El mito de la democracia electoral

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La democracia burguesa se reduce al espectáculo electoral que se celebra cada cuatro años y que supone que es la gente, o si se prefiere, el pueblo, quien elige a los candidatos, partidos y programas… ¿Cierto? No realmente. En todas las democracias los políticos pasan por un complejo proceso de selección que le asegura al verdadero poder que ellos no constituyen una amenaza a sus intereses.

Los que se salen del libreto son eliminados como Salvador Allende en Chile, removidos del poder como José Manuel Zelaya en Honduras y Dilma Rousseff en Brasil o se cambia el régimen como intentan en Venezuela. Los otros, bien conscientes de esto, entran en política sin ninguna intención de cambiar fundamentalmente el sistema o desafiar a la clase dirigente. Es la última domesticación de los que hasta hace poco se llamaban socialistas.

El sistema es sorprendentemente eficaz en conocer, absolver y luego transformar los desafíos más radicales que bajo el peso de la oligarquía global terminan disolviéndose. Por supuesto, algún cambio ocurre, pero siempre de acuerdo a lo que la elite económica permita. La gente puede protestar, marchar y concentrarse todo lo que quiera, pero la oligarquía tiene bastante poder y habilidad para guiar las protestas hacia donde quiera. Los medios de información, los partidos políticos, las fuerzas de seguridad, los gerentes de industria y de las finanzas más el Fondo Monetario Internacional configuran la imagen política dentro de la cual nuestras acciones ocurren. Frente a este panorama,  ¿queda algún incentivo real para votar?

Según se dice, si no votas, no tienes derecho a reclamar. Y, sin embargo millones y millones de personas con derecho a voto en las democracias occidentales rehúsan votar. De acuerdo a un estudio del Banco Mundial la participación electoral en el mundo disminuyó del 80% en 1945 al 65% en el 2015. El mensaje es simple: “hemos perdido la fe en la democracia electoral”. Como se rumorea, “si votar hiciera alguna diferencia, ellos no nos dejarían votar”.

No es solo una desilusión acerca de los candidatos y sus programas, es una desilusión acerca de las instituciones democráticas mismas. Si el sistema ni siquiera tiene la voluntad de enfrentar los peligros presentes y que son bastantes, ¿que razón tenemos para tener fe en él? Tácitamente, los que se niegan a votar han concluido que el sistema no necesita cambiar desde dentro. Necesita ser reemplazado.

El calentamiento global ha sido la prueba suprema de la democracia electoral. Si no puede abordar este peligro existencial, ¿para que nos sirve? Si la evidencia muestra que el votar no funciona, cuando votamos, la pregunta es, entonces ¿quien se beneficia?

La respuesta la podemos encontrar en la distribución de la renta nacional. El 1% ahora posee la mitad de la riqueza mundial (Credit Suisse Report). Votar está bien lejos de ser un ejercicio popular en defensa del interés de la mayoría. En verdad, es la entrega de nuestro poder como miembros de la comunidad. Es la afirmación del sistema imperante. Es la falsa esperanza de que el próximo líder arreglará las cosas. Es la renuncia a decir “No”.

El gobierno, o mejor aún, el orden económico, necesita la legitimación que proviene del voto del pueblo. Decir “No” es una poderosa arma política que como miembros de la sociedad tenemos para deslegitimar el poder oligárquico. ¿Qué pasaría con una abstención del 90%? ¿Qué legitimidad tendría un gobierno con una participación electoral de sólo el 10%?

Pero esto no ocurre. Seguimos participando en el rito electoral porque aún creemos que se puede encontrar contenido donde ya no existe. El problema es que ello nos desvía de la necesidad de explorar colectivamente cómo gobernarnos y enfrentar el futuro. En la situación actual votar no es el ejercicio popular del poder político, sino la renuncia del poder que poseemos como miembros de una comunidad.

Los sistemas despóticos pueden torturar y matar a quien quieran, invadir y derribar gobiernos y explotar a otros países sin tener que darle explicaciones a nadie. Es el ejercicio irrestricto del poder. El capitalismo global, en cambio, no puede darse este lujo. Necesita la simulación de la democracia que el consumidor occidental desesperadamente reclama para encubrir la maquinaria criminal del imperio corporativo y la riqueza obscena de la elite internacional. El condicionamiento del ciudadano occidental a creer que vive en “el mundo libre” no le deja a la clase capitalista dirigente otra elección que mantener la ficción democrática. Sin ella ¿qué quedaría del imperio?

Para quitarle el poder a la aristocracia feudal, la burguesía le ofreció el concepto de democracia a la masa trabajadora. Desde entonces Libertad e Igualdad ha sido la narrativa oficial del capitalismo hasta ahora. Por supuesto que la vida en el capitalismo es más democrática que en el despotismo feudal. No es que el capitalismo sea intrínsecamente malo o perverso. Es, más bien, una máquina cuya función primordial es la de eliminar cualquier valor despótico para reemplazarlo por uno solo: el valor de cambio determinado por el mercado.

Es esta máquina la que cambió la tiranía del sacerdote y del rey por la tiranía del libre mercado, que transforma todo en mercancía. Pero, a pesar de este cambio, el capitalismo no nos condujo a la democracia, al “gobierno del pueblo y por el pueblo” y hoy ya ha alcanzado el límite de la libertad que puede ofrecer sin correr el riesgo de desequilibrar toda la estructura imperial.

En el fondo, la libertad que ofrece es la libertad de elegir entre una variedad de opciones que no tienen mucho que ver con la democracia. Libres para trabajar, para amar a quien queramos, comprar, endeudarnos, insultar al presidente, a los parlamentarios, incluso al Papa, algo inimaginable en un Estado despótico. Pero, esto es lo más lejos a lo que se puede llegar. Nunca la clase capitalista dirigente va a permitir gobernarnos a nosotros mismos de una manera significativa. Los salvajes reaccionarios que gobiernan el mundo no tienen ninguna consideración por el sufrimiento del otro.

Esta seudo libertad que encontramos dentro de este arreglo temporal ha distorsionado completamente el significado de lo que podría ser una auténtica libertad y, peor aún, ha debilitado la voluntad para actuar con propósitos orientados hacia una verdadera igualdad humana. Si libertad ha venido a significar la libertad del individuo para triunfar materialmente, lo que deja afuera a la mayoría de la gente, entonces tenemos que rechazar esa libertad y todo lo que viene asociado a ella.

La democracia electoral no es el fin de la historia. No hay sistema político que haya sido eterno y esta no es la excepción. El anhelo de las organizaciones populares siempre ha sido el de dejar atrás este orden de cosas para crear sociedades mas democráticas, económicamente igualitarias y sostenibles. Una utopía ciertamente, pero… ¿cómo podríamos mantener una política de la esperanza, una política de cambios y transformaciones sin utopías? El valor de una utopía radica justamente en la creación de proyectos, en la generación de nuevas esperanzas y en la formulación de fines que funcionen como factores subversivos de la realidad presente.

Hay bastante acuerdo entre la izquierda no domesticada de que no hay salida de la continua catástrofe que ha ocasionado la hegemonía capitalista global, fuera de la desobediencia masiva, la negación revolucionaria, la huelga general o la insurrección para deslegitimar la autoridad. Es dudoso, sin embargo, que esto pueda ocurrir en el próximo futuro considerando que casi todas las organizaciones obreras y de masas han sido debilitadas o destruidas por el neoliberalismo. El espontaneismo nunca ha funcionado muy bien en el pasado y si agregamos a esto el control mental que ejercen los medios de comunicación e información, lo que viene no es muy alentador.

 

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