pragmatismo inmediatista de la izquierda gobernante por el otro. Tensiones y conflictos que no son caprichosos, pues reflejan contradicciones objetivas de estos procesos en este contexto mundial.

Sin embargo, es preciso superar el falso dilema mercado-Estado o pretender substituirlo por la igualmente falsa opción Estado-sociedad. La sociedad civil es parte del Estado en el sentido gramsciano de Estado ampliado, y lugar de confrontación hegemonía-contrahegemonía. Una de las fuerzas culturales más potentes del sistema capitalista es la de los valores mercantiles introyectados en todas las prácticas sociales, la privatización/mercantilización de la vida en todos sus aspectos (educación, salud, seguridad, artes, deportes, y todas las condiciones esenciales de la vida). Luchar contra esa fuerza no implica pretender abolir el mercado. Recuperar la soberanía monetaria reduciendo la capacidad de emisión de dinero-deuda por el sistema financiero privado es otra acción urgente. Para avanzar en la construcción de otro sistema económico, todas estas acciones requieren construir su legitimidad social y, para ello, mostrar la viabilidad y conveniencia de sus resultados en nombre del bien común. Nada de esto se da sin conflicto, incluso –si es que no principalmente- entre las diversas versiones de la izquierda.

Una vía para resolver estos conflictos paralizantes es enfrentar un desafío mayor: constituir el pueblo como convergencia de las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales plenamente reconocidos como sujetos políticos, y hacerlo buscando una articulación con un sistema político representativo que no se reduzca a la necesaria lucha electoral o a las tentaciones clientelistas. Esto, por ejemplo, pone a la izquierda gobernante límites estrictos a los modos de implementar los imprescindibles procesos de redistribución, restableciendo y superando el sistema de derechos sociales que el neoliberalismo destruyó tan eficazmente.

Y realzando que uno de esos derechos es el de acceder a medios de producción bajo formas asociativas, comunitarias, a cogestionar los públicos con el Estado, a participar real y no vicariamente en las decisiones económicas críticas en el mediano y largo plazo.

Otra economía requiere cambios institucionales en la normatividad jurídica (como las nuevas constituciones o la restitución del derecho a nacionalizar actividades y recursos críticos) pero también culturales, que hoy podrían ser ilustrados por la posible hegemonía de las propuestas del Buen Vivir o el Vivir Bien. Pero adoptar esta nueva filosofía (Elizalde) requiere concretarla, encontrar las mediaciones con el accionar concreto de gobierno y sociedad civil, y con la transformación de las prácticas económicas cotidianas de los actores económicos. Puede adelantarse que, al menos durante una larga transición, no se trata de soñar una economía del ocio, sino del trabajo emancipador, contrapuesta a la economía del capital.

Que debe admitir la diversidad (Mora) y no pretender imponer modelos únicos de organización económica (economía doméstica, familiar, comunitaria, cooperativista, pública, privada, gestión de los bienes comunes…), máxime admitiendo que lo económico es pluridimensional y no meramente crematístico. Y que estamos iniciando un proceso de exploración y aprendizaje y no implementando soluciones con pretensión de verdad universal.

(1) Minga: término andino para el trabajo colectivo comunitario
* Director Académico de la Maestría en Economía Social (MAES), ICO/UNGS, Argentina. Es coeditor de la entrega No. 482 de América Latina en Movimiento.

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