Las identidades excluyentes

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Paco Gómez Nadal.*

Hay algo casi misterioso en la conformación de las identidades nacionales. En general, la cultura propia, la tradición nacional está construida sobre cimientos prestados. Somos lo más parecido a un sancocho cocinado a fuego lento en el tiempo de la historia. Un poco de acá, una pizca de más allá, una palabra prestada, un baile mestizo, unas modas copiadas, otras de una originalidad férrea… Lo misterioso está en que siendo así una colcha de retazos nos creemos hechos de una pieza, únicos y exclusivos y, por supuesto, mejores que el otro, que el resto de la Humanidad.

La identidad es rica precisamente por su carácter mimético y Panamá sabe mucho de esto. Puente de las Américas, Istmo que unió lo que estaba destinado a comunicarse, lugar de migraciones con alas y con pies, arqueología del mestizaje que no cesa… Siempre llegaron extranjeros al país, (como a la mayoría de países, por cierto) y este tránsito ha dejado herencia y carácter.

En Los Santos se baila a ritmo africano con vestidos coloniales, en Boquete hay apellidos de pronunciación europea y rostros de rasgos imposibles, en Bocas o en Colón los afrodescendientes hunden su historia en la remota África pero también en Jamaica o en Haití…

Somos eso, mezcla, y ese es el mejor patrimonio que nos ha dejado la convulsa historia a todas las naciones.

Entonces… ¿por qué nos sentimos mejor que el resto al autonombrarnos con el gentilicio del punto del mapa donde la casualidad nos hizo nacer? ¿Por qué un español se cree más que un portugués o que un hondureño? ¿Por qué un costarricense se considera mejor que un nicaragüense o un argentino mejor que un paraguayo? No lo entiendo, es de esas realidades que me cuesta digerir en un mundo en el que si algo necesitamos es entendimiento.

Un gringo no es malo por el hecho de ser gringo, igual que un panameño no es menos por el hecho de tener ese pasaporte. Cada ser humano es un universo al que juzgamos con demasiada ligereza y con contundencia abundante.

Esta diferencia entre “nosotros” y los “otros” genera la figura del “extranjero”, un ser inadaptable, al que se le ponen fronteras en el país adoptado y cuya mezcla lo hace también foráneo en su terruño de origen.

Eso permite cierta distancia de todo, es verdad, y da una ventaja sentir que no se tienen las piernas enterradas en el lodazal de la identidad.

Aunque a veces, solo a veces, da cierta rabia no poder mezclarse más, desaparecer en la simbiosis humana de los lugares que se habitan o se visitan. El acento se convierte en detector de sospechas, el aspecto en prisión preventiva y el pasaporte en dictamen de a priori.

¿Tiene solución este juego de identidades excluyentes? Quizá sí, pero parte de lo humano. La relación con el “otro” debe basarse solo en el conocimiento personal, en lo que las palabras y los actos pueden transmitir del alma y de la energía de ese ser que tenemos delante y que debajo del turbante, del saco o de la túnica no deja de ser un equivalente. No somos iguales, definitivamente. Pero eso no es así por nuestro origen nacional, sexual o religioso, sino porque cada ser humano es un universo construido por cada minuto en que se ha relacionado con su entorno.

He logrado esquivar este artículo durante meses porque me daba pereza tener que escribir sobre lo obvio, pero llegó la hora. La acumulación de brotes xenofóbicos en un país como Panamá me da miedo y tristeza. Los he visto en otros lugares y en sus diferentes formas y siempre, siempre, me dan pánico. Cuando las razones son las de la patria, a razón ya ha perdido.

(Haití hundida, la isla que fue el motor de todas las independencias americanas, resquebrajada por el olvido más que por los terremotos. Los muertos vivientes ahora están muertos y el mundo, entre la vergüenza y la desidia, trata de justificarse con curitas. Suerte a los herederos de Petion.)

* En Panamá Profundo.

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