Piden captura de periodista colombiano William Parra: ¿Otro montaje judicial cantado?

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Juan Alberto Sánchez Marín*
La especie humana siempre ha sido dada a mostrar una cosa por otra, gato por liebre, negro por blanco (Michael Jackson), o viceversa o en reversa (los minstrel shows, con negros maquillados de negros para que se parecieran más al estereotipo de negros que tenían los blancos; o Al Jonson, “El cantor de Jazz”, un judío disfrazado de estadounidense y éste, peluca rizada y betún por todas partes, menos en los labios, haciéndose pasar por negro).

Ya desde los tiempos de Altamira, los ancestros en la cueva se engañaban a sí mismos con los bisontes pintados, mientras los de carne y hueso pastaban afuera y engordaban. Un sentido mágico, claro, que nunca se ha perdido del todo, por desgracia.

Al ser humano le ha gustado tapar, falsear, aparentar, llenarse de máscaras. Lo dijo bien Shakespeare con muletilla de Mercucio, cuando este va a partir con Romeo al baile de los Capuletos: “Dadme un antifaz para cubrir mi rostro. ¡Una mascara sobre otra máscara!”

Así es en todas partes y ha sido a toda hora. El problema se agrava cuando esa manía se institucionaliza, se hace algo sistemático y oficial. Como en la URSS de Stalin, en el Tercer Reich de Hitler, en la USA de la CIA y el Pentágono y la Casa Blanca y… Bueno, y en la Colombia de Álvaro Uribe, que sigue azotando al país con su inercia funesta y el lastre de sus piezas enquistadas aquí y acullá.

Ni siquiera ante la falta de guerrilleros para abatir, sino ante la cobardía manifiesta de algunos batallones desparramados por la geografía nacional y la voracidad de víctimas estimulada desde los altos mandos, hizo carrera en el ejército colombiano la atroz costumbre de asesinar campesinos y pobres sin dios y sin ley, que son los mismos, para disfrazarlos de guerrilleros y hacerlos pasar por tales.

Cuando la práctica dio sus frutos en ascensos, galones, medallas, demás fruslerías y dinero, la táctica evolucionó, y en la bestial exquisitez dio paso al embaucamiento de incautos, otros pobres, jóvenes, también campesinos, claro está, conseguidos sin mayores esfuerzos en los extensos cinturones de miseria de las ciudades, adonde llegan los desplazados de todas partes, aquellos cobijados por la guerra y descobijados por el Estado, que redondeando superan los 4 millones y dejan al país con el culo al aire, después de Sudán.

De ese modo, la “seguridad democrática” propugnada por el gobierno de Uribe siguió siendo utilitaria: Aumentaban las cuentas de guerrilleros muertos en combate, en tanto que disminuían las cifras de pobres en el país. En las primeras se añadían, digamos, más de dos mil, los mismos que en las segundas se sustraían. Una ecuación elemental y feliz, que los medios repicaron sin parar.

Pero, cómo no, si la mezcla de tales ardides siniestros dio tan halagüeñas resultas, pues la destreza hizo carrera y brincó de ente en ente, del ejército al DAS, de éste al Ministerio de Agricultura de “Uribito” (Agro Ingreso Seguro), de aquí al resto, y de los restos otra vez a la Casa de Nariño, de donde, quién lo duda, provenía el huevo originario.

Y los llamados “falsos positivos”, eufemismo que se propagó por los medios (es de suponer desde dónde) para llamar falsos a los asesinatos ciertos y positivos a los comportamientos más fatídicos propiciados por gobierno alguno, fueron entonces de todo caletre:

Telefónicos, como cuando el propio presidente, sabiéndose chuzado según orden de sí mismo, dijo para la audiencia en una conversación telefónica privada: O da la cara, o le parto la cara, marica.

Internáuticos, como cuando la Unidad Antiterrorismo de la Fiscalía, la misma que ahora persigue al periodista William Parra, solicitó la interceptación de 152 correos electrónicos, que correspondían en su mayor parte a opositores al régimen, académicos (Alejandro Gaviria, decano de Economía de la Universidad de los Andes), columnistas (Manuel Drezner, reconocido escritor), periodistas (William Para Jaimes), cineastas (Lisandro Duque Naranjo), funcionarios incómodos (Clara López Obregón, entonces secretaria de Gobierno de Bogotá y actual presidenta del Polo Democrático) y organizaciones de DD.HH (Iván Cepeda, el vocero del Movimiento Nacional de Víctimas y actual senador de la República). Y un ciego adepto al régimen, para disimular el asunto (Alfredo Rangel).

Grabados, como cuando el DAS, bajo órdenes superiores, infiltró la Corte Suprema de Justicia desde las bases: los choferes de los magistrados y las señoras de los tintos.

O computacionales, como cuando la Unidad Antiterrorista de la Fiscalía, la misma otra vez, dio la instrucción de revisar las bases de datos de las universidades Distrital, Pedagógica, Libre, Nacional y del Sena, en el curso de una investigación por supuestos nexos de estudiantes y profesores con la guerrilla, que, claro está, terminó en nada, porque nunca fue más que eso.

Es amplísimo el prontuario de los montajes efectuados en Colombia durante los últimos años. Y larga, muy larga, la tradición uribista de desviar la atención de donde el país tendría que ponerla. Una usanza a la que se le buscan pies, una treta manida a la que se le muda tanto el estilo, que se escabulle por entre los anales y los titulares de la historia reciente.

Que la Corte Suprema de Justicia nos pisa los talones y averigua y hace lo que tiene que hacer, pues armémosle expediente, cuadrémosle fisuras, que Giorgio Sale porque sale.

Que los referidos muchachos de Soacha asesinados no eran 2 o 3, como se dijo al principio, sino decenas, cientos, miles, y no eran sólo de Soacha, como también se dijo, sino de medio país o el país entero, pues parémosle el chorro a DMG ahí mismo, y de carambola le hacemos caso al banquero, don Luis Carlos Sarmiento Angulo, que tira el chorro más alto.

Y de una cosa puedo dar fe: ese, como todos los viajes que efectuó William para cubrir informaciones en aquella parte del mundo, que tampoco fueron más de dos o tres, nunca fueron premeditados. Por el contrario, para aquel viaje sin nombre el canal embarcó a William en el primer vuelo que pudo, con algo así como mil dólares en el bolsillo, sin viáticos, porque la guerra tenía una vertiginosidad que la burocracia no alcanzaba, y ya habría el modo de hacérselos llegar o de retribuírselos, con la ropa que logró enchuspar de un volión en el morral, una cámara Sony de combate, un trípode y una luz de medio lado, lo más portátiles que fuera posible.

William, por fuera, pareciera estar acostumbrándose a algo que ningún ser humano se acostumbra jamás: el exilio forzado. Forzado por las circunstancias adversas, el periodista ha ido y vuelto, en breves, pero repetidos alejamientos de su tierra.

Desde la época de la zona de distensión, durante el gobierno de Andrés Pastrana, como corresponsal del canal Caracol, el periodista fue amenazado por grupos paramilitares y debió exiliarse temporalmente. De vuelta a Colombia, en 2005, Parra es víctima de un atentado. Las autoridades manejaron la hipótesis del robo como móvil, aunque por aquellos días arreciaban los ataques y amenazas contra periodistas como Carlos Lozano, Hollman Morris y Daniel Coronell, considerados como opositores al gobierno de Uribe.

William Parra, por ejemplo, ha entrevistado líderes guerrilleros, ha denunciado la verdadera utilización que hace Estados Unidos de las bases militares en América Latina, ha extraído informaciones incómodas y divulgado datos azarosos. Algo imperdonable, en un país y un mundo unidireccionales, en el que el periodismo digno y merecedor de premios es el que se limita a hacer eco de los boletines suministrados por las oficinas de prensa gubernamentales.

Ya en 2007, el director de la Policía Nacional, general Oscar Naranjo, acusó a William de manipular la información, provocar confusión sobre el origen del reportaje "Voces de la selva", transmitido por Telesur , y de presionar a los familiares del capitán Guillermo Javier Solórzano, para que emitieran declaraciones. El periodista desmintió los hechos, y su versión la apoyó Noemí Julio, la propia madre del capitán, quien señaló que nunca fue presionada. El general guardó un silencio estratégico, pero la cuestión no debió hacerle gracia.

En el comunicado ahora divulgado por el periodista, se detalla una serie de irregularidades procesales, que incluyen el abrupto cambio en los procedimientos para evadir el vencimiento de los términos; el ocultamiento de las supuestas pruebas, por demás obtenidas de manera ilícita, bajo la excusa de la seguridad nacional; la falta de garantías mínimas y la violación de los derechos fundamentales.

William detenta la condición de refugiado político del gobierno de Venezuela, una condición que ahora es desconocida, pasada por alto.

El estado colombiano se ha negado a facilitarle el acceso al periodista a las pruebas en las que se basan los cargos en su contra. Luego de dos años solicitándolas, ni William ni su abogada, Sandra Gamboa, han visto las pruebas por parte alguna, ni directamente, ni de manera indirecta, como llegaron a proponer que se las mostraran, en el desespero por saber con base en qué se lo acusa. Como ha dicho la abogada, el comunicador colombiano se defiende »de lo que no conoce, de lo que no sabe, y en esas condiciones no existe una verdadera defensa».

"Los hechos indican que William Parra estaba concertado para delinquir con Raúl Reyes", dijo el fiscal Bejarano a la revista Semana, en entrevista telefónica. Y ese pretérito imperfecto deja otra duda más abierta: “Parra estaba concertado para delinquir”. Mejor dicho: ¿Delinquió? ¿Todo indicó que iba a delinquir? ¿El copretérito es un lapsus o William es culpable por intento de sospecha?

William, volviendo al comunicado, afirma que su situación “será llevada ante las instancias nacionales e internacionales correspondientes, teniendo en cuenta no sólo las violaciones ya sufridas en mis derechos fundamentales, sino además ahora frente a esta nueva vulneración que se presenta…”

Para lo que se avecina en el proceso, por el antecedente que el caso señala, porque el asunto no es algo aislado ni particular, para bien de la opinión libre e independiente y de una información que no tiene que estar al unísono para ser responsable, en vista de la imparcialidad que los organismos de investigación y las instituciones legislativas deben procurar aún en tiempos de conflicto como los actuales, William no puede estar solo.

De hecho, no lo está: Mensajes de solidaridad han abundado en las redes sociales, en medios, portales y blogs independientes, las voces de apoyo no dejan de escucharse. La Federación Latinoamericana de Periodistas, FELAP, denunció la persecución. La Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, incluso, ha hecho un llamado “a las autoridades judiciales para que garanticen el debido proceso y el derecho de defensa al periodista Parra Jaimes”.

Es lo que se pide, es lo que se necesita. Un apenas que es mucho; un ápice que es suficiente.

En un país en el que la siembra de campesinos muertos por parte de los encargados de velar por la seguridad misma se volvió sistemática, ¿cómo no cuestionar la proliferación de pruebas comodines, que lo mismo sirven para acá que para allá, y que salen porque sí, cuando cualquier truhán las demanda?

La extinta guerrilla abre las fauces y da muestras de que está vivita y coleando a pesar de los ocho implacables años de Uribe. El ministro de Defensa, Rodrigo Rivera, y los altos mandos militares, son llamados a explicar lo que está ocurriendo con el orden público y el aumento de la inseguridad. La popularidad de Juan Manuel Santos, según una encuesta reciente, a un mes de asumida la presidencia, ha bajado al 64%.

Que nadie vea ahora guerrilleros adonde no los hay, terroristas por cuenta de artimañas, bandoleros sacados del sombrero, procesados y capturados por la cuenta de evidenciar logros y ganar puntos.

Sólo la verdad, nada más que la verdad, ¿para qué más?

Aunque vayamos en contravía de esa naturaleza tan arraigada en el alma institucional colombiana, de enchufarle falsedades a cualquiera y equiparle calumnias a todo.

*Periodista y cineasta colombiano

 

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