EL CABALGAR DE TUPAC AMARU – POR LA MÁS ALTA DE LAS MEMORIAS (III)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La descentralización del Estado y reconocimiento de autonomías locales, la eliminación de los regímenes de esclavitud y servidumbre, la igualdad y mancomunidad de todas las etnias, la unidad continental y la independencia de España, constituyeron un programa revolucionario adelantado a la época, incluso para el mundo europeo, cuya fuerza teórica se extendería a lo largo de décadas, más allá incluso, en varios de sus puntos, de la misma independencia y el establecimiento de las repúblicas oligárquicas. Que sólo sería recogido y aún superado –en sus propuestas de confederación sudamericana, decretos de reforma agraria indígena y sus escuelas para indios, negros y mujeres– por Simón Bolívar.

Derrotado (transitoriamente) el Libertador, habrían de pasar décadas y hasta siglos para que Suramérica retomara ese programa y lo empuje con la fuerza de las mayorías y de la historia en el presente.

Las generalas

Superando largamente la atrasada cultura machista de los “civilizados” europeos, en la insurrección tupacamarista las mujeres jugaron con plena igualdad un rol crucial en la lucha e imperecedero para nuestra historia.

Los muy temidos batallones de mujeres que, según los partes de guerra españoles, eran “más feroces que los hombres”, fueron un instrumento estratégico en la lucha. Micaela Bastidas, Bartolina Sisa, Tomaza Titu Condemayta, Úrsula Pereda, Cecilia Escalera Tupac Amaru, Gregoria Apaza, Marcela Castro, Margarita Condori, Manuela Tito Condori, Antonia Castro y centenares de mujeres más, con un promedio de 26 años de edad, y al mando de hasta miles de combatientes, fueron brillantes organizadoras, mandos, combatientes y mártires de la epopeya.

En los llanos de Casanare, actual Venezuela, durante la insurrección tupacamarista, al mando del criollo Javier de Mendoza, José Tapia, sacerdote realista y vicario general, escribía en sus informes al gobierno colonial: “Finalmente esta provincia está en una confusión infernal… Solamente se ve y se sabe de crímenes, prueba de lo cual es la niñería que ha permitido nombrar mujeres como capitanes…” (10 de julio. 1781).

Se encendía la fragua anticipadora de mujeres tan cruciales para la lucha de independencia como Manuela Sáenz, conspiradora contra la dominación española y contra los moldes cínicos con que la sociedad de la época limitaba a las mujeres. Separada de un marido al que no amaba por amor a la revolución y a Bolívar, quien la llamará “Libertadora del Libertador”, pues desbarata dos conspiraciones para asesinarlo.

Tempranamente, será conspiradora anti-española en Perú, hecho que llevará más tarde a San Martín a reconocerla con la “Orden de Caballereza del Sol”. Entrega su fortuna personal para el Ejército Libertador que sellará en la batalla de Pichincha (1822) la independencia de Ecuador, su patria de nacimiento. Se enlista con el grado de Teniente de Húsares y combate como lancera a caballo en la batalla de Ayacucho (1824) –que expulsó del Perú y de América el dominio español– con tal bravura que el Mariscal Sucre recomienda su ascenso al grado de Coronela.

Acérrima latinoamericanista y radical luchadora por la justicia social, sufrirá el odio de los enemigos del proyecto de Bolívar, chauvinistas y oligárquicos. En 1829, derrotado el proyecto bolivariano por las oligarquías y los imperios, escribía a Bolívar ya enfermo y próximo a su muerte: Simón, Simón, ¿si nuestros indios siguen pidiendo limosna, si nuestros niños siguen en la calle muriéndose de mengua, de qué sirvió la independencia?

Es perseguida y calumniada también. Se le acusa en Colombia de extranjera por haber nacido en Ecuador y combatido en Perú. Ella en carta publicada en un periódico local en 1830, responde: «Lo que sé es que mi País es el continente de la América y he nacido bajo la línea del Ecuador».

Será desterrada a Paita, pequeño y pobre puerto peruano donde morirá sola y en la miseria, en cuyo camino morirá, también calumniado, abandonado y en la miseria, el gran maestro del libertador Bolívar: Simón Rodríguez, su amigo y compañero de luchas; allí también la visitará Garibaldi, el héroe legendario de la independencia italiana, quien la llamará “la mujer más importante del siglo XIX”; y en alusión a ese mismo lugar el poeta chileno universal, Pablo Neruda, le escribirá su poema La insepulta de Paita, incluido en el Canto General.

El 24 de mayo de 2007, aniversario de la batalla de Pichincha, en un hecho trascendente de justicia histórica y simbólico de la soberanía y lucha libertaria de su pueblo, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, ascendió póstumamente a la Coronela Sáenz al grado honorífico de “Generala del Ecuador”.

O como Juana Azurduy, joven rebelde, expulsada del convento sedante donde estaba recluida. Estudiosa de las ideas de la ilustración y las historias de la rebelión tupacamarista. Conspiradora anticolonial y más tarde combatiente en el ejército patriota de Bolivia y Argentina, que perdió a su esposo, el héroe guerrillero de la independencia, Manuel Padilla, y cuatro hijos pequeños en los rigores de la lucha. Que combatió embarazada de siete meses en la batalla del Cerro de Carretas. Que recibió del General Belgrano, por su valor y sacrificio, el grado de tenienta coronela y el obsequio de su espada. Y fue homenajeada personalmente por Bolívar y Sucre, para morir finalmente, décadas después, al igual que Manuela Sáenz, olvidada y en la miseria.

O como Flora Tristán, hija de dos mundos: el nuestro americano y el europeo, y combatiente de dos causas: el feminismo y la revolución obrera.

O como las “mariposas Mirabal”, mártires de la liberación en República Dominicana; y millones de interminables mujeres que forjaron nuestra memoria de liberación y continúan rompiendo a lanza y espada los conventos sedantes, las hipocresías, injusticias y faltas de amor y ternura social.

El racismo al revés

La insurrección tupacamarista se presenta en el marco de un rígido y complejo entramado institucional colonial y racista que sustentaba la potencialmente explosiva segmentación de castas, en base al cruce e identificación del estrato socioeconómico y el origen étnico. En la cual los “blancos” habían por siglos cometido toda clase de crímenes y discriminaciones racistas contra los “pardos”: indígenas, negros y todas sus mezclas. Ello generaba una tendencia natural de muchos indígenas al odio racial inverso como respuesta, a pesar y en contra que, desde el principio, Tupac Amaru programó expresamente la unidad de todas las etnias y castas para la lucha independentista, con la sola exclusión del enemigo fundamental: el colonizador realista español.

Tras la batalla de Sangarara, escribe, el 19 de noviembre de 1780, una proclama en la que señala: Vivamos como hermanos y congregados en un solo cuerpo. Cuidemos de la protección y conservación de los españoles, criollos, mestizos, zambos e indios, por ser todos compatriotas, como nacidos en estas tierras y de un mismo origen.

Ello obedecía a razones éticas, pues la sociedad que buscaba construir el inca, estaba basada simultáneamente en la memoria del incanato como federación de pueblos en sagrada armonía con la naturaleza y entre si, a través de un eje colectivista con garantía de las necesidades sociales básicas para todos; y en lo más avanzado del pensamiento ilustrado europeo de la época, que propugnaba la igualdad de todos los ciudadanos como ideal de cualquier comunidad política.

A ello se unían razones prácticas, táctico estratégicas, de la lucha misma. Aunque el eje director eran los indígenas y castas “pardas”, hasta entonces oprimidas y despreciadas, sólo una amplia alianza pluriétnica, con decidida y protagónica participación de los criollos, podría generar la fuerza material suficiente para quebrar la colosal agresión militar del poder realista español.

Cualquier “racismo al revés”, es decir, la práctica –muchas veces natural después de siglos de abusos racistas– de los indígenas de “castigar a todos los blancos”, sería indefectiblemente, como se mostró amargamente después, causa de su debilidad y derrota. Algunos autores sostienen que esta fractura programática habría dividido, y aún enfrentado, a quechuas y aymaras, siendo supuestamente los primeros partidarios del programa de unidad tupacamarista y los segundos, con Jualián Apaza Tupac Katari a la cabeza, de un más radical “racismo al revés”.

Sin embargo, esta teoría no es consistente con los hechos, puesto que las inteligencias conspirativas entre uno y otro sector databan, según los informes de los interrogatorios a los presos de la insurrección, al menos de cuatro años antes del estallido. Por otro lado la integración de quechuas y aymaras en todos los frentes de lucha, incluso tanto en el bando revolucionario como realista, es un hecho largamente comprobado. Finalmente, los casos de “racismo al revés” documentados fehacientemente también muestran que fueron cometidos por quechuas y aymaras integradamente, siendo un problema que no tenía que ver ni podía ser distinguido por etnias.

Así lo muestra, por ejemplo, el ocurrido en Oruro, en la actual Bolivia, en febrero de 1781. Tomada durante la insurrección por las tropas insurgentes, asumió el mando de la plaza, como justicia mayor, el criollo insurrecto Jacinto Rodríguez, a nombre del “rey Tupamaru”. Prontamente llegaron los enviados “tupamaristas” con instrucciones del Estado Mayor del inca. Éstos llamaron a la moderación, señalando que los ataques debían limitarse únicamente a los “chapetones”, realistas españoles, pero no a los criollos. Sin embargo, los indígenas, ciegos de siglos de ira contenida por los crímenes racistas recibidos, desataron crueles ataques indiscriminados contra “todos los que tuvieran piel de color blanca”, incluyendo al mismo justicia mayor Jacinto Rodríguez. Acto que rompió la alianza y volvió a los criollos contra los indígenas, siendo derrotados y expulsados de Oruro.

También el de la toma de Sorata, en la actual Bolivia, tomada por los insurgentes el 28 de mayo de 1781. El joven Andrés Mendigure Tupac Amaru, de 17 años de edad, quechua, sobrino del Condorcanqui Tupac Amaru, y ascendido a general por su notable audacia y efectividad en la guerra, comandó la toma de la ciudad, a través de su inundación artificial represando el río Tipuani. Sin embargo, cegado por el odio racial que le provocaba la reciente muerte de su tío, Tupac Amaru II y su padre Pedro Mendigure, en Cusco, y contrariando las expresas órdenes del nuevo Inca Diego Cristóbal y los consejos de algunos de sus capitanes como Pedro Vilcapaza, masacró a miles de personas de la población de esa ciudad, incluyendo, no solo a los criollos, sino también a los mestizos, violando a las mujeres y cometiendo todo tipo de crueldades.

Ello provocó un quiebre y el aislamiento de los sectores indígenas insurrectos. Diego Cristóbal repudió estos daños irreparables a la causa revolucionaria, ante las inútiles disculpas y excusas del “inca mozo”. Y existe consenso que fue allí, con las atrocidades raciales de Sorata, que el nuevo inca Diego Cristóbal comenzó con las dudas y vacilaciones que lo llevaron, algunos meses después, a su rendición, bajo falsas promesas de amnistía, para ser también ejecutado.

En base a este programa de amplia alianza, innumerables combatientes “blancos”, criollos, militaron en las filas de la insurrección. Solamente en la lista oficial de 37 detenidos junto al inca Tupac Amaru, nueve eran catalogados como “españoles”, es decir, criollos. Otros 13 eran mestizos, 11 eran indígenas, cuatro eran esclavos negros. Incluso algunas fuentes, testigos de la época, hablan y describen a “asesores europeos”, probablemente ingleses, al lado del inca durante la insurrección.

Un testigo presencial describía en un diario de Arequipa, en enero de 1781: “…al lado izquierdo y derecho de Túpac Amaru iban dos hombres rubios y de buen aspecto, que parecían ingleses”. En sus cartas y proclamas durante la insurrección, explícitamente llama “hermanos” a los criollos, muchos de ellos colaboradores en sus años de reclamaciones pacíficas ante la corona, y les manifiesta su inclusión en el programa de la misma. “…sólo pretendo quitar tiranías del reino, y que se observe la santa y católica ley, viviendo en paz y quietud…V. S. Ilma. no se incomode con esta novedad ni perturbe su cristiano fervor. Ni la paz de los monasterios, cuyas sagradas vírgenes e inmunidades no se profanarán de ningún modo, ni sus sacerdotes serán invadidos con la menor ofensa de los que me siguieren…» (Carta de Tupac Amaru al obispo Moscoso. 1780).

“…He determinado sacudir el yugo insoportable y contener el mal gobierno que experimentamos… a cuya defensa vinieron de la ciudad del Cuzco una porción de chapetones, arrastrando a mis amados criollos, quienes pagaron con sus vidas su audacia. Sólo siento lo de los paisanos criollos, a quienes ha sido mi ánimo no se les siga ningún perjuicio, sino que vivamos como hermanos y congregados en un cuerpo, destruyendo a los europeos» (Proclama de Tupac Amaru. 23 de diciembre de 1780).

En el combate de Sangarara, Túpac Amaru, anticipando el Decreto de guerra a muerte de Bolívar, ofreció perdón para aquellos criollos que se pasaran a sus filas, pero no para los españoles.

La mayor tensión y complejidad a que se vio sometido el programa pluriétnico, sin embargo, fue la división entre los propios indígenas cuando Tupac Amaru levanta el sitio del Cusco, entre otras razones, precisamente, por no decidirse, en su rol de “Tayta protector de todos los indios”, a luchar y masacrar a las tropas indígenas que lo defendían, bajo el mando del curaca realista Pumacahua.

Aunque lo decisivo o no de esta vacilación es algo que se discute –y que lo cierto es que influyeron también otros factores– es importante distinguir que, aunque su indecisión frente a los indígenas realistas pudo ser decisiva, su programa pluriétnico de unidad de todas las castas contra el enemigo común: el colonizador español, era correcto. Más aún, su error fue, justamente, hacer prevalecer la “etnia” y no el “programa”, como criterio de su acción y decisiones. El sólo hecho de ser “indios” los leales a España, lo llevó a dudar. Por el contrario, Micaela Bastidas le señaló en una carta que al traicionar el “programa” de liberación, que era lo decisivo, “habían dejado de ser indios”. Es decir, que la lucha de transformación social no pasa ni puede pasar por el “color de la piel”, sino por un claro programa de sociedad.

Ese es el eje y criterio para distinguir a los aliados de los enemigos.

Vive, vuelve

El estado de América no es el de la independencia, sino el de una suspensión de armas.
Simón Rodríguez

Tupac Amaru fue el “sol vencido”, como lo llama uno de los versos del poeta chileno universal Pablo Neruda. El propio trauma del imperio colonialista español, sin embargo, mantendría vivo el nombre del “Tayta Rey” transitoriamente derrotado.

El virrey de Perú, Francisco de Toledo, busca borrar por todos los medios la memoria del malogrado inca, temeroso de que su ejemplo pudiera “criar yerba de libertad”. Benito de la Mata Linares, juez que decidió la brutal muerte de Tupac Amaru y los suyos, y más tarde, primer intendente de Cusco, entre 1783 y 1786, no encontró jamás tranquilidad. Así lo muestran sus incesantes comunicaciones sobre temidos rebrotes del levantamiento.

En 1785 llamaba a las autoridades a “evitar que salte alguna chispa de calor a estas cenizas que aún humean”. Numerosos pasquines anónimos, intentos conspirativos y pequeñas insurrecciones comunales sacuden como réplicas llenas de malos presagios el orden de los precarios vencedores. El mito y la conspiración popular tejerán leyendas y sublevaciones libertarias en las que se funde la figura del Condorcanqui y el legado de la insurrección tupacamarista, atravesando el tiempo, la memoria y la geografía del continente.

“Tupamaros” llamarían a todos los indios rebeldes en lo sucesivo. En el Beni, actual amazonía boliviana, en el año 1810, se levanta en insurrección independentista el cacique Pedro Ignacio Muiba, al mando de miles de indígenas moxos, baure, itonama, canichana, movima y cayuvava, manteniendo su propia comuna de moxos por cuatro meses, hasta su derrota y cruel asesinato. Registros históricos, a partir de 1804, recogen la voz popular, según la cual el cacique había sido, décadas antes, participante de la insurrección de Tupac Amaru en Perú.

“Tupamaros” llamarán a los montoneros de la independencia, especialmente a los de los levantamientos criollos de Chuquisica y la Paz en 1809, los primeros en todas las colonias, y a los de José Artigas en el actual Uruguay, los más indigenistas de todos.

El revolucionario patriota José de San Martín, de Argentina, en septiembre de 1815, se reúne en el Fuerte San Carlos, zona indígena de frontera argentino chilena y parlamenta con los jefes pampa, pehuenche y mapuche, sumándolos a la causa anti colonial. Allí les dice orgulloso: “Yo también soy indio”.

Al salir con la expedición libertadora del Perú desde Chile, en sendos Manifiesto y Proclama a los peruanos escritos con O’Higgins llaman a “los hijos de Manco Capac… a sellar la fraternidad americana sobre la tumba de Tupac Amaru”. Los documentos son escritos en “dos lenguas”, la versión quechua empezaba así: “Llapamanta acclasca José de San Martín sutiyocc…”. Entre las primeras medidas de su corto gobierno limeño, estarán las aboliciones de todas las formas de servidumbre y esclavitud indígenas.

Es San Martín un criollo educado en colegio de nobles de España, pero pobre, nacido en la zona indígena Yapeyú y, peor aún, “moreno”, de fenotipo indígena, por lo que se le reputaba de ser ilegítimo, indio o mestizo, con la intención racista de ofenderlo. Pero él toma el nombre de “Lautaro”, el más genial de los jefes militares mapuche, para su Logia conspirativa. Y en ella, para castigar a los que la traicionaran, retoma la pena que los incas daban a los violadores del “acllahuasi”, la casa de las vírgenes del sol, quemar al culpable y esparcir sus cenizas.

Marcó del Pont, jefe realista colonial en Chile, al firmar una comunicación para él, antes de la campaña de Los Andes, se ríe diciendo a su emisario: “yo firmó con mano blanca, no como San Martín, que la suya es negra”. Más tarde, vencido y prisionero el arrogante español, al ofrecer su espada en rendición, San Martín, ironizando contra su racismo la superioridad del mérito militar, le contesta: “venga esa mano blanca, y deje V.E. su espada al cinto, donde no puede causarme ningún daño”.

Es un asceta que renuncia porfiadamente a todos los cargos políticos, ascensos militares y premios materiales a lo largo de su lucha revolucionaria, sólo acepta el “escudo de los Pizarro”, símbolo de 500 años de dominación, que le otorga la municipalidad de Lima, y lo llevará con orgullo a su pobre exilio francés, como justiciera venganza sobre los genocidas, traidores y asesinos de Atahualpa. Tras su muerte en 1850, testamentó la entrega del escudo al gobierno de Perú. Y así se hizo en una sencilla ceremonia en la embajada peruana en Francia. Asisten a ella destacados patriotas de varios países latinoamericanos, entre ellos, José Torres, quien seis años más tarde escribirá su famoso poema antimperialista Las dos Americas.

En el Congreso revolucionario de Tucumán de 1816, donde se declara formalmente la independencia Argentina, se presenta, avalada por San Martín, la propuesta del “Incanato Unido de Suramérica”, con el hermano de Tupac Amaru, Juan Bautista, único veterano sobreviviente de la insurrección, como inca. La propuesta es formalmente presentada por sus amigos, compañeros y héroes. Manuel Belgrano, padre de la concepción político militar de la guerra, escribe a San Martín: “La guerra, allí no solo la ha de hacer Ud. con las armas sino con la opinión…”.

Y Martin Güemes, renegado de su aristocracia criolla, comandante popular de una incontenible guerra de guerrillas contra los realistas en la frontera norte, los famosos escuadrones de salteños y su guerra gaucha, en cuyos informes escribe: ”¿No he de alabar la conducta y la virtud de los gauchos? Ellos trabajan personalmente y no exceptúan ni aún el solo caballo que tienen, cuando los que reportan las ventajas de la revolución no piensan otra cosa que engrosar sus caudales”.

El imperio español castigó con la masacre –brutal, legal y católica– a la familia Tupac Amaru. Después de 32 años de martirio, cárcel, torturas indecibles y destierro miserable, lleno de agonías en las mazmorras españolas de Centroamérica, África y España, el veterano combatiente de la insurrección tupacamarista y único sobreviviente del clan revolucionario, emparentado a los incas, Juan Bautista Túpac Amaru, hermano menor del prócer, vuelve a su amada Suramérica, ahora en lucha definitiva contra el dominio español. Se instala en Argentina, donde es reconocida su lucha y recibe la más generosa hospitalidad. Allí escribe su libro Memorias del Cautiverio.

Es uno de los ideólogos de la corriente revolucionaria y autonomista de José de San Martín, Manuel Belgrano, Martín de Guemes y Juana Azurduy. En el Congreso Revolucionario de Tucumán, en 1816, el General Belgrano, con el apoyo de aquellos, le propone como Rey Inca del nuevo Incanato unido de Suramérica.

La propuesta, aprobada por el Congreso, fue sin embargo combatida, ridiculizada y finalmente frustrada por la aristocracia racista bonaerense (en sus versiones pro británica o pro hispánica), la misma que más tarde ha de traicionar la Confederación Sudamericana de Bolívar. Uno de estos ilustrados criollos, delegado en el Congreso, testimonió la propuesta, señalando que se había puesto «la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca” (Carta de Tomás de Anchorena. 4 de diciembre. 1846).

Belgrano cae en desgraciada y es castigado también, para morir en la miseria y la calumnia. Güemes muere tempranamente en combate.

Desde Argentina, en 1825, con 86 años de edad y estando desde hace años gravemente enfermo, el último descendiente de los incas escribió a Simón Bolívar:

“Si ha sido un deber de los amigos de la Patria de los Incas, cuya memoria me es la más tierna y respetuosa, felicitar al Héroe de Colombia y Libertador de los vastos países de la América del Sur, a mi me obliga un doble motivo a manifestar mi corazón lleno del más alto júbilo, cuando he sido conservado hasta la edad de ochenta y seis años, en medio de los mayores trabajos y peligros de perder mi existencia, para ver consumada la obra grande y siempre justa que nos pondría en el goce de nuestros derechos y nuestra libertad; a ella propendió don José Gabriel Tupamaro, mi tierno y venerado hermano, mártir del imperio peruano, cuya sangre fue el riego que había preparado aquella tierra para fructificar los mejores frutos que el Gran Bolívar había de recoger con su mano valerosa y llena de la mayor generosidad; a ella propendí yo también y aunque no tuve la gloria de derramar la sangre que de mis incas padres corre por mis venas, cuarenta años de prisiones y destierros han sido el fruto de los justos deseos y esfuerzos que hice por volver a la libertad y posesión de los derechos que los tiranos usurparon con tanta crueldad; yo por mí y a nombre de sus manes sagrados, felicito al Genio del Siglo de América, y no teniendo otras ofrendas que presentar en las aras del conocimiento, lleno de bendiciones al hijo que ha sabido ser la gloria de sus padres.

«Dios es justísimo, Dios propicio sea con todas las empresas del inmortal Don Simón Bolívar, y corone sus fatigas con laureles de inmortal gloria…Yo, señor, al considerar la serie de mis trabajos, y que aún conservo, aliento en mi pecho la esperanza lisonjera de respirar el aire de mi patria…, no obstante de estar favorecido de este gobierno de Buenos Aires desde que pisé sus playas, y de cuantos han considerado mis desgracias y trabajos incalculables, que tendría en nada, si antes de cerrar mis ojos viera a mi Libertador, y con este consuelo bajara al sepulcro…”. (En: Valcarcel. 1973).

“Tupamaros” serán también los hombres y mujeres de la guerrilla uruguaya en los setentas, “tupamaras, bolivarianas, artiguistas y marxistas”. De la porfiada guerrilla peruana de los sesentas, de los ochentas, y tomando por asalto el siglo XXI con Néstor Cerpa Cartolini a la cabeza. Y de la caraqueña en los noventas, que forma parte de la “Revolución bonita”, a cuya cabeza cabalga Bolívar y cuya fuerza pluriclasista, multiétnica, transgeneracional, plurilocal, ecuménica, plurideológica, latinoamericanista e internacionalista es una verdadera “tormenta perfecta” como la sembrada por el Inca mártir.

Son millones de interminables tupamaros. Es el indómito pueblo latinoamericano y sus mejores hijos rompiendo, a lanza y espada, ininterrumpidamente, desde siempre, el eslabón más fuerte de la cadena imperial: el mental. Poniendo, sin complejos, libre y creador, nombre a las cosas, nombres propios y revolucionarios. Ya no son “leones calvos”. Son pumas, jaguares, yaguaretés, ocelotes, otorongos… latinoamericanos. El presente nombrando el presente con palabra propia. “…Ése fue el nombre que se nos ocurrió ponerle…” Dice, al pasar, el presidente Chávez, refiriéndose a un gráfico expuesto durante la presentación de su Mapa Estratégico en 2004.

El “inventamos o erramos” de Simón Rodríguez. El “nuestra América, viene de sí misma” de Martí. La “creación heroica, sin calco ni copia” de Mariátegui. El “copiar, desde aquí, sería una locura” de Arguedas. El “Nuestro norte es el sur” del amauta uruguayo Joaquín Torres. Largo parto del pensamiento propio. Odisea creadora. Arcilla en las manos. Herejía continuada. Sagrada y definitiva independencia. “América una, libre y justa… para equilibrar el universo”.

Tupac Amaru es programa de acción vigente. Pero también, simultáneamente, síntesis de saber y sentir, propia y ancestral. Un porfiado pueblo-continente desafiando, con la “incoherencia de misterio del mito” –como dijo el amauta peruano, Raúl Porras– a la razón ajena que busca imponerse. Oponiendo a la matriz cultural negadora y transitoriamente impuesta la dinámica de su propio tiempo “mítico”, donde las categorías temporales, pasado, presente y futuro, se funden en una sola, permanente y simultánea, cuyo destino sólo puede ser realizarse. Que requiere de otra arqueología para ser comprendida, relativa y cuántica, cósmica y de las almas.

Y cuya fuerza –como lo teorizará más tarde Mariátegui– es subversiva y superior a los límites puramente racionales hegemónicos de la cultura moderna occidental del siglo XX.

Es el Inkarri, la profecía del contumaz inca rey juntando, subterránea y pacientemente, sus miembros repartidos para vencer las sombras y restablecer el orden social solidario y justo, en armonía con la naturaleza. El calendario maya, avisando el próximo renacer del continente, en medio de la muerte del viejo mundo opresivo. La dominación misma ajustada a su dimensión de eclipse momentáneo, nada más, en la trayectoria galáctica de los seres humanos hacia la felicidad.

Oráculo incómodo, memoria incontenible, a veces murmuración, otras estallido, que rompen el cerco del puro acopio de hechos y nombres ajenos, fementidos como propios, contrabandeados como historia, como ciencia. Una pequeña parte ajena intentando tapar el todo propio con un dedo.

El Condorcanqui es símbolo movilizador que recorre los cantos de Arguedas, A nuestro padre creador Tupac Amaru II. De Alejandro Romualdo, Canto coral a Tupac Amaru, que es la libertad. Del Cementerio general de Tulio Mora. Del Canto General de Pablo Neruda. Y de todos los grandes poetas latinoamericanos. Como innumerables se tejen en el telar del continente, sus banderas. Las rojiblancas, las rojas, las negras. Las “unanchas” andino amazónicas, o símbolos profundos, de milenarias significaciones místicas y armónicas. Generalizadas hoy simplemente como “Wifalas” y como banderas tupacamaristas, de franjas horizontales con los siete colores inmutables del arco iris.

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* Sociólogo. Investigador del Centro de estudios sociales José Carlos Mariátegui de la República Bolivariana de Venezuela; miembro de la Red latinoamericana Grito de los excluidos y de la Red de responsabilidades humanas – Cono Sur.

Este trabajo constituye un fragmento del libro El largo parto de un pensamiento propio de próxima publicación.

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