Vecina extrañeza

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Como en un decepcionante retorno a los cuentos de hadas, una mañana de sol esplendoroso abro los postigos de madera y me encuentro con el patio de los vecinos. Y lo que observo no es ningún descubrimiento, pues se trata siempre de lo mismo: las tres grandes camionetas que ocupan un patio delantero devenido en estacionamiento. Una azul, la otra blanca y la tercera de un naranja cromado. En los recovecos le hacen lugar a una moto que parece un recién nacido al lado de esos mastodontes.

¿Qué tiene de extraordinaria esta visión? Nada. Absolutamente nada. Mis fuentes de inspiración se circunscriben a las dimensiones de una ventana con vista al patio de los vecinos y, por contraste, este ojo de cerradura por donde observo el mundo me mueve a pensar en los amplios panoramas de los autores del llamado boom latinoamericano o bien en esos intelectuales europeos que salían a las calles agitadas para reunirse con obreros y estudiantes en mítines populares, arengándolos megáfono en mano.Ventana

Del gran angular al zoom las perspectivas se modifican y no podría decir con qué grado de pérdida. Es una interrogante para la cual no tengo respuesta. Si intento rebelarme contra las dimensiones de mi destino el lenguaje me traiciona y las imágenes se tornan borrosas, desenfocadas.

Abro estos viejos postigos y enciendo mi farolito. En el reducido patio delantero las camionetas realizan extrañas maniobras para quien no esté familiarizado con sus movimientos. Pero ya he visto demasiado como para extrañarme y sé que se trata de optimizar el espacio de modo que los tres vehículos puedan caber ahí. Porque no es fácil, hay que decirlo. Una camioneta va hasta el fondo por el costado de la casa, la segunda se mete en diagonal por el frente y luego entra la última, detrás de la primera. Todas estas maniobras deben tener en cuenta el orden en que saldrán de la casa al día siguiente para no verse obligados a sacar por un rato las dos primeras a fin de que pueda salir la tercera, que debía ser la primera en partir. Son movimientos engorrosos, lo reconozco, pero estoy seguro de que los tienen muy estudiados y hasta pienso que han cronometrado el tiempo que tardan en culminar la maniobra completa pues los vecinos viven aterrados por la delincuencia, partiendo por la señora Rosa María.

Antes de explicar por qué esa señora vive muerta de miedo debo decir que a nadie le falta una camioneta en la casa vecina. Hay una para el matrimonio mayor, una para la segunda hija y otra para el matrimonio de la tercera. Me parece que la moto pertenece al novio de la hija del medio, que tal vez no se ha ganado todavía el derecho de poseer un vehículo de esa envergadura. No lo sé. A veces me digo que si el perro de los vecinos no hubiera muerto el año anterior también habría recibido su camioneta. Como la hija mayor, que al visitarlos con sus niños también baja de la suya, lo mismo que otros familiares y amistades, que cuando vienen a verlos causan la impresión de que al lado se celebra una convención de camionetas, que si no tienes una mejor ni se te ocurra asomarte por ahí.

En esos días la calle es un caos, los autos deben pasar por turnos, los conductores se insultan por culpa de las camionetas aunque estas jamás parecen ser las responsables de nada; a pesar de todo son como invisibles y en este punto es cuando vuelvo a pensar que podría estar inmerso en un cuento de hadas.

Joven Mujer Hermosa Conduciendo Una Camioneta Por Un Camino De árboles Concepto De Viaje, Vista Desde Adentro Foto de archivo - Imagen de servicio, seguro: 171370760Dentro de la casa cunde la alegría. La familia crece. El dinero se mantiene o más probablemente crece. A través de mi ventana la casa vecina da sus frutos y ellos se los comen y no quiero llamar a esto canibalismo ni endogamia; es otra forma de vivir que a unos pocos metros de distancia me produce una profunda extrañeza y perplejidad, siempre mezcladas con una sensación de amenaza de orden atmosférico, el miedo a que el volumen físico y auditivo de su alegría perturbe mi tranquilidad dispuesta a la defensiva. Como un Edipo ciego me imagino tocándoles el timbre para preguntarles: ¿dónde está la fiesta, que no puedo verla?

Sé que me he expresado con cierta oscuridad, así que para sosiego de todos voy a retomar esa idea del miedo de mi vecina, la señora Rosa María, que a pesar de las camionetas y su envergadura experimenta la inseguridad como su segunda piel. Pues aunque los vehículos puedan protegerlos en la eventualidad de un choque, aunque sean terceras personas quienes con mayor probabilidad resulten perjudicadas al impactar contra esas moles, el miedo da la vuelta a la manzana y se les mete por la puerta de atrás, digamos. Pues observo también que las complejas maniobras para estacionar las camionetas, que deben coordinar con la velocidad a la que se abre y se cierra el portón automático, les inducen momentos de adrenalina no muy agradables. Me recuerdan a las maniobras de los camiones blindados que transportan valores, a los movimientos de los escoltas de altos dignatarios de un país, que nada más observarlos ponen nerviosos a cualquiera.

No me caben dudas de que en el instante en que el portón eléctrico se cierra a sus espaldas la señora Rosa María exhala un suspiro de alivio. Hace un tiempo sufrió una parálisis facial. Esto puede sucederle a cualquiera, pero en su caso fue por los nervios. A ella se la comen los nervios (y perdón por repetir la palabra en el mismo párrafo, cuestión que no les sucede a los autores que no se inspiran a través de una ventana). Ella y sus nervios y las ondas expansivas de su nerviosidad. ¡Qué vamos a hacer, Dios mío! En el chat de los vecinos Rosa María distribuye su nerviosismo como si poseyera el monopolio de la electricidad. Ha insistido hasta el cansancio en que cada casa compre su propio “botón de pánico”, que es una especie de alarma independiente pero conectada con las demás como las neuronas de un gran cerebro vecinal: el cerebro del miedo, pienso yo.

Por qué una mujer en la ventana? | InicioAsí vive la señora Rosa María junto a su familia: entre maniobras para estacionar las camionetas, la velocidad de apertura y cierre del portón automático, su cruzada para adquirir botones de pánico y una alegría que cunde a puertas cerradas pero se rebalsa hacia mí en la forma de una amenaza atmosférica. En el estrecho panorama que me ofrece la ventana sueño con girar en ciento ochenta grados la perspectiva y saber lo que piensan de mí los vecinos. No debe ser nada muy especial, deben tomarme por un aliado estratégico en la lucha contra la delincuencia; su visión no es de rayos X y por lo tanto no alcanza a traspasar la coraza de circunspección con que me cubro para evitarme molestias innecesarias.

La órbita de ciento ochenta grados muy pronto retoma su curso hasta completar la circunferencia perfecta y aquí estoy de nuevo ante su ventana, con los ojos sangrantes de un Edipo (no sé por qué recurro a esa imagen de un mito tan antiguo y ajeno) que no desea su alegría de puertas adentro, no desea sus camionetas mastodónticas y no vive muerto de miedo a pesar de que comparte el mismo mundo. Solo me asiste la idea trágica de que a estos tiempos no les queda mucho más, que este curso de los acontecimientos no tiene salida, y que a veces sería tan simple como tocarles el timbre y decirles “no”. No a los vecinos.

Ahora voy a cerrar los postigos.

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