Sobre la guerra mediática que une Japón y Libia: Los medios matan primero

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Ángeles Diez*
 
Para que haya una guerra se necesita: matar la memoria, ocultar las víctimas y compartir objetivos; para que haya una central nuclear se necesita: sepultar la memoria, enterrar las víctimas y compartir intereses.
 
 
En la película de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos, bastaba que los humanos se quedaran dormidos para que los invasores (espíritus fríos y calculadores) se apropiaran de sus cuerpos y mataran su humanidad. Sirva este excelente film como metáfora del mundo contemporáneo en el que el la guerra, la Gran Guerra, es la que se libra contra nuestras conciencias.
 
Desde el momento en que los medios de comunicación se convierten en el pilar central que sostiene el edificio de las democracias liberales, dejan de ser un instrumento en manos de la política para ser el alma del cuerpo político en su conjunto, su sustancia. Los federalistas, padres fundadores del régimen estadounidense, se decidieron por el voto universal (de la época) cuando constataron que no peligraba el gobierno de la plutocracia: la gente, convenientemente orientada, elegiría siempre a aquellos que creía más capaces o que defenderían mejor sus intereses.
 
La minoría descubrió que influir en la mayoría puede ser de gran ayuda, dijo el padre de la propaganda Bernays en 1927. Ese mismo año, Lippman -el periodista y teórico de la opinión pública que participó como corresponsal en los interrogatorios de EEUU en la primera guerra mundial-, decía que los regímenes democráticos contemporáneos no podrían sobrevivir sin los medios de comunicación. Lippman era un profeta. El poder de las masas, esa fuerza inmensa recién conquistada, debía ser dirigido para que no pusiera en peligro a los gobiernos. Los pueblos son la gran amenaza de sus gobiernos.
 
Democracia liberal y guerra forman una unidad. La misma que forman capitalismo y explotación.
 
Para que la unidad funcione es necesario que los medios de comunicación sean eficaces en su cometido: subsumir nuestra humanidad. No es fácil. La conciencia humana se atrinchera en nuestra memoria, se hace fuerte con nuestras dudas y pone bajo sospecha los mensajes. Si los nuevos seres no pueden apropiarse de nuestros cuerpos y liquidar nuestra conciencia por lo menos habrán de paralizarnos. Se necesita tiempo ya que la esencia humana tiende a la resistencia, por eso el bombardeo mediático precede a la guerra, o a los terremotos. Los medios son la forma suprema de la guerra. Por encima y antes de que los F16, aviones muy tripulados sobrevuelan todos los días nuestro espacio mental cobrándose nuevas víctimas.
 
Matar y sepultar la memoria: simplifiquemos el mundo
 
Para que pueda darse una guerra no puede haber memoria. Un terremoto es siempre único, circunstancial. La guerra también. La guerra de Libia no es como la de Iraq: hay una resolución del Consejo de Seguridad, la guerra es legal y legítima. El terremoto de Japón no fue como el de 1923, el de ahora ha sido el de mayor intensidad en la historia y ha habido un tsunami. El periodista es el gran encubridor del pasado. La historia no es información, es paisaje. En la era de la información no puede haber memoria.
 
Los medios de comunicación son los primeros en establecer una zona de exclusión. Que no vuele sobre nuestras conciencias ninguna duda ni ningún recuerdo, si los hay, bombardéelos por favor. Decía Bernays en su manual de propaganda que la principal tarea de ésta es simplificar el mundo. El periodista es el “gran pacificador” –perdón-, el gran simplificador. Explica a la gente de forma simple aquello que no lo es. Los matices, las zonas grises crean dudas en el público y le hacen un ser reacio a la compra, ya sea de una mercancía o de una idea. Para que el público pueda ser guiado hay que despejar sus dudas reduciendo su campo de elección: Gadafi o el pueblo libio, Fukushima o crisis energética.
 
Hoy en día no es posible distinguir la información de la propaganda. La propaganda opera en un mundo complejo. La sociedad está fragmentada en múltiples grupos de interés, de aficiones, amigos, familiares, comunidades, ideologías… La función del buen propagandista es generar agregados alrededor de un producto o una idea. La de Libia no es una guerra sino una “operación militar para proteger a los civiles; Fukushima no es una bomba atómica en potencia sino “una enseñanza para mejorar la seguridad de nuestras centrales”. Obama es el prototipo del propagandista, comunicador y político en una sola persona, por eso el imperio sigue siendo el imperio. Para que una mercancía funcione en el mercado ha de borrar las huellas del proceso de producción que contiene, decía Marx.
 
Los nuevos agregados sociales son desmemoriados. Los medios desagregan las resistencias y producen nuevos agregados: voluntades alrededor de un eje común. En general, ese punto común para producir agregados son los sentimientos comunes: repudio de los malvados y solidaridad con las víctimas. Cuando se expone a millones de personas a los mismos estímulos todos reciben las mismas improntas, lo cual no quiere decir que reaccionen de la misma forma. La manipulación es también un juego de probabilidades.
 
Citado por Umberto Eco en “Pensar la guerra”, Cinco escritos morales.
 
 

 

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