EU: los dos gerontes y la crisis de confianza política y social
En Estados Unidos se vive una crisis de confianza política y social. Las mayorías no creen en la propaganda del poder sobre cómo funciona su país. Los candidatos de los dos partidos tradicionales son desaprobados por mayorías –62 por ciento a Joe Biden y 60 por ciento a Donald Trump– y 26 por ciento tienen una percepción negativa de ambos.
Y no hay nadie más por quien votar, porque no ha cristalizado la opción de un tercer partido y nombres como los independientes Cornel West o Robert F. Kennedy Jr. solo servirían para drenar un puñado de votos a los demócratas.
La disfunción en el Congreso, el partidismo tóxico, la violencia armada y la crisis migratoria en su propia casa, y hacia afuera el respaldo a guerras en Ucrania y Medio Oriente, son desafíos que enfrenta EU en 2024, y que serán también los de 2025.
En cuanto al Congreso, los logros tendieron a centrarse en evitar el desastre, como ocurrió en junio del año pasado cuando en un momento de máxima urgencia se evitó que el país entrara en un perjudicial impago de la deuda.
Donald Trump parece ser, a priori, el ganador en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de noviembre de este año. Joe Biden y Donald Trump son dos ancianos (por no decir gerontes), nacidos con cuatro años de diferencia en la década de 1940. Biden tiene 81 años y Trump 77. Vale recordar que la esperanza de vida media de los hombres en EU es de 73 años.
Chris Maisano señala que aunque el nombre de Biden se ha convertido en metonimia de lapsus de memoria y deslices orales públicos, a Trump no le faltan momentos propios de la tercera edad. Según Jamelle Bouie, columnista del New York Times, Trump se beneficia de la «intolerancia blanda de las bajas expectativas», porque pocos esperaban que llegara a presidente o se comportara como un político «normal».
Por eso, cuando confunde a Nikki Haley con Hillary Clinton, a Kim Jong Un con Xi Jinping, o describe el funcionamiento de un sistema de defensa antimisiles con una extraña retahíla de pitidos, casi nadie se inmuta. Pero a Biden se le imputa ser demasiado débil para mantener el poder y proteger a los ciudadanos estadounidenses en un mundo tumultuoso, y de eso se provechan los republicanos.
La campaña de Trump presenta a Biden como un debilucho demacrado mientras celebra a su candidato como un arquetipo de masculinidad viril. Para ellos, Trump es el gran padre cuya mera presencia en la Casa Blanca basta para ahuyentar a los migrantes de las fronteras, mantener a raya a China y Rusia y contener la violencia en Medio Oriente.
La semana pasada, la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, ordenó el despliegue de tropas de la Guardia Nacional con chalecos antibalas y armas largas en el metro de Nueva York, para que los viajeros y turistas se sintieran más seguros, siguiendo el verso republicano de la anarquaía urbana en año electoral. Lo que logran estas medidas es reforzar el ideario de la derecha, a la vez que aliena a los progresistas y no convence a nadie de que los demócratas son «más duros» que los republicanos.
Pero no se trata de realidades sino de percepciones. Más allá de datos y estadísticas, la política de la delincuencia y la inmigración no suele conducir a ningún tipo de discurso racional, independientemente de lo que nos digan los hechos o los datos.
Hay muchas pruebas que demuestran que el país estaría peor económicamente si los niveles de inmigración fueran más bajos, pero difícilmente se oyen ante la catarata de historias alarmistas que los políticos, la prensa sensacionalista y los canales de televisión bombean a diario.
Una de las cosas políticas más perjudiciales que se le endilga al gobierno de Biden es la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, escenario de una guerra fallida en la que ya nadie creía, porque millones de estadounidenses, por encima de cualquier diferencia social, están profundamente identificados con la idea de EU como la nación más grande y poderosa de la Tierra.
Cualquier cosa que desafíe o socave esa imagen resulta muy inquietante para mucha gente, lo que a su vez da oxígeno a figuras reaccionarias que pregonan fantasías de «paz a través de la fuerza», tanto en casa como en el extranjero.
¿Podrán los estadounidenses aceptar una concepción de identidad colectiva que no se base en proyecciones de grandeza nacional y supremacía armada? Quizá puedan, pero será producto de un largo y desgarrador proceso de transformación cultural, después de digerir y evacuar el mantra trumpiano de Make America Great Again (MAGA).
Esa democracia no funciona
Sólo cuatro por ciento de los adultos estadounidenses consideran que el sistema político está funcionando muy bien y seis de cada 10 expresan poca confianza sobre el futuro de ese sistema. Sólo 16 por ciento del público dice confiar en el gobierno federal siempre o la mayoría del tiempo –un largo deterioro desde 1958, cuando tres cuartas partes de los estadounidenses confiaban en su gobierno.
83 por ciento dicen que a los políticos electos no les importa qué piensan los ciudadanos ordinarios. Tres cuartas partes de los estadunidenses (76 por ciento) opinan que el gobierno está bajo el dominio de unos cuantos grandes intereses y donantes ricos que financian las campañas electorales.
Para fuerzas progresistas (que las hay), el desafío es convencer de que otro futuro es posible. Eso se está haciendo desde hace tiempo y tomó forma a escala nacional con la campaña del demócrata-socialista Bernie Sanders, y hoy continúa en diversos movimientos sindicalistas, ambientalistas e inmigrantes, entre otros. Hay señales de inteligencia, pero está por verse si son suficientes como para llevar a otro destino a este país.
*Sociólogo y analista internacional, Codirector del Observatorio en Comunicación y Democracia y analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)