Septiembre: fasto y olvido

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Álvaro Cuadra.*

Los hechos históricos poseen, básicamente, dos destinos. Para muchos, se trata de cuestiones ya consumadas que sólo son susceptibles de una mirada retrospectiva de tipo museográfica. Para otros, empero, los hechos históricos constituyen un pasado-presente. Lo acaecido, lejos de ser algo que “ha sido”, es más bien algo que no obstante su condición pretérita  “sigue siendo”.

El golpe militar que derrocó al presidente Salvador Allende en 1973 señala, precisamente, uno de tales hechos históricos. La mirada que se puede establecer sobre tal suceso, en tanto mero pasado o bien en tanto pasado-presente, obedece, sin duda, a los intereses políticos del momento actual. No es necesario escarbar mucho para caer en cuenta que, en efecto, aquel presunto pasado sigue vigente entre nosotros, formalizado como Carta Magna e inscrito soterradamente en nuestra memoria.

El gobierno de la Unidad Popular, derrocado a sangre y fuego fue una experiencia trunca. En aquel gobierno convergieron en un momento de la historia un conjunto variopinto de fuerzas políticas y sociales en el marco de la democracia chilena.

Ese gesto político democrático evidencia un desarrollo social de décadas que culminó en un gobierno de corte popular. Insistamos en la pregunta sobre lo que ha sido truncado. Más allá de los lugares comunes, más allá de los prejuicios e ideologías, más allá de todos los yerros, más allá de la conspiración de derecha y el intervencionismo extranjero, queda una experiencia democrática y popular inédita en nuestra historia de alcance mundial 

He ahí la experiencia que ha sido abortada, he ahí aquello que sigue pendiente como horizonte de sentido y de futuro.

No se trata, por cierto, de reeditar consignas, dogmas ideológicos ni una estética política arcaica. Se trata más bien de una insistencia, el reclamo de una experiencia democrática chilena, todavía pendiente, el modo político de hacer manifiesta una demanda por la dignidad de las nuevas generaciones. En un sentido inverso, ello explica en gran medida los esfuerzos desplegados por los sectores dominantes para desprestigiar a aquel gobierno que planteó, justamente en términos democráticos, el más profundo cuestionamiento a la democracia chilena.

El cruento golpe de Estado que puso fin a una experiencia democrática sentida como amenaza logró reestablecer el antiguo orden, imprimiéndole un nuevo dinamismo que enriqueció a los sectores dominantes, incluso mucho más de lo que hubiesen imaginado. Hoy los conspiradores de antaño no sólo se enseñorean ricos e impunes sino que posan de demócratas como ediles, senadores o diputados. Todo ello, empero, no ha logrado borrar aquel cuestionamiento democrático que sigue abierto como una herida.

La mejor prueba de ello es la imposibilidad —hasta el presente— de concebir otra constitución distinta del andamiaje autoritario construido por Augusto Pinochet.

Contra lo que suele pensarse, el gobierno del doctor Allende, parece responder más bien a procesos democráticos propios de la sociedad chilena, condicionados por contextos mundiales. Si esto es correcto, no es impensable que nuestro propio desarrollo democrático vuelva a plantear el cuestionamiento profundo de nuestra noción de democracia, insuflando de nuevos contenidos y alcances este concepto.

En estos días de septiembre bicentenario, asistiremos al fasto mediático de los triunfadores en La Moneda, mientras una estatua del presidente mártir  pareciera traernos los ecos de sus últimas palabras, como ancestral y secreta sabiduría, que anhela redimirnos del olvido, recordándonos que la experiencia democrática es patrimonio de todos, que la historia la hacen los pueblos.

* Doctor en semiología, Universidad de La Sorbona, Francia.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados, Universidad ARCIS, Chile.
 

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