Nada. Sólo la Tierra. La vida, o sea. Las cosas que fluyen. Un tiempo sin permiso—y que perdonen los astrónomos—, quizá un beso olvidado que persrigue a la inacabable memoria. O la encuentra en los barrios que quedan.
El setiembre encendido de luz y veintiuno
es un vaso hasta el borde de un vino gusto a ganas.
Disfruta una muchacha el pelo a contraviento
y el pródigo despliegue de su blusa floreada.
Es que el aire deshace casi como al descuido
el nudo abigarrado que tejiera el invierno.
Y el cielo de mi barrio, tan modesto y discreto,
hoy reluce en destellos de adornar el paisaje.
Tras acortar su falda por cortejar el día
mi vecina sonríe a un guiño cuando pasa.
Si el clima o un tal vez pudiera convencerla
de aflojar ya las riendas que luego es el olvido…
Así que en el festejo de soles derramados
aguardo que los duendes sensuales y sanguíneos
le indiquen nuestra arcaica sugestión al cruzarnos:
la erótica mirada de la especie desnuda.
Eduardo Pérsico.
(El picaflor vive en Juan Fernández, islas del Pacífico Sur).
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