Vida social. La vanidad, otra óptica

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Gisela Ortega *

No hay nadie que confiese ser “vanidoso” o que no esté convencido al menos, que los demás son mucho más arrogantes que él. O ella. La verdad es que las personas no soberbias constituyen una rara excepción.
La vanidad –según definición en diccionarios y obras varias de consulta– es la excesiva confianza y creencia de la propia capacidad y atracción muy por encima de otras personas y cosas. Es el orgullo basado en cosas vanas.

En algunas enseñanzas religiosas se la considera como una forma de idolatría en la que uno sustituye a Dios por lo que Él hace. Las historias de Lucifer y Narciso –de donde se ha sacado el término narcisismo –, son ejemplos demostrativos de lo que puede llevar a ser un completo vanidoso.

El poeta y dramaturgo alemán, Johann Wolfgang Goethe, (1749-1832,) al referirse a la vanidad, señalo: “ciertos libros parecen haber sido escritos no para aprender de ellos sino para que se reconozca lo que sabía su autor. –Agregando–: Se dice que las mujeres son vanidosas por naturaleza; es cierto, pero les queda bien y por eso mismo nos agradan más”.

Honoré de Balzac, (1799-1850) escritor francés, manifestó: “Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir”.

La escritora y socióloga española, Concepción Arenal, (1820-1893), sentencio: “En muchos casos hacemos por vanidad o por miedo, lo que haríamos por deber.”

Friedrich Nietzsche, (1844-1900), filosofo alemán, escribió lo siguiente al respecto: “La vanidad es la ciega propensión a considerarse como individuo no siéndolo”.

Jacinto Benavente, (1866-1954), dramaturgo español, Premio Nóbel 1922, afirmo: “La vanidad hace siempre traición a nuestra prudencia y a nuestro interés”.

El escritor argentino, contemporáneo, Ernesto Sábato, afirmó: “La vanidad es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensaran de nosotros una vez muertos y enterrados”.

Aunque para la mayoría la palabra vanidad encierra un significado negativo, equivalente a algo vicioso –una debilidad por la que una no se ha de dejar llevar–, más bien lo percibo como un sentimiento elevado de la dignidad personal, aunque tanto el hombre como la mujer altiva son considerados como personas no agradables.

Hay profesiones en las que de alguna manera, la tendencia a la vanidad o la soberbia suelen ser muy marcadas: por ejemplo las que tienen una relación directa con el público: la política, el arte, la literatura, el periodismo, el espectáculo –entre otras– que precisan que constantemente se les esté aupando y reconociendo y llegan a tal estado de prepotencia que se pierden.

La vanidad no supone desprecio de los demás, sino simple egolatría, ufanía y sobreestimación de las propias cualidades. Al engreimiento, hijo de la vanidad, muchos lo identifican como una cualidad típicamente femenina, cuando en realidad, los hombres no son menos soberbios que las mujeres, aunque saben disimularlo más hábilmente. Pero ambos persiguen el mismo objetivo: el de cautivar.

No obstante, el reparto de papeles, impuesto desde hace siglos, ha cambiado. El sexo femenino ejerce hoy múltiples profesiones, por lo que no sólo ha de mostrarse atractiva sino también debe ser competente. Asimismo, los hombres saben que sí la eficiencia va acompañada además de una buena imagen el trabajo es más fácil. Tener éxito significa reconocimiento a todos los niveles. Siendo así un deseo perfectamente comprensible.

El amor propio tiene mucho que ver con la presencia exterior. Al procurar destacar nuestras facetas verdaderas y disimular nuestros pequeños defectos, exteriorizamos la idea que tenemos nosotros mismos en consonancia con nuestra apariencia, afianzando así nuestro sentimiento de autovaloración. Pues, si uno se quiere y se gusta a sí mismo, despierta también una reacción positiva en los demás. Visto de esta manera, hacemos bien en ser “vanidosos”.

“La vanidad es un traje terrible” dice un antiguo refrán. Yo diría que, en sentido positivo, es una virtud puesto que motiva, constituyendo incluso una necesidad para la convivencia de los seres humanos además de ser una expresión de respeto y valoración, sobre todo con relación a la pareja. Y encierra todavía otros lados positivos: mucha gente es generosa, compasiva, tolerante, y solícita, sólo porque quiere quedar bien y ser admirada, o sea: quiere agradar.

Si la vanidad es un sentimiento tan común y humano, cabe preguntarse por qué se la considera un defecto. ¿Por qué ha caído en descrédito, si tras ella solo existe el deseo de sobresalir? Si la ambición y el orgullo de una persona sólo van dirigida al exterior, ¿se puede considerar a la vanidad una anomalía?

Un último argumento para salvar el honor del orgullo: si no existiese la necesidad de complacer y distinguirse, el mundo sería menos competitivo y la convivencia bastante más aburrida. Si, por ejemplo, los artistas, que son motivados por hacer gala para destacar y representarse a si mismos, no cultivaran la vanidad, faltaría la “sal a la sopa” de la vida cotidiana. Y ello vale decididamente también para la vida social: en un “mercado de vanidades” siempre hay mayor animación…

* Periodista.
       

 

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