El mensaje de la memoria

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Grosso modo, hablamos de macroeconomía para referirnos a las cifras que prueban —o parecen probar— cómo «progresa» o se «hunde» la actividad productiva de un país; hablamos de simplemente economía cuando se hunde la mano en el bolsillo para rasguñar lo necesario que permita pagar las cuentas hogareñas —y a veces el pan cotidiano. ¿Y qué decimos cuando pronunciamos la palabra que odia el poder: cultura? | RIVERA WESTERBERG.

 

La cosa es compleja. Si nos referimos a cultura como el contenido de la suma de espectáculos que se muestran para eso que llaman entretener, el poder suele mantener la distancia de su impuesta dignidad, y ahí está «la tele» para probarlo.

 

Si cuando decimos cultura consideramos la inversión «ejecutada» por el poder para programar o permitir la programación de esos espectáculos, el poder se regodea. Pero…

 

Pero si cuando hablamos de cultura nos referimos a lo que bulle libre en la trastienda de lo visible, y pugna por corporeizarse en los recovecos de la vida social, entonces, de inmediato, el poder se pone en movimiento: las pulgas pican —o muerden— sus posaderas.

 

El lugar de la memoria
Es lo que sucede con la memoria que, como esas biografías no autorizadas por el biografiado, suelen enseñar un perfil cuando menos poco agraciado de aquel en sus páginas; un ejemplo es la biografía no autorizada de Sebastián Piñera escrita por el periodista Ernesto Carmona, en Chile, o —en un plano más general— Que el verdadero terrorista se ponga de pie el filme de Saúl Landau o cualquier película de Michael Moore, en Estados Unidos.

 

El arte, esa producción inútil que, para algunos, sólo debe ser fuente de placer —el «goce estético»— se imbrica en la memoria como factor de reconocimiento y objeto de interpretaciones; vale la pena acercarse a la obra de Andrés Titi Gana, cuyas pinturas colgarán en una retrospectiva fascinante que abarca 40 años en el Museo de Bellas Artes de Santiago hasta este fin de semana. Como Fellini, Gana no pretende demostrar nada, se contenta con mostrar —y de buen humor.

 

Suele quizá sospechar el poder que la lección de la cultura en ocasiones deba ser interpretada como «enemiga de la democracia», producción aleve individual o colectiva que hace daño a la estabilidad de las instituciones que permiten su ejercicio.

 

Uno de los cómplices más terribles de la cultura en cuanto actividad social es la memoria; la memoria no los recuerdos particulares.La memoria, esa huella que desafía los tiempos y construye identidad.

 

Es memoria —es decir: su historia como nación, para no ir más lejos— esa suerte de fuego prometeico que alimenta las batallas mapuche; es memoria —y construcción de memoria— lo que sujeta las febles barricadas estudiantiles en Santiago y provincias y permite volver a levantarlas luego de los apaleos y vejaciones a que son, esos estudiantes, sometidos.

 

Es falta de memoria —y mero refocilarse— lo que permite el acceso a la vida publica dentro de los márgenes del Estado a personajes como Jovino Novoa y otros «udicentes» con aspecto de pastel aplastado, como un tal Lavín; la misma ausencia de memoria que autoriza los virajes de otros y seguir, empero, llamándose socialistas.

 

A veces, y es triste, la memoria conforma un punto, una hilacha en el tejido social desgarrado que lucha por descubrir qué fue ese tejido, qué es es en el presente, que podrá ser en el futuro.

 

Los hilvanes de la memoria
La suma dialéctica, si cabe el término, de cada hilván no siempre logra reconstruir el tejido a contrapelo del espectáculo que manosea y envuelve, pero al menos impide nuevas rasgaduras. No son puntadas fáciles.

 

Las mujeres saben mucho de eso, como aquellas que en el Norte Grande buscan «sus» huesos —que son los de otros— entre el caliche, el viento y la altura, tal como lo relata Virginia Vidal aquí, en este mismo portal.

 

Esos hilvanes de memoria son lo que cierran la puerta a la barbarie, como de enseña el largo trabajo del periodista mexicano Mario Casasús para que aparezca el rostro verdadero de la muerte de Pablo Neruda; trabajo insistente, amargo y no absolutamente solitario, según queda claro en palabras de su colega Carolina Rojas, que se pueden leer también en este portal.

 

Todo, porque la memoria no es asunto personal, es obra colectiva aunque, como en el caso de los libros de Günther Grass en Alemania o de Osvaldo Bayer en la Argentina, sea un escritor el que los firme. Libros, los de Grass o Bayer, que distan como el fulgor de una nova que advierte un instrumento científico desde la Tierra, años-luz de los pobrísimos arpegios tangueros dedicados a los amores de Allende que pretendió luminar un tal Ampuero —enviado a México como representante de Chile en flagrante ofensa a la Mistral (asunto que evidentemente ni el gobernante chileno ni el mexicano podrían saber).

 

Memoria: como la que surge y canta con Alexandra Acuña —que teje los hilos en cada recital, enlazando su tierra, la chilena, con la de Nicaragua donde compatriotas suyos dieron su vida— haciendo caso omiso a la torpe búsqueda de la «fama» que podría darle la comercialización banal de su enorme talento.

 

Buscando enhebrar la aguja de esos hilvanes que reconstruyen la memoria, Ediciones Pájaro Negro y el pintor Róbinson Avello, con ayuda del barrio, convocan a la realización de un mural en homenaje de vida a aquellas mujeres masacradas por la insania militar-cívica cuando la última dictadura chilena; ellas fueron asesinadas junto a sus hijos nonatos en las mazmorras que los gobiernos posteriores a 1990 quieren olvidar.

 

Lo más hermoso de la convocatoria será la presencia de adolescentes —alumnos secundarios de liceos en toma y paro— en la calle Erasmo Escala, barrio Yungay (que también así defiende su identidad); la muerte, es decir, no fue el final ni el olvido de los nombres de las inmoladas. Manos de niñas y niños toman la posta del humanismo y de la dignidad.

 

Y es esa tarea, cubrir ahora con la dignidad que otorga la memoria los huesos de esa calavera que besó Miguel Hernández encarcelado en España, la que cumple Javier Rebolledo con La danza de los cuervos, libro que se presentará el sábado 25 de agosto en Villa Grimaldi, en Avenida José Arrieta, La Reina.

 

La vida, no la muerte es el mensaje de la memoria. El olvido no tiene perdón.

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