Cabanga navideña

2.042

Adriano Corrales Arias.*

Las navidades en mi vida siempre han sido unas fechas nostálgicas, tristonas, casi dolorosas. Independientemente del sesgo religioso en términos de imposición cultural y aparte de algunas experiencias en soledad o en otros países, tal vez por las condiciones de una infancia rural y de familia pobre.

Una de las imágenes que nunca me abandona es la siguiente: Ciudad Quesada, tarde lluviosa y fría de diciembre frente al almacén más importante de La Villa: el del finado Fued Sauma. En una de sus vitrinas se exhibe un juego de arquería extraordinario para mis fantasías de Robin Hood o de guerrero sioux/cherokee.

El almacén es familiar y uno de los hijos (¿o nietos?) de don Fued, casi de mi edad, (debo tener unos 10 años) pero con la tenacidad libanesa para las ventas, insiste en sus ventajas comparativas. Mi madre me acompaña, de seguro hace cuentas sobre los pírricos ahorros para los regalos. En mi inocencia le suplico que lo compre, que me lo regale, pero madre rechaza la oferta con cortesía, casi con timidez, y trata de convencerme de su poca calidad lúdica. Al final voy llorando y pataleando acera abajo porque nunca tendré el maravilloso artefacto.

Años más tarde, cuando comprendí el valor de cambio de las mercancías y los sacrificios de mis padres para las navidades (¡somos 12 hermanos!), me expliqué muy bien el juego financiero de unas fiestas que entonces tenían un componente comunal y que devinieron en una vulgar feria mercantil donde la solidaridad y los valores cristianos se diluyeron en el descarnado juego de la oferta y la demanda. Hoy, al escribir estas líneas, no puedo dejar de pensar en los miles de niños que en mi país (para no hablar de otras realidades más crudas) no podrán disfrutar de un regalo decoroso porque no tienen siquiera lo básico para su crecimiento y desarrollo humano.

Esa perspectiva no me permite ser optimista y animado en estas fechas tal y como lo propone la fanfarria mercadotécnica. Por supuesto, entiendo muy bien los afectos familiares y la profunda ternura y alegría en el rostro de mis nietos a la hora de abrir un presente. También la necesaria confluencia familiar para fortalecer los vínculos de pertenencia y de fraternidad. Lo mismo para los seres queridos del entorno personal: las amistades más cercanas y/o los vecinos que aún no han perdido su carácter comunal.

Sin embargo, la cabanga por una infancia carente de regalos caros o lujosos pero  plena de regocijo callejero, de juegos colectivos, de trabajo familiar (corte y limpieza de las hojas, molida del maíz, preparación de los tamales en serie) para las comidas compartidas y de cariño maternal con la presencia central de mi padre, siempre me ronda en una época cargada de publicidad espuria, ventas a granel, estulticia mediática y falso candor. Una infancia adornada con el pasito o portal navideño y no con el árbol nórdico (¡en pleno trópico!) o el mofletudo Santa Claus cual gendarme corporativo.

En estas fechas no puedo sustraerme a un mundo cooptado por el mercado y las asimetrías sociales, un mundo al borde del quebranto ambiental y planetario. Es decir, una sociedad globalizada con el garrote, la lascivia y la exclusión. Aunque, claro, debo decir que también con la esperanza de otro mundo posible donde las navidades regresen a su contenido comunal y donde el compartir sea una práctica real y no un programa virtual. Un mundo otro, como las navidades de mi infancia: pobres pero dignas en su contenido y en su simbolismo.

En todo ello pienso cuando me arriesgo por las “felices navidades y un venturoso año nuevo”.

*Escritor.

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2 Comentarios
  1. Lucía dice

    Feliz navidad poeta!! Me gustó el relato!!

  2. Olga dice

    Igualmente me cobija la nostalgia en estas fechas, por los miles de niños olvidados, que no tendrán ni que comer…donde con gran impotencia…y relativa ayuda…solo me queda agradecer a las fuerzas del universo por los que están mejor…pero quizás muy solos…

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