Bases para un pacto político «a la argentina»

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Juan Gabriel Labaké

El texto se ha tomado de un ensayo del autor, capítulo La vida después de las elecciones. Quizá los lectores lo estimen digno de análisis y discusión.
El bipartidismo argentino seguramente se dará, si se da, en base a dos grandes frentes electorales, sin que ello signifique necesariamente la desaparición de los partidos y corrientes menores, pues la pluralidad política y aún ideológica es connatural a nuestra realidad nacional.

Al respecto, los dos grupos progresistas que aparecieron con más fuerza el 28 de junio, el ARI, de Elisa Carrió, y Proyecto Sur y sus socios, de Pino Solana, que podrían engrosar y enriquecer a los dos frentes que aparecen con mayores posibilidades para 2011: el ARI al frente radical, y Proyecto Sur y sus aliados al frente peronista. Pero hay otros grupos a tener en cuenta, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro.

En ese contexto, el bipartidismo demandará un esfuerzo grupal importante en las dos orillas de este río para aunar criterios y voluntades, orientarlas hacia un proyecto nacional básico común a ambos frentes electorales, y comenzar la tarea de dar estabilidad política a nuestro país.

Nunca será redundante insistir en que la estabilidad política requiere, además de un común acervo ideológico, un acuerdo explícito sobre las bases fundamentales que cimentarán la Argentina de los próximos años.

Como una contribución a  esa temática fundamental para el futuro nacional, describo a continuación lo que, a mi entender, son los puntos fundamentales que debe resolver la Argentina si desea encontrar el rumbo perdido y emprender nuevamente un camino de grandeza.

Propuestas para una estrategia nacional que recupere la grandeza

En este punto trataré sólo las propuestas de largo plazo o estratégicas, pues las medidas de coyuntura están siendo ya suficientemente debatidas en la actualidad.

1.- Unidad y acuerdo nacional.

En primerísimo lugar, la Argentina necesita recobrar la paz y la unidad de su pueblo. Debe cesar de inmediato la política deliberada de agraviar, descalificar y hasta humillar desde el máximo poder político de la Nación.

A su vez, el gobierno debería convocar a un diálogo abierto y general a todos los sectores de la actividad política, social, cultural, espiritual, económica, etc., para considerar un  verdadero y refundacional pacto o acuerdo nacional, sobre los grandes temas que hacen al futuro del país, los objetivos deseables y posibles de lograr en el corto, mediano y largo plazo, y la estrategia para alcanzarlos.

Para ello, considero muy útil partir de las líneas maestras trazadas por el ex presidente Perón en su discurso del 1° de mayo de 1.974 ante la Asamblea Legislativa que, a mi entender, constituyen realmente un modelo argentino, no partidario sino nacional.

De ese diálogo amplio deben surgir los parámetros fundamentales para la sanción de una nueva Constitución Nacional, que ponga fin al tembladeral jurídico que vive la Argentina desde que, en 1956, un gobierno ?de facto? derogó por un verdadero bando militar la Constitución de 1949. Desde entonces, nuestro ordenamiento jurídico es sólo  un castillo construido en la arena, ya que todo descansa sobre un acto ilegal e ilegítimo.

2.- Lucha a fondo contra la corrupción, la irresponsabilidad y el desprecio a la ley. Reforma política.

En la Argentina han fracasado todos los intentos realizados en las últimas décadas para frenar la corrupción y el desprecio por la Constitución y las leyes, porque los principales culpables de esas dos lacras que nos paralizan están enquistados en el propio gobierno. Es el caso del zorro cuidando el gallinero.

En este punto es real y válida aquella desgraciada frase con  que los neoliberales justificaron la privatización de todas las empresas públicas que sus corifeos ambicionaban  poseer, y el abandono del Estado de sus irrenunciables funciones en el terreno económico, para dejarles el campo orégano a ellos. Se burlaban diciendo: El Estado no es la solución, porque el Estado es el problema. Pero, insisto, en materia de corrupción y desprecio por la ley en nuestro país, el latiguillo es aplicable: el Estado, y menos en soledad, no puede solucionar esos dos flagelos, porque los culpables ejercen funciones públicas de las más elevadas, sino la primera de ellas.

Ante ese verdadero círculo vicioso, no veo otra solución que bregar para que por ley se cree un organismo de control sobre la moralidad de los candidatos, en donde el Estado quede en minoría, y las asociaciones particulares de bien público (nuestras conocidas organizaciones libres del pueblo) tengan la mayoría decisiva. Ese organismo examinaría los antecedentes legales y morales de los candidatos a cargos electivos nacionales y de los funcionarios nacionales hasta la categoría de subsecretario y, eventualmente, de director general (caso DGI, Aduana, auditorías y organismos de control, etc.). Su dictamen fundamentado debería ser vinculante para poder ejercer todos los cargos públicos jerárquicos, electivos o no, y apelable ante los Tribunales de Justicia.

Dicho organismo, además, debería poseer facultades para denunciar y querellar a quienes vulneren las leyes, cometan actos de corrupción  y hagan publicidad sucia o desleal durante las campañas electorales.

A este punto es indispensable relacionarlo con lo dicho en el ítem anterior respecto de la imperiosa necesidad de legitimar la base constitucional de todo nuestro ordenamiento jurídico, ya que es contradictorio exigir respeto a la Constitución y las  leyes, cuando éstas están asentadas sobre cimientos ilegítimos  e ilegales.

Respecto de la reforma política, no creo necesario ni prudente cambiar el sistema presidencialista por otro parlamentario. El presidencialismo responde a nuestra tradición cultural y a nuestra idiosincrasia. El parlamentarismo, en las condiciones actuales, puede dar origen a una inestabilidad política crónica y a discusiones eternas sin  sentido ni resultado positivo alguno, que paralicen la acción de gobierno.

Sí, en cambio, estimo indispensable reformar el sistema de elección de los legisladores, para terminar con las llamadas listas sábana que obligan a votar a ciegas a la inmensa mayoría de los candidatos, y permiten y estimulan la concentración incontrastable de poder en las manos de cada caudillo municipal, provincial y, sobre todo, en quien tiene el manejo del presupuestario nacional.

Considero que lo ideal, y la experiencia mundial parece avalarlo, es el sistema de elección parlamentaria uninominal por circunscripción: cada zona, barrio o pueblo con  determinada cantidad de habitantes elige ?su? diputado. De esa forma, cada ciudadano sabe por quién vota y puede controlar la conducta de su representante y formularle peticiones directas. Además, un Parlamento cuyos integrantes no deban  su cargo al dedo del mandamás de turno podrá ejercer debidamente sus funciones de control sobre el Poder Ejecutivo.

Si ello se complementa con la facultad otorgada a los partidos chicos de sumar sus votos a favor de uno de sus candidatos, queda eliminado el peligro de la hegemonía absoluta de los partidos grandes.

Esas reformas deberían ir acompañadas de leyes muy precisas sobre el financiamiento de los partidos políticos (con auditoría obligatoria del organismo mixto de control de moralidad que cité más arriba) y la obligación de los medios de comunicación (todos: radios, TV y diarios, estatales y privados) de facilitar espacios gratuitos a los candidatos, en suficiente cantidad como para que su éxito no dependa de una costosa y antidemocrática publicidad comercial.

Una buena parte de las distorsiones de nuestro sistema político y de la ?desnacionalización? cultural e ideológica de nuestros dirigentes tiene origen en el extranjero, pues los gobiernos de los países dominantes (el más fuerte de ellos, en especial) financian en forma no muy disimulada a grupos dedicados a torcer el rumbo de la política de los países menos poderosos.

En esos casos, soborno no es una palabra muy fuera de lugar. No es el caso de dar nombres, aunque podríamos hacerlo ya que esta lacra se ha enseñoreado de la escena política nacional y, dicho sea sin demasiada exageración, la domina en grado peligroso en la actualidad. Por ello, se torna indispensable crear un registro donde deberían inscribirse todos los partidos políticos, fundaciones, centros de estudios y similares que reciban algún tipo de financiamiento, ayuda, beca, etc., desde instituciones estatales, mixtas o privadas del extranjero.

En el mismo registro deberían inscribirse quienes pertenezcan  a instituciones estatales, mixtos o privados extranjeras cuya finalidad directa o indirecta sea influir en las decisiones políticas de nuestro país, o que puedan hacerlo dada sus características y poderío.

Párrafo aparte merece el delicado tema de la libertad de prensa, el dominio monopólico u oligopólico que ejercen grandes grupos económicos (nacionales y extranjeros) sobre los principales medios de comunicación masiva, y los excesos que se cometen a diario e impunemente. En principio me inclino por la propiedad privada de todos los medios de comunicación masiva, salvo una radio y un canal oficiales.

Pero para todos los casos –medios estatales y privados, sean radiales, televisivos o escritos– me parece indispensable crear un organismo mixto ?estatal/privado- que controle a los medios, a todos, en cuanto a imparcialidad (especialmente a los oficiales), origen de sus fondos, resguardo de la moral y la ética, veracidad de sus informaciones, etc. Este organismo debería tener mayoría de integrantes del sector privado, a designar por las confesiones religiosas más numerosas y con arraigo nacional, sociedades intermedias u organizaciones libres del pueblo de reconocida trayectoria ética, universidades, academias, etc. Sus facultades deberían alcanzar para exigir a los medios el derecho de réplica y aplicar sanciones a los transgresores, que serían apelables judicialmente.

* Abogado, dirigente político.

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