Aprendemos de las lecciones de la vida que de poco nos puede servir una democracia política, por más equilibrada que parezca presentarse en sus estructuras internas y en su funcionamiento institucional, si no está constituida de raíz por una efectiva y concreta democracia económica y por una no menos concreta y efectiva democracia cultural.
Decirlo en los días de hoy parecerá un exhausto lugar común de ciertas inquietudes ideológicas del pasado, pero sería cerrar los ojos a la simple verdad histórica no reconocer que esa trinidad democrática – política, económica, cultural -, cada una complementaria y potenciadora de las otras, representó, en el tiempo de su esplendor como idea de futuro, una de las más apasionantes banderas cívicas que alguna vez, en la historia reciente, fueron capaces de despertar consciencias, movilizar voluntades, conmover corazones.
Hoy, despreciadas y tiradas a la basura de las fórmulas que el uso cansó y desnaturalizó, la idea de democracia económica dio lugar a un mercado obscenamente triunfante, que al final se dio de bruces con una gravísima crisis en su vertiente financiera, mientras que la idea de democracia cultural fue substituida por una alienante masificación industrial de las culturas.
No progresamos, retrocedemos. Y cada vez se irá haciendo más absurdo hablar de democracia si nos empeñamos en el equívoco de identificarla únicamente con las expresiones cuantitativas y mecánicas que se llaman partidos, parlamentos y gobiernos, sin atender a su contenido real y a la utilización distorsionada y abusiva que en la mayoría de los casos se hace del voto que los justifica y los sitúa en el lugar que ocupan.
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