Un topo de superficie
Alguien me recomendó El Agente Topo, alguien de mi gremio de escribas, a quien mucho aprecio y con el que compartimos, desde la remota juventud, el gusto por el cine. No sé la razón de postularlo al género documental… En esto de los llamados géneros de las artes, donde ya no se trata de los manidos femenino y masculino, sino de ciertas categorías de preceptiva estética, las confusiones abundan. De pronto, un creador literario arma un tinglado sucesivo de crónicas, las mezcla y adereza con mayor o menor fortuna, y surge un discurso al que los críticos llamarán “novela”.
A este agente senil se le bautiza “topo” y las peripecias de su encomienda se califican como “documental”, ahora que también hay documentalistas y cineastas, miembros de familia semejante, pero con rostros algo diferentes, de distinto largo o alcance, que esto de clasificar la división del trabajo y el desglose de oficios y especialidades resulta infinito.
El agente de marras no tiene nada de topo, porque durante todo el filme actúa en la superficie narrativa, y desde su reclutamiento por un ex detective que habla e instruye como un conspicuo CNI, percibimos la debilidad de la convención actor-espectador, que nos enseñara Shakespeare y cuya propedéutica quiso arrogarse Lope de Vega, en su Arte de hacer comedias, concebido, entre otras intenciones, para menoscabar el genio dramático de Cervantes.
Esta parodia detectivesca, cuyo propósito es recabar información sobre el trato que se prodiga -o inflige- a una anciana recluida en un asilo, esos que los eufemismos al uso llaman “casa de reposo”, “residencia de ancianos” o “suite crepuscular”, se desenvuelve sin mayores sorpresas, al punto que el trabajo subrepticio del informante o espía de puertas adentro se diluye en mensajes telefónicos y sosas misivas manuscritas.
Se ha comentado mucho sobre la cinta, más que sobre otras creaciones fílmicas nacionales que serían de mayor calidad y trascendencia, según apuntan sesudos críticos de cine y de espectáculos. Yo, no soy sino un simple, aunque constante, miembro de esa vieja feligresía de la butaca en penumbras, aun cuando haya caído en la tentación temprana (1958-1962) de escribir y publicar comentarios breves acerca de “La guerra ha terminado”, “El que debe morir”, “El 41”, “Kanal”, “El arpa birmana”, “Puerta de Lilas”. Pero me atrevo a decir algo sobre el “agente topo” y lo hago aquí, con renovada incontinencia.
Entre los tópicos apreciativos que ha exacerbado el filme está el de ser “testimonio del abandono y la indefensión en que viven nuestros mayores de la tercera y cuarta edades” (¿llegaremos a una quinta?), como si el propósito de la directora, Maite Alberdi, fuese poner en vitrina un drama social archiconocido, que sale cada tanto a la palestra, como el de los infantes del SENAME o el de los vagabundos (“gente en situación de calle, si me permite…”). La llamada conciencia nacional parece advertirlos siempre como espectáculo deprimente y nunca como problema que atañe y afecta a la sociedad en su conjunto.
Otros opinantes destacan el realismo (lacerante) del ambiente y de las situaciones exhibidas, insistiendo en el valor documental de la producción y su textura realista. Cierto, no puede haber nada más real que un asilo de ancianos, conocido y ubicado en un espacio suburbano del gran Santiago. A su concreta verosimilitud de circunstancias contribuye el agente, que no es un actor de oficio, pero que desenvuelve, de manera fluida y eficaz su papel, integrándose por completo al ambiente de la “casa de acogida”.
La autora cae en el propio garlito, al declarar, sin ambages, que: “Hasta el último día de rodaje nunca supe si tendría película. Pero cuando se las mostré se emocionaron mucho. Hoy sienten que es un retrato del lugar y de las personas que viven y de las que trabajan en él bastante fidedigno”. Y tan feliz está con su impensado acierto, y tanto cree en el “mensaje de caridad social”, que llega a decir: “Y a mí el lugar me parece muy bueno, lo recomiendo”.
El broche de oro, la publicidad asociada al emprendimiento eficiente.
Bueno, yo he experimentado impresiones y valores distintos en El agente topo, que no me inducen a felicitar a su directora, porque la siento desnortada, más que confundida, en la apreciación de su propia obra y en las significaciones estéticas y sociales que proyecta o puede proyectar, a medida que sea vista y analizada por el juicio del público y las consideraciones, no siempre atinadas, de los especialistas. Ella insiste en su apoliticismo, afirmación asaz sospechosa de conformidad social.
Suelen los creadores engendrar personajes que se les escapan de las manos en el proceso del devenir escénico. También es antiguo tópico, desde el Manco de Lepanto, pasando por Pirandello y Unamuno. Guardando las distancias temporales y estéticas, algo semejante le ha ocurrido, a mi modesto entender, a esta joven directora que no conozco, más allá de su nombre asociado al filme en cuestión y de la lectura de artículos que denuncian ciertos manejos tortuosos en su génesis, partiendo por el prontuario del ex detective que actúa como investigador.
La crítica, algo acerba, continúa, aludiendo al entrevistador cortesano, Cristián Warnken, a quien se le está otorgando hoy en día, por defecto o paradoja, la calidad de filtro estético de expresiones artísticas “políticamente correctas”, lo que me parece tanto una aberración como un crédito inmerecido a quien profesionalizó el oficio de la entrevista con fines de utilidad pragmática.
No entro en esta polémica, porque no me parece relevante para juzgar una obra de cine o de cualquier otra arte. La supuesta o efectiva solvencia moral de directores, productores y actores no debiera estar en cuestionamiento cuando se juzga, opina o comenta acerca de un producto estético. Podemos caer en descalificaciones -no es este el caso, claro- semejantes a las esgrimidas por ciertas feministas que lanzan denuestos e improperios contra Pablo Neruda, respecto a sus relaciones con su ex esposa holandesa y su pequeña hija hidrocefálica, llamándole “abusador, machista y padre irresponsable”. Como si eso nos inhibiera de disfrutar sus Residencias.
Opino que El Agente Topo no es un “largometraje documental”, sino un drama de ficción, más allá del objetivo de su autora y de la categorización de sus postulaciones internacionales. Funciona bien como una historia candorosa, en donde ancianas y ancianos muestran la decepcionada inocencia padecida en la decrepitud, donde los atisbos o chispazos de la esperanza se alumbran con frágiles destellos de un humor crepuscular.
Esto está bien logrado en la cinta, aunque la pulcra y compuesta directora no se lo haya propuesto, ni menos advertido, empeñada quizá en el resultado “testimonial”, más o menos burdo, que va a ser ensalzado por los corifeos bienintencionados, como producto de la bondad humana, catarsis autocomplaciente para que nada cambie.
Hay momentos en los que la belleza aparece en el filme, superando imágenes que pudieran resultar grotescas o patéticas. Esto se debe a los personajes, a esas mujeres que buscan aferrarse a un resquicio de coquetería postrera; a las que, extraviadas en las manecillas implacables de Cronos, esperan reencontrarse pronto con su compañero muerto o con su madre, incluso recurriendo a fantasiosos recados o llamadas telefónicas que carecen de interlocutor. Así también, la fotografía logra expresar el intimismo de la casa y su aparente recato.
En lo que acierta la directora es que Sergio, el notable protagonista, cambió el sentido original del filme, con la ayuda de las residentes, sin duda, y de toda esa vida palpitante que aún se agita en las despedidas cotidianas que van hilando, como el mantel a crochet de la anciana Penélope chilena, las manos contraídas que van a cerrarse, confundiéndose con el rictus del tiempo sobre la tierra.