Asesinato de periodistas en México, otra forma de evitar que se conozca la verdad
Gerardo Villagrán del Corral - CLAE
La periodista Lourdes Maldonado se convirtió el domingo último en la segunda comunicadora mexicana asesinada en una semana en Tijuana, ciudad fronteriza con la estadounidense California, y la tercera en todo el país este año. Es la segunda reportera asesinada en Tijuana en este 2022, luego del fotoperiodista Margarito Martínez, atacado a tiros el 17 de enero cuando subía a su desvencijado vehículo en su casa.
Lo mismo ocurrió, por ejemplo, con Regina Martínez, en Veracruz (2012), y con los corresponsales de La Jornada en Chihuahua, Miroslava Breach, y en Culiacán, Javier Valdez, asesinados en 2017 con menos de un mes de diferencia, sin que hasta la fecha se haya impartido justicia plena e inequívoca. Además, el 10 de enero de este año asesinaron en Veracruz, estado del oriente de México, al periodista José Luis Gamboa Arenas, director del medio digital Inforegio, donde daba difusión a problemas de inseguridad y política.
El domingo, cuando Lourdes Maldonado llegaba a su casa en un vehículo tipo sedán, vecinos reportaron un estruendo de cohetes, pero al salir encontraron a la comunicadora herida de bala en el asiento del piloto. Lourdes pertenecía al programa de Protección para Periodistas de Baja California, pero la vigilancia que se le brindó no fue permanente.
Incluso, Maldonado acudió en marzo de 2019 a la conferencia diaria del presidente Andrés Manuel López Obrador en Ciudad de México, donde denunció que su vida estaba en peligro en medio del pleito con Jaime Bonilla, entonces senador con licencia. “Duele mucho lo que pasó en Tijuana, es muy lamentable; vamos a llevar a cabo la investigación”, dijo López Obrador, a quien se le recordó que ella le pidió ayuda al sentirse amenazada por Jaime Bonilla.
Hace un mes, el fotoperiodista mexicano Margarito Martínez Esquivel empezó a recibir amenazas por Facebook, acusándolo falsamente de operar una serie de páginas oscuras donde se ventilaban chismes del submundo del narcotráfico en la ciudad fronteriza de Tijuana, donde vivía. Martínez Esquivel, de 49 años de edad, era un hombre valiente y experimentado en temas de seguridad en México. Conocía de cerca el narcotráfico y sabía perfectamente el peligro que este tipo de acusaciones implicaba.
Contactó inmediatamente a sus colegas del colectivo #YoSiSoyPeriodista, quienes publicaron el 13 de diciembre de 2021 una aclaración de que Martínez Esquivel no tenía nada que ver con estas páginas. «El pseudocomunicador Ángel Peña lo acusó sin pruebas en sus redes sociales de ser el administrador de páginas anónimas dedicadas a publicar crímenes en la ciudad, trabajo que no tenía ninguna necesidad de hacer, pues él trabajaba de manera formal en varios medios de comunicación”, aclaró el colectivo.
También refirieron el caso al mecanismo estatal de protección para periodistas y defensores de derechos humanos, un organismo gubernamental creado durante la escalada de la guerra contra el narco en 2012 por presión del gremio periodístico y organismos internacionales de derechos humanos.
El lunes 17 de enero de 2022, a mediodía, cuando Martínez Esquivel salía de su casa en el barrio popular de Camino Verde para abordar su viejo Ford Escort despintado, se escucharon ráfagas. Cuando su esposa Elena y su hija de 16 años salieron alarmadas a la calle, ya yacía muerto en el piso, al lado de su carro, acribillado.
En el curso de este primer mes del año otros dos informadores han sido ultimados en el país: el fotorreportero Margarito Martínez, también en Tijuana el día 17, y Luis Gamboa, en el puerto de Veracruz el día 10, y que hasta ahora no se conocen los motivos de tales crímenes ni se ha identificado a sus autores.
Casi siempre estos crímenes tienen relación directa con el desempeño profsional de la víctima, por sus investigaciones, sus denuncias, y eso nos ubica no solo delante de un asesinato sino de un ataque a la libertad de expresión y al derecho de la sociedad, de la comunidad, a estar informado, de recibir información veraz,
No debe perderse de vista que el nivel de violencia criminal que se disparó a raíz de la guerra contra la delincuencia declarada a fines de 2006 por el entonces presidente Felipe Calderón, y que aún afecta al país, se ha cobrado centenares de miles de víctimas entre personas de todos los oficios, ocupaciones, profesiones, edad, lugar de residencia y nivel socioeconómico.
La muerte violenta de periodistas, defensores de los derechos humanos y defensores del territorio no sólo destruye destinos, familias y entornos sociales sino que corta de tajo y en forma brutal tareas particularmente necesarias para el colectivo y distorsiona e inhibe funciones críticas para el desarrollo democrático: la libre información, la protección y promoción de las garantías fundamentales, el cuidado del entorno y la posibilidad de resolver problemas por las vías institucionales, señala una editorial de La Jornada.
Por lo demás, la inseguridad se ha ensañado con particular crudeza y se ha cobrado numerosas vidas entre mujeres –asesinadas por el solo hecho de serlo– políticos de todos los partidos, integrantes de las corporaciones de seguridad y de las fuerzas armadas, practicantes de la abogacía, campesinos y trabajadores del transporte, entre otros sectores diezmados.
Sin duda, la responsabilidad primera de proteger la vida de los informadores recae en las instituciones del Estado en todos sus niveles, pero también de los medios –las empresas periodísticas- que suelen indignarse por los hechos, pero no aportan medidas para proteger a sus comunicadores.
La propia sociedad debe involucrarse de lleno en la construcción de la paz y no abandonarse a la resignación o, peor, a la indiferencia, agrega La Jornada.
* Antropólogo y economista mexicano, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)