Partió Chavela / Si no hay tequila tenemos el buen ron

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Y sí: primero el Tequendama y la mesa donde Trotzky debe haber bebido su trago de exiliado; pero el aire era para turistas y un cuate ordenó partir. Me perdí por callejas sin numeración. Y de pronto «pos llegamos». Había mezcal del bueno. No recuerdo si escuché mucho después con una amada argentina las canciones que cantó…| LAGOS NILSSON.

 

Era el año de 1975, creo; y me sentía olvidado hasta de mí cuando conocí a Chavela Vargas. Fue en una cantina nada elegante, abierta al llamado de la madrugada en México DF —no en Plaza Garibaldi—; amenazaba la lluvia y no recuerdo el día ni la hora —ni con quienes andaba. Se pierden hitos.

 

México no era una ciudad, era un mundo extraño que supo sonreír a los que éramos extraños. Como otros antes llegados del sur —pero menos valiosos que aquellos— comprendí en México (el país, no la mera ciudad) dónde en definitiva nací y a qué lugar del planeta pertenecía. Curiosa y a veces terriblemente aprendí que la identidad no es un carné (que también eso me habían quitado).

 

Era muy tarde, quiero decir. Tenía frío. Mi hermana Gloria Éster estaba en manos de los salvadores de la cristiandad democrática del Cono Sur (que a su tiempo la mataron, y mataron a su guagua —aunque «no recuerden»), otro estaba de cumpleaños y habíamos resuelto ir a México a ver si «cazábamos» a Cuco Sánchez, que se presentaba en un lugar al que resolvimos no entrar. Así que partimos bajo un cielo nada transparente por el viaducto en un Rambler canadiense de dos puertas del 67.

 

Y sí: primero el Tequendaima y la mesa donde Trotzky debe haber bebido su trago de exiliado; pero el aire era para turistas y un cuate ordenó partir. Me perdí por callejas sin numeración. Y de pronto «pos llegamos». Había mezcal del bueno. El mezcal es algo así como el paradigma del ajenjo.

 

La guitarra mexicana suena como ninguna otra guitarra que exista en el mundo. Una voz ronca le daba sentido: «Yo no sé si tu ausencia me mate», cantaba. Conocía la canción, es de José Alfredo Jiménez. José Alfredo había muerto en diciembre de 1973. 1973 fue un año siniestro.

 

Cantaba Chavela Vargas. No era una función. Simplemente cantaba. Mil años después entendí a Almodóvar. Cantaba Chavela y todo fue otra cosa: la noche, claro; mi exilio, desde luego; mi país, mi pena, mi pasado y mi futuro; la vida en suma.

 

Chavela —como saben hasta los que ven farándula en la tele— murió el domingo; tenía 93 años y ya «no le entraba oxígeno». Murió en terapia intensiva o algo así, no tuvo una Macorina que le pusiera una mano allí.Los muertos siempre murieron solos. Pero después los acompañan.

 

Cantó probablemente todas canciones de José Alfredo Jiménez —que perduran largo después de acabado su despertar juntos— y eso es acompañarse y burlarse de aquello de «hasta que la muerte los separe». Oigo una de esas canciones mientras, malamente esbozo esta despedida.

 

Dicen que dijo alguna vez que tomó cuarenta y cinco mil litros de tequila, es mucho; nunca dijo a cuántos amó o cuántas la amaron; era un alma discreta. Bebía ron también —ella, que nació en una de las patrias del ron—, y bebía otras cosas. Beber para mantener en suspenso la aurora o para que no moleste la vida y poder dormir.

 

Mercedes (Sosa) pidió anticipadamente que los viajeros a México dejen una flor en la tumba de Chavela Vargas. No recuerdo si escuché mucho después con una amada argentina las canciones que cantó, ojalá haya sido porque los recuerdos al final de cuentas se comparten y caben en una emoción o no son (mis otrora amigos y conocidos cultos en Chile no dicen ya al final de cuentas, dicen al final del día; ellos son, esos conocidos o amigos, los que cambiaron a Chavela y otros por el culteranismo yanki; ignoran que la gracia de los días es que comienzan, no terminan, es uno el que a veces llega al final).

 

Se murió nomás Chavela. Hemos quedado un poco más terriblemente solos en un país donde no se puede sino entender que se debe luchar —que es la manera no estar nunca solos—. La derrota es traición de cobardes.

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