Un libro / La garantía de la no realidad que permanece

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Una mujer de hermosura total me dijo en un lugar terrible que la literatura no servía de mucho, pero que era difícil vivir sin libros porque los libros eran vida. Su reflexión ronda por mis sueños casi 30 años. Y no es que haya golpeado mi puerta el fantasma de la vida vestido de libro; el asunto es que cometí el error de leer El metro universal. LAGOS NILSSON.

 

El amor que supo ser (al que me refiero y no pudo conformar Universo) obliga tras el recuerdo a la honestidad, por lo menos en materia de libros —en la que falta a menudo ponderación—; me curo entonces en salud: El metro universal es la escritura de un poeta que tuvo la idea de escribir novela; no es la primera ni su única fuga (temporal, no de traición) a la poesía. Me refiero a Luis Benítez.

 

Y si menciono de partida al autor no es por los méritos o no méritos del texto a que aludo. Lo hago para dejar constancia de algunos hechos. Por ejemplo como Beppo lo consigue, abrir un ojo y observar desde el «blando mundo»; Beppo fue el gato de Jorge Luis Borges (antes lo fue de Lord Byron). Acaso el mismo gato que durmiera sobre los originales de Las flores del mal en el número 25 de la Rue de La Pepinière una tarde de lluvia en París a mediados del siglo XIX.

 

Benítez es amigo, lo cual quizá haga impropio que me refiera a una obra suya: existe la costumbre entre ciertos escritores —indeseable costumbre por otra parte— de prestarse mutuamente a la limpieza o propaganda de sus respectivos traseros; en alguna época de grupos y cofradías se llamó a esa voluntad una conducta de autobombo. No es el caso, tiene el lector mi promesa de que procederé al margen de esa condición de amistad.

 

No la tiene ni la puede tener esa promesa, en cambio, si me pregunta por el protagonista de la obra. No es el gato. Tampoco un perro que páginas más adelante ataca la pechera almidonada de un embajador en la corte del último Napoleón (ese embajador, argentino, tampoco es el protagonista, no podría serlo según nos contará en un largo escrito Juan Bautista Alberdi —que ni siquiera es un personaje del relato).

 

Tampoco protagoniza la hierática dignidad remendada de Baudelaire, ni Saint-Beuve, ni la portera de la pensión de la Rue de la Pepinière, ni el Napoleón III, ni la Montijo (a la que los médicos le prohiben «acercarse» por 12 días). Tampoco la inasible Jeanne Duval. Pero sí, el invierno fluye y las gotas de láudano merodean y el terrón de azúcar recibe el licor de las hierbas malditas tan deseado.

 

Mandan los cánones que se hable o escriba de un libro entregando primero la circunstancia de su escritura y los avatares de su publicación: la vida no se concibe sin un marco que la contenga y permita explicarla. Mas ¿cómo hacerlo con una novela del siglo XIX madurada en la segunda mitad del XX y publicada en el XXI?

 

A veces los poetas que escriben de manera horizontal (en prosa, para los exigentes) trasladan al mundo de las explicaciones que el texto requiere la magia de los duendes que cabalgan la poesía. Dicho eso debe uno apresurase en dejar en claro que la vara o barra de platino que es el metro universal físico tampoco en rigor protagoniza: al contrario, se convierte en huidiza víctima.

 

Nada garantiza que las más de 200 páginas de El metro universal se hayan construido sobre los cimientos locos de la fantasía más desbordada; al contrario: hay un trabajo de investigación duro detrás, un amor tremendo por la literatura sofrenado por la rienda de la voluntad, como se quiere debe ser el amor, que palpita sobre y debajo de la voluntad de estilo. Una voluntad de estilo que no juega a sorprender por su oscuridad y meandros, que sorprende por su claridad.

 

En buena medida la novela no relata, es un ojo que mira y cuenta lo que ve; hay una diferencia entre ver y mirar, y un esfuerzo diferente entre relatar y contar; y esa diferencia la dilucidará quien lea El metro….

 

La Argentina es cuna de buenos novelistas; sin duda ninguno —vivo o muerto— protestará porque Luis Benítez se acerque un día a compartir una copa con ellos. Pero hay más. El metro universal también puede leerse como un mirar en el espejo de la ciudad de Buenos Aires sin querer romperlo para llevarse el aciago brillo de su mitología e intentar por eso trascender.

 

Me dijo un día de invierno Rodolfo Fogwill que el «escritor maldito» de la Argentina era Mujica Laínez. La novela de Benítez probablemente la hubiera leído y gozado Mujica Laínez. No por culterana: por sencilla.

 

Puedo decir que conozco al menos parte de la obra de Benítez desde hace más de 25 años; y el texto al que me refiero es lo mejor suyo que he leído.

 

Para los que necesiten sinopsis
Un elevado personaje de la aristocracia bonapartista quiere corregir la medida de metro físico, otra —que no es elevada— encuentra en uno de los quesos maduros de Francia la sustancia que no altera sus proporciones; un embajador no lo es, pero tramita un empréstito; la Duval goza cuando la castigan y Baudelaire, que no la castiga, sufre por ella mientras el amante de Jeanne busca dinero; Beppo entresueña sobre cuartillas escritas (Borges acaso se permitirá por eso fundar su biblioteca de infinitas estanterías o sus jardines de senderos bifurcados); llueve sobre París en tiempos del opio y del Pernod, del Pasteur que muestra un microscopio y del que reconstruirá la ciudad para evitar otro 1848; hay la amputación de un brazo; Némesis asoma en un teatro de andurriales; Baudelaire es golpeado por la policía; se dinamita un barco; Justo José de Urquiza recibe extraña correspondencia; Beppo es embalsamado; Saint-Beuve, Musset, D’Lisle, Gautier, De Vigny, Víctor Hugo y otros prestan nombres, frases o sombras.

 

Luis Benítez, El metro Universal, 209 páginas.
Pluma y papel Editores, Buenos Aires, 2012.

 

Addenda
Reproche.El libro merecía de la casa editorial haber elegido una tipografía decente.

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