Criminalización: el paso de «niño» a «menor»

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En estos días, mientras tomamos conocimiento de la matanza ocurrida en la cárcel de Coronda, recibimos con ella indirectamente la noticia de la muerte entre quienes fueron sus víctimas de dos jóvenes que se encontraban aún bajo el sistema de intervención tutelar de los jueces de menores de Rosario –si bien su presencia en el penal obedecía a que cumplían condenas impuestas por un Juez de Sentencia–.

Pensando en ellos –y en otros muchos que en igual condición pueden correr igual suerte– escribimos estas reflexiones intentando aportar al necesario debate sobre las causas que generan estos resultados y los caminos imperiosos a recorrer para su ineludible superación.

La democracia formal que sirve de expresión política y jurídica para el Estado de la burguesía, es además la forma ideológica en que se sostiene el modo de producción capitalista para su reproducción. La prevalencia del capital, hace que la economía del país, con alto nivel de endeudamiento, y transferencia neta de recursos hacia los sectores más concentrados del capital financiero, genere como uno de sus necesarios correlatos la reducción de las posibilidades del Estado para atender las necesidades sociales de los sectores más desprotegidos, entre los que debe ubicarse a los niños para quienes el deterioro material y espiritual de la calidad de vida es doblemente dañoso ya que los afecta no sólo como integrantes de la comunidad hoy y aquí, sino que se les presenta como importante obstáculo para sus expectativas futuras.

Un niño -vale recordarlo- es un sujeto que se construye como persona en interpenetración con el medio, y en ineludible y obligatoria dependencia hacia los otros. Por eso, una de las más generalizadas inequidades a las que se los expone en sociedades como la nuestra, es la manifiesta imposibilidad de los padres para proveer a sus demandas esenciales en orden a su subsistencia, salud e instrucción.

Es esa situación de crisis, pobreza y falta de perspectivas de cambio, la que asume en lo inmediato un efecto devastador en la existencia de aquellos que integran amplios sectores de población sumergidos en el desempleo y la pobreza con su inevitable secuela de marginalidad, que los condiciona a desarrollarse soportando todo tipo de carencias y sufrimientos.

Es previsible entonces que en alto porcentaje, la reacción a este estado de cosas asuma un marcado componente de violencia. Una situación tan extrema debe conducir necesariamente a valorar la propia condición de vida como una injusticia esencial, contra la cual es válido oponer cualquier otra clase de injusticia. La marginación, la fuga psíquica por la droga o el alcohol y el delito como práctica habitual, se insertan por ésta vía en la raíz misma de su comportamiento. A nadie puede entonces extrañar que el panorama visible sea, niños mendigando, rapiñas y hurtos de carácter epidémicos e incremento de violencia.

Frente a éste fenómeno se detectan en la esfera estatal problemas significativos. Carencia de plazas suficientes en los establecimientos de contención para aquellos categorizados como “peligrosos”, con deficientes condiciones habitacionales, hacinamiento, promiscuidad y total ausencia de tratamiento adecuado para problemas tales como drogadependencia y SIDA.

Pero de ese sector genérico “niños” existen aquellos a quienes por imperio de la legislación vigente se los vincula con una presunta conducta delictiva. A partir de esta constatación jurídico-penal aquel “niño“ abandona la condición de tal para ser estigmatizado en una subespecie bajo la categoría “menor”.

El punto de partida es entonces un niño inadaptado al que hay que “rehabilitar”, desconociendo que el mismo, en la gran mayoría de los casos, no es otro que aquel emergente de una clase social carente de la posibilidad de satisfacer las necesidades mínimas elementales como para reproducir su existencia y vincularse con relaciones de producción de la que ha sido expulsado junto a su entorno familiar .

Debe afrontar con su propio cuerpo y alma, un formalismo judicial e institucional que le resulta ajeno. Deberá vérselas con un magistrado a quien la clase dominante le da la potestad de actuar la función del patronato, otorgándole amplias facultades para “disponer” del ex niño, hoy menor, en miras a su “corrección y resguardo”.

El control social, por vía del “correccionalismo”, concede entonces enormes facultades al Juez, al que se lo rodea de un orden legal caracterizado por la publicidad relativa de sus actos, ya que sus actuaciones transcurren “con discreción” y al margen de la opinión pública para no perjudicar la “rehabilitación social del menor”.

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Esa potestad opera por la vigencia de una legislación originada en el conjunto de leyes represivas que montó la dictadura genocida que asoló nuestra existencia y se cobro miles de vidas en el período 1976 1983, por lo que su aplicación ni siquiera responde a la existencia de un ficcional mandato popular que expresado por los legisladores representantes de los ciudadanos votantes hubiera ordenado operar en tal sentido como trasmisores de la voluntad expresa de la población, evidenciando el continuismo institucional de ambos modelos políticos –dictadura y democracia parlamentaria– como variantes del sistema de dominación capitalista.

Este decadente orden de cosas, es reflejo de un sistema que hace eje en la seguridad individual como valor fundamental, y por ende pasible de ser establecido a cualquier costo. Hay una suerte de convención social institucionalizada según la cual la niñez “desviada” debe ser apartada, guardada, separada y segregada de la vida social , trasladándola a un espacio oscuro, no visible para proteger de este modo al resto del cuerpo social.

Desde el discurso ideológico de base positivista que inspira la mentada legislación, se nos dice que el Estado, por vía de la institucionalización y privación de libertad de los jóvenes considerados en situación de abandono y a los que se les asigna alguna vinculación con hechos delictivos, “propende a su resocialización, y desarrollo integral como personas. pudiendo disponer del sujeto a través de su alojamiento en establecimientos especiales”.

Sin embargo, visto en el terreno objetivo de los hechos es notorio el divorcio entre discurso y práctica del ejercicio de tal potestad tutelar, ya que resulta cotidiano advertir la aberrante situación en la que se desarrolla esa pretendida guarda y custodia, con referencias de torturas, apremios ilegales, hacinamiento, falta de actividades terapéuticas, carencia o escasa actividad de aprendizaje de contenidos conceptuales y deficiente o nula labor educativa.

Los crecientes reclamos por condiciones dignas de alojamiento puesta de manifiesto por los propios niños institucionalizados en las mazmorras del Estado y por los organismos de derechos humanos, no hacen otra cosa que mostrar otra faceta de la inviabilidad de los establecimientos de corrección y su degeneración en los actuales depósitos policiales de niños. Refleja además, que este modelo de control social involuciona hacia su total decadencia: léase falta de efectividad en las tareas que le son asignadas desde el esquema de poder dominante (evidenciada en la queja respecto a que los menores entran por una puerta y salen por la otra), de forma tal que degenera en el sustento para una fuerte tendencia hasta la represión física, lisa y llana; sea esta institucionalizada a través de los simulacros de enfrentamiento con fuerzas policiales o bien, de facto, a través de los “escuadrones de la muerte” como ya se los conoce en Brasil, México, Colombia o en la mismísima provincia de Buenos Aires.

En otras palabras estamos en presencia de un modo de intervención superestructural e ideológico desenvuelto desde el aparato del Estado, y organizaciones intermedias conexas, que materialmente logra consolidar y reproducir la marginalidad. Un discurso y una práctica por el que se logra hacer de cada chico-adolescente institucionalizado el engranaje perfecto que garantizará la operatoria del propio sistema coercitivo –y cuyo monopolio detenta– en las diversas etapas de la vida de cada uno de ellos. Hoy un instituto de menores, mañana por obra y gracia de dicha intervención, pasaran a engrosar ese no fortuito ni azaroso 85 por ciento de la población carcelaria adulta que tuvo oportunidad de pasar por institutos en los cuales el Estado brinda su tan contradictoria tutela.

Es de la naturaleza de toda crisis el agotamiento de lo viejo y la falta de cristalización de lo nuevo. Plantear su superación por la vía de un salto cualitativo, no parece una tarea simple, ya que ella impone el imperativo categórico de la transformación revolucionaria de este orden de cosas y se liga a la necesaria extinción del tipo de dominación política que padecemos. Sin embargo, de algo estamos seguros, no será a través de Jueces concebidos como “grandes padres” –capaces de disponer de las personas- ni institutos correccionales en manos de agentes del Servicio Penitenciario, fuerzas policiales o celadores regimentados, ni siguiendo los sermones de Blumberg, ni bajando la edad de punibilidad a los 14 años, ni con una tasa de desempleo orillante en el 20 por ciento como accederemos a la posibilidad de dar a nuestra niñez el marco de desarrollo adecuado que demanda su construcción como personas.

Así planteado el problema, la vía para la superación del mismo, no es otra que la lucha orientada por el sentido estratégico de colocar la estructura del poder estatal en manos de los trabajadores y demás sectores explotados. En este camino resulta ineludible ligar este reclamo contra la institucionalización y penalización de menores a las reivindicaciones de toda la clase trabajadora en torno de la incorporación al aparato productivo, con salarios equivalentes al de la reproducción de la canasta familiar ajustables a su deterioro por el aumento del costo de vida, permitiendo el acceso a condiciones de vida dignas a amplias masas de trabajadores que han sido desplazados de sus ocupaciones en la última década.

foto¿DE QUÉ TRABAJA UN MAESTRO?**

¿Se ha visto a algún apóstol haciendo huelga? ¿A una segunda madre sujeta a conciliación obligatoria? Jugando con la figura de los apóstoles o las de segundas mamás muchas veces se ha ignorado nuestra práctica como trabajadores. La huelga en la escuela revela esta faceta, a veces invisible, de l@s maestr@s.

Ocurre que un maestro trabaja de modo que nadie se da cuenta de ello hasta que deja de hacerlo. Cuando falta porque la lucha lo convoca, se nota su tarea silenciosa. Su ausencia conmueve a todos. A los gobiernos de turno que con la huelga ven perjudicada su imagen de “buenos funcionarios preocupados por la cultura”, y a los padres que ven alterada su rutina y piensan en los aprendizajes que los chicos no harán.

Un docente es un trabajador singular cuyas herramientas son pocas pero valiosas: su conocimiento, su cuerpo y su experiencia. Emplea como herramientas la mirada sensible y la voz que llega al fondo de un salón donde el último chico se duerme porque a la noche fue a cartonear (recoger cajas de cartón y otros desperdicios) con su papá.

Un maestro también emplea como herramienta la ternura. Saca ternura de donde ya no le queda, y busca encender la curiosidad cuando todo parece dicho. En breves frases convierte el salón en la batalla de San Lorenzo con héroes que reviven procesos colectivos, trayendo el pasado al presente y actualizando mundos lejanos en el breve espacio de un aula.

Lucha contra gigantes, como el hambre o la tristeza, y los enfrenta sólo teniendo en sus manos lápices chiquitos y tizas con las que libra la batalla de las palabras. A veces pierde, otras empata. Sólo algunas veces logra percibir que algo suyo está allí en ese otro que, ya mayor, viene a saludarlo, o le escribe una cartita o lo reconoce por la calle.

Un maestr@ es muy importante en su salón, aunque al volver a casa lo esperen los platos del mediodía, los sueños que no concretó para él, y los hijos que necesitan de su afecto cuando ya está cansado de dar y dar.

Porque ser maestr@ o profesor@ es siempre dar y para dar hay que tener. Ganas, sueños, libros en casa, maravillas, palabras. ¿Podemos explicarle al gobierno y a los padres esto? ¿Que sin libros no tenemos para dar, que sin salario algunos sueños quedan grandes?

Un docente trabaja de hacedor de otros hacedores, porque es un trabajador que forma futuros trabajadores (o futuros desocupados, dirán ustedes amargamente).

Un “maestro pueblo” pasa cultura entre caminos zigzagueantes de letras y penas, bellezas y lugares establecidos. Intenta mezclar, como barajas nuevas, los papeles que la sociedad asigna a los chicos, rompiendo las fronteras que predicen el camino de cada uno y buscando, en una escenografía que no lo acompaña –la del aula y la de la calle– aquello que no existe aún pero que un día deberá venir.

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* Ambos artículos fueron tomados de la revista El militante, publicada en la Argentina (http://argentina.elmilitante.org).
Casualmente –o no– ambos autores fechan sus textos en la ciudad de Rosario, la más castigada por la crisis que sacude a ese país desde mediados de la década de 1991/2000.

** La autora prefirió, por razones comprensibles, el anonimato.

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