Votar, no votar, simplemente botar

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Lagos Nilsson.

Botar es en chileno básico arrojar a la calle, a la basura, lejos –donde no moleste– algo o alguien; no es hacer que de bote o lanzar al agua. Las mujeres, así, botan a sus amantes. Votar, en cambio, es hacer la fila para sufragar y elegir a alguien para un cargo. Son dos actos que expresan soberanía; el primero, en forma activa: ésto a aquello me cansó y lo boto, el segundo de manera más compleja: éste o aquel me convenció, lo voto.

Toda verdad es relativa, salvo aquellas que expone la fe religiosa: dios es absoluto; creencia que, por lo demás, suele ocultar más de algún propósito. Si todo fuera tan simple, las verdades de la fe no serían reveladas, fueran develadas, es decir: se les quitaría el velo, no se cubrirían con nuevas veladuras para ocultar, como aseguraban algunos goliardos hace tiempo y allá muy lejos, las razones de las panzas sacerdotales y no dejar ver la flacura de las ovejas a su cuidado.

Y porque las cosas –y los hechos–  admiten miradas diversas e interpretaciones distintas, algunos se desgañitan sobre cumplir con la obligación de votar mientras otros no menos se desgarran acerca de ejercer el derecho a hacerlo. La ciudadania, en tanto, y en especial los de edad media y jóvenes, abandona el foro y no se inscribe para sufragar. Quizá porque sufragio rima con naufragio. Se lwe en muros: Si votar sirviera para algo hace tiempo lo hubieran prohibido.

Sobre los procesos electorales prima una falacia de espanto y brinco: que acudir a las urnas es un acto de poder ciudadano. Y más: que es la constatación del sentido igualitario de la sociedad. Entendamos, cuando surge y se estructura el concepto de ciudadanía el voto era el final de un a veces largo proceso de discusiones e intercambios de ideas. Cuando se agotaba la discusión, en el ágora, los ciudadanos –todos varones y propietarios de algo– votaban las diferentes propuestas. El resto miraba. Otro tiempo, otras costumbres.

O sea, de cualquier modo, el voto como expresión de un criterio político personal expresado y confrontado. No suena mal.

Las luchas de los excluidos hasta su –relativa– inclusión entre los ciudadanos, empero, hicieron con el paso de siglos y generaciones que fuera imposible la discusión entre aquellos. Así que aparecieron los partidos. Estos grupos de ciudadanos organizados representaban ya no los intereses personales de los votantes, sino de sectores sociales: el partido de los artesanos, por ejemplo, el de los campesinos, alguna vez el de los soldados, de los comerciantes, etc… (La olvidada palabra revolución nace mucho después, dicho sea entre paréntesis).

El tiempo –Cronos lo ejemplifica bien– devora todo, hasta a sus hijos. Hoy, lejanas las primeras definiciones de la palabra política, los partidos no representan a nadie; y aquellos dedicados o involucrados profesionalmente en los asuntos políticos, en consecuencia, tampoco. O sí, pero de otra laya. Veamos.

Grosso modo, ciudadano es el nativo de una ciudad, luego aquel que la habita y tiene el goce de los derechos políticos inherentes a su gobierno. Ciudadanía y política son conceptos inescindibles. El desenvolvimiento de las sociedades dejó atrás la concepción de derechos polìticos de una ciudad como excluyentes de los derechos políticos de otras ciudades. Por la constitución de ligas, federaciones, confederaciones, por conveniencia o conquista las ciudades-Estado desaparecieron; nacen los países, las repúblicas y los reinos, los imperios. De la veja ciudad dueña de su destino queda, en nuestros días, un pálido remanente: el gobierno municipal.

El desarrollo de las tecnologías de comunicación y transporte en el marco de un modo de producciòn y distrtibución determinado viene desde hace vario siglos borrando las diferencias entre un país y otro. El siglo XX cierra con la lumbre de un nuevo concepto social, político y económico: la globalización –que es, en rigor, el efecto sobre la cultura y hábitos de la mundialización de los procesos productivos–, que exige el libre tránsito de los dineros y mercancías que lo representan (ahí los TLC y financieras) y divida a la persona humana entre legales e ilegales.

El gobierno de tal o cual país representa en este mundo-mundializado lo mismo que el gobierno de un municipio en los países que fueron soberanos: nada. En el fondo: procurar que a vida edilicia de la ciudad se ajuste a las necesidades del gobierno nacional. Es que los ciudadanos de hoy no lo son de tal o cual nacionalidad, son ciudadanos del imperio o simples ilotas con sus vidas cercenadas. La capitus diminutio ha sido rápida y brutal.

Lo malo –anota el ensayista italiano Giulietto Chiesa– es que no sabemos quiénes son los que poseen derechos políticos en el imperio. No sabemos quiénes son ni dónde viven, no conocemos sus rostros ni la extensión de sus poderes. La otrora orgullosa condición de ciudadano camina en compactas filas rumbo a la moledora de carne de The Wall, ¿recuerda la secuencia del filme?

Sólo que –física primaria– toda acción pone en movimiento una fuerza contraria; en este caso a la mundialiación globalizadora se opone el resurgimiento de los valores regional-nacionales, que operan básicamente en el terreno cultural (conservar lo propio ante el neón de los McDonalds, por ejemplo), y comienzan a hacer sentir su potencial económico a nivel planetario.

El recientemente reelecto presidente de Bolivia Evo Morales refleja una reacción regional-nacional promisoria; el primer mandatario mexicano lo contrario. Son ejemplos. Chile elegirá en pocos días un nuevo presidente. ¿Analizarán los ciudadanos chilenos el tejido –o el mosaico– en que mueven los candidatos antes de elegir a uno de entre ellos?

Probablemente no.

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