Ecuador: ¿dónde están los monos?

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Rivera Westerberg.

Los hechos conocidos —la cáscara de la podrida fruta que cayó en Ecuador hoy del árbol golpista esmeradamente sembrado en el continente— indican (o se afirma eso por cautela—) que son pocos los policías sublevados, que proceden, no obstante, con un plan perfectamente trazado y que muestra a muchos en las calles.

Que consiste en:
– Tomar el Regimiento Quito 1 (en rigor un destacamento policial)
– Agredir, golpear y posteriormente secuestrar al Presidente de la República
– Tomar y controlar el aeropuerto internacional de Quito y de otras ciudades
– Ejercer el control total de las vías urbanas (no se informa de las carreteras)
– Agredir a periodistas extraneros e impedir el libre tránsito de diplomáticos.

Con cautela moros y cristianos afirman que son pocos los alzados y que el asunto tiene solo la dimensiòn de una protesta por estimar que se les quitan determinados beneficios extra salariales. Son un puñado de chicos nerviosos, de diría.

Distintas secuencias grabadas por los corresponsales de la televisión local y foránea, en las que se advierte la violencia desmedida de los amotinados se ven en todas las pantallas del mundo; no obstante pasado el mediodía en Suramérica, la Secretaría de Estado estadounidense señala que sigue con interés los acontecimientos en Quito porque carece de información sobre lo que allí sucede.

Para entonces Rafael Correa —que se había tragado el humo de una lacrimógena que le arrojaron en pleno rostro y se encontraba apresado o secuestrado, en todo caso impedido de salir, de un hospital curiosa y coincidentemente policial en el norte de la capital— había dicho que se estaba en presencia de un conato de golpe de Estado y que era posible que intentaran asesinarlo.

El gobierno de Ecuador había pedido sendas reuniones, del Consejo Permanmente de la OEA y de los presidentes de los países integrantes de la UNASUR —que se reúnen esta noche en Buenos Aires—; Chávez, por su parte, citaba a los representantes del ALBA. El Secretario General de la OEA expresaba que lo de Quito no era golpe de Estado.

Todavía al comenzar a caer la tarde suramericana no se conocía el pensamiento de las cúpulas militares ecuatorianas, que al parecer apoyan desde sus casas o cuarteles al gobierno legítimo; los policías presuntamente leales callan.

El fantasma de Honduras respiró sobre el hombro de los embajadores en la OEA. El recuerdo de Allende se asomó a la ventana desde la que Correa ofrecía su vida a los sublevados, pero advirtiéndoles que no daría un paso atrás.

El pueblo quiteño, mientras, se abre paso entre los amotinados para llenar, primero, la plaza frente al palacio de Gobierno y luego las calles en dirección al hospital para rescatar a su presidente.

Unos cuantos policías amotinados lograron paralizar un país con veliocidad y organizadamente. Caperucita Roja existe y es ella la que toma el te con el sombrerero loco. Los Buendía ya no creen en la colita de chancho.

Posiblemente al cerrar la noche la grotesca payasada —o ensayo de algo, ¿de qué?— haya terminado. Lo que suceda después será el prólogo de otro final —no necesariamente en Ecuador.

¿Quién o quiénes están verdaderamente en la mira y quién o quiénes tienen el dedo en el gatillo?

 

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