Desastre en Iraq, legado inescapable

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Escribo un libro sobre nuestra necesidad de escapar de la historia o, más bien, de nuestra incapacidad para escapar de los efectos de las decisiones tomadas por nuestros padres y abuelos. Mi padre fue soldado en la Primera Guerra Mundial o, como dice en el reverso de su medalla de campaña, La Gran Guerra por la Civilización, que es el título que escogí para mi libro.

En el espacio de escasos 17 meses después de que la guerra de mi padre terminó, los vencedores habían trazado las fronteras de Irlanda del Norte, Yugoslavia y la mayor parte de Medio Oriente. Y he pasado toda mi vida profesional viendo arder gente dentro de esas fronteras.

Alguna vez me senté con el viejo Malcolm Macdonald, el ex secretario colonial británico, a hablar sobre su entrega de los puertos del tratado irlandés a De Valera antes de la Segunda Guerra Mundial, con lo cual privó a Gran Bretaña de tres grandes puertos durante la batalla del Atlántico. Fue un paso que le ganó el desprecio imperecedero de Winston Churchill.

Sin embargo, era inevitable que acabáramos hablando de sus vanos intentos por resolver el «problema palestino» en la década de 1930. En la Cámara de los Comunes, Churchill condenó con rabia a Macdonald por haber restringido la inmigración judía a Palestina. Todavía conservo las notas con la declaración de Macdonald.

«Tuvimos una terrible discusión en la Cámara de los Comunes y después, cuando nos encontramos en el vestíbulo, Churchill me acusó de ser pro árabe. Me dijo que los árabes eran salvajes y que no sabían hacer otra cosa que estiércol de camello. Me di cuenta de que no tendría caso tratar de hacer que cambiara de opinión. Así que de pronto le dije que ojalá tuviera un hijo. Me preguntó por qué, y le dije que estaba leyendo un libro llamado Mis primeros años con Winston Churchill, y que me gustaría que algún hijo mío hubiera vivido esa vida. En ese momento a Churchill se le llenaron los ojos de lágrimas y me abrazó diciendo: ‘Malcolm, Malcolm’. Al día siguiente me llegó un paquete con un ejemplar autografiado de su libro más reciente, sobre la vida de Marlborough».

Mi padre reverenciaba a Churchill, y suplicó a un amigo que le pidiera autografiarle un libro; por eso tengo hoy en mi biblioteca Marlborough: su vida y su tiempo, con las palabras: «Escrito por Winston Churchill 1947», de puño y letra del gran hombre. Todavía lo saco de cuando en cuando para observar esa caligrafía y reflexionar en que aquel fue el hombre que envió nuestras tropas a Galípoli, el que le estrechó las manos a Michael Collins, se opuso él solo a Adolfo Hitler, hizo campaña en favor del sionismo en Palestina y envió al rey Faisal a Iraq como premio de consolación por haber perdido Siria ante los franceses.

«La situación que enfrentó el gobierno de su majestad en Iraq al principio de 1921 fue de lo más insatisfactoria», escribió Churchill en La crisis mundial: los años posteriores, con relación a la insurgencia contra el dominio británico. Su amiga Gertrude Bell -y en esto soy deudor de la espléndida biografía revisada de la «secretaria oriental» británica en Bagdad, escrita por HVF Winstone- intentaba ese mismo año instalar un «gobierno árabe con consejeros británicos» en Iraq, de manera que la ocupación británica pudiera retirarse.

«No sé qué vaciladas se traen los aliados con eso de los mandatos», escribió, «pero yo me uno totalmente a las protestas de la Liga de las Naciones porque debe hacerse público… todos los funcionarios de las provincias del Eufrates dicen que la población no aceptará funcionarios sunitas y que el consejo (provisional) se ponga alegremente a designarlos… por lo menos un chiíta de Kerbala (sic) ha aceptado el Ministerio de Educación…»

Bell asistió a la célebre -tristemente- conferencia de Churchill en El Cairo, en la cual los británicos decidieron el futuro de la mayor parte de Medio Oriente. Lawrence estaba allí, desde luego, junto con todo hombre o mujer británicos que creían entender la región. «Les contaré de la conferencia», escribió Bell a una amiga en su estilo jocoso y desenfadado. «Fue maravillosa. Cubrimos más trabajo en una quincena que el realizado en un año. Churchill estuvo admirable…»

Es para quitar el aliento: los británicos creímos poder arreglar Medio Oriente en 14 días. Y de esa manera trazamos las fronteras de Iraq y el futuro de lo que mucho después Churchill llamaría «el desastre infernal» de Palestina. Siempre recordaré la forma en que Macdonald, en su hogar en Sevenoaks, hace 26 años, se volvió hacia mí durante la conversación: «En Palestina fallé», me dijo. «Y por eso está usted ahora en Beirut».

Tenía razón, claro. Si en realidad hubiera «arreglado» Medio Oriente, yo no habría pasado 29 años de mi vida viajando de una guerra sangrienta a otra entre las mentiras y engaños de nuestros gobernantes y de los delegados que designaron para mandar sobre los árabes. Si en realidad hubiera «arreglado» Medio Oriente, Ken Bigley no habría sido asesinado en Iraq la semana pasada.

¿Podemos escapar? ¿Podremos algún día decir -tanto los occidentales como los pobladores de Medio Oriente-: «¡Basta! ¡Comencemos de nuevo!»? Me temo que no. Nuestras traiciones y nuestras promesas rotas -a judíos y árabes por igual- han creado una especie de enfermedad irreversible, algo que no se irá y para lo cual no puede haber perdón ni lo habrá durante generaciones.

Observemos, por ejemplo, cómo azuzamos a Saddam Hussein para que invadiera Irán en 1980, cómo lo patrocinamos durante ocho años terribles con créditos de exportación, armas, aviones y químicos para preparar gas. Visto en perspectiva, también hicimos algo más. Al sostener la guerra de Saddam, ayudamos a toda una generación de iraquíes a aprender a pelear… y a morir.

Esta semana llamé a mi viejo amigo Tony Clifton, quien vive en Australia. El y yo reportamos la guerra Irán-Iraq de 1980-88 desde ambos frentes. «Nada más piensa», me dijo. «A todos esos millones de iraquíes se les enseñó cómo combatir a un gran ejército. Solían emplear sus tanques como posiciones fijas, asomando apenas los cañones sobre la arena para detener a los iraníes. No se les permitía usar su iniciativa. Pero ahora Saddam se ha ido y todos esos tenientes y capitanes son mayores, pueden usar su iniciativa y sus destrezas de combate contra los estadunidenses. Me parece que por eso la resistencia en Iraq tiene tanto éxito».

Sospecho que Clifton tiene razón, y que la guerra de ocho años con Irán que tanto entusiasmo respaldamos está íntimamente conectada con la actual insurgencia y con el salvajismo que en ella despliegan los hombres armados y los atacantes suicidas iraquíes.

¿Y qué decir de los estadunidenses? He estado releyendo el asombroso recuento que escribió Seymour Hersh en 1970 de la matanza de My Lai en Vietnam. Y hay algo en la indiferencia hacia la muerte y en la crueldad con que Medina y Calley perpetraron esa matanza que me pareció estremecedoramente familiar.

Los estadunidenses tienen un ejército profesional en Iraq, pero está adoptando una indiferencia escalofriante hacia la forma en que mata mujeres y niños en Fallujah, simplemente negando que en sus ataques aéreos perezcan inocentes, e insistiendo en que todos los 120 muertos en su operación en Samarra son insurgentes, lo cual de ninguna forma puede ser cierto.

¿Qué hay de la más reciente carnicería en una boda, otro «éxito» estadunidense contra el terrorismo? Como los periodistas ya no pueden viajar por el interior de Iraq, no quedan testigos independientes de esta guerra espantosa. ¿Qué ocurre en Ramadi y Hilla y todas las demás ciudades donde las fuerzas del Pentágono realizan sus brutales incursiones?

Tony Blair aún cree que su repulsiva invasión no fue un error. Aún parece tragarse su propia versión de la Gran Guerra por la Civilización, así como mi padre alguna vez creyó en ella. Y ahora me pregunto qué horrores depara aún este desastre para las generaciones futuras, las cuales también se preguntarán si les será posible escapar de la historia.

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* Corresponsal de l periódico británico Independent –www.independent.co.uk-. Sus artículos se traducen y publican en la internet por decenas de publicaciones en todos los idiomas. Éste, por ejemplo, fue publicado por www.rebelion.org.

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