Homo cornetus maximus

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Nadie podrá decir cómo se dieron los hechos. Nadie sabrá dónde estuvo el origen, dónde se acabó todo. Nadie pedirá perdón por cada encadenamiento. Habrá que resignarse a la tiranía de las palabras. Así fue y así será, y así estaremos condenados a decir, en el reino de lo arbitrario, que en cosa de meses sucedió con la Pili. Algo la convenció de someterse a una liposucción. Algo la convenció de usar la grasa sobrante del vientre para engordarse el trasero. Algo la decidió a colocarse implantes mamarios, o sea tetas. Algo la decidió, por otra parte, a casarse por la Iglesia aunque llevaba diez años de matrimonio civil y ya tenía tres hijos. Algo, digamos la misma euforia, la hizo contratar una productora de eventos para encargarse de la fiesta y una diseñadora de vestuario para elegir los trajes de novia, no uno sino tres.

Ese algo –esa euforia– estaba costando bastante dinero y no era el marido quien lo financiaba sino su padre, dueño de una automotora en Irarrázabal. Pues su padre siempre había velado muy cerca de sus necesidades y más cerca aún de sus sueños, por esa comarca donde sobrevuelan ciertos padres y tienen prohibición de ingreso ciertos maridos, que deben compensar su inferioridad con una obediencia canina.

Así fue, así será. La Pili andaba pasada de revoluciones y su marido era incapaz de seguirle el ritmo (cuando hay plata de por medio el ritmo es más fácil de seguir, así fue y así será). Así andaba la vida de la Pili. Vista desde afuera, se había desplazado durante años por una correa transportadora, hasta cruzarse con esos tres émbolos (cirugía estética, matrimonio religioso y fiesta) que le cambiaron la velocidad y la situaron en esa dimensión donde, visto desde adentro, las cosas toman una consistencia más real.

Así es. Ahora se permitía usar patas, calzas, hot pants, bluyines ajustados y petos para lucir sus tetas nuevas. Estaba como poseída por los preparativos para la boda, ocupada en cada detalle: cada plato, cada bocado, cada canapé, cada trago, cada arreglo floral, cada canción que sonaría esa noche del futuro –dentro de cinco meses– que había invadido el presente incluso con un logo nupcial que se imprimiría en pendones, lienzos y bolsas de regalo. A cada invitado lo elegía con pinzas como a especies de un insectario.

*

Que a nadie le extrañe entonces, ya que estamos, que en la noche de los hechos, por no decir del hecho, la Pili siga hablando de la fiesta y exija a su marido un pronunciamiento sobre los canapés y los tapaditos, sobre el orden de las canciones, la combinación de las flores, el color de los manteles y todo lo demás. La Pili ya tomó sus decisiones y no piensa cambiarlas aunque su marido esté en desacuerdo. Pero el asunto, esta noche y también las anteriores, es que necesita verlo involucrado, tan comprometido como ella, y como José no da la nota aunque se esfuerza, la Pili se va enconando por esa falta de sintonía en un proyecto que es de a dos. Eso no se discute.

Es sábado y es de noche, y están en el living-comedor con el invitado de siempre, Mario, el Chancho. Así lo llama José y su amigo lo llama de vuelta el Bacteria, por el personaje de un programa infantil de hace más de veinte años que usaba un disfraz verde con retazos de espuma plástica. Sólo entre ellos se permiten ese trato, a nadie más le otorgan la confianza para decirse a la cara lo que en el fondo piensan del otro.

Esta noche la Pili calentó una pizzetas en el horno y su marido se encargó de las piscolas. El invitado engulle una tras otra sin ninguna conciencia de su voracidad. Eres un cerdo, le dice su amigo y Mario se encoje de hombros. Afuera todavía se oyen las voces de niños jugando en el pasaje y ya empiezan las fiestas de rigor con música a todo reventar. Es sábado por la noche. Así fue y así será. En esta casa se escucha música de los ochenta aunque los dueños y el invitado pertenecen más bien a la generación siguiente. Pero los ochenta, con sus canciones, sus comerciales televisivos y sus jingles, les inducen una nostalgia difusa. Desde este lugar la dictadura es un decorado lejano, periférico, bastante anecdótico. Digamos que el tiempo y algo más han hecho su trabajo.

Así fue. ¿Será así? Nadie lo sabe. Los niños del matrimonio se turnan para acusar el golpe de un hermanito, para pedir las cosas más insensatas –a las que la madre presta atención como si tuvieran algún sentido– o llevarse una pizzeta a la boca y luego seguir jugando cada uno con su teléfono celular. Así hasta que llega la hora de acostarlos y la Pili parte al segundo piso para ponerles el piyama, preparar la mamadera del más pequeño, cambiarle pañales, apagar la televisión y las luces y esconderles los celulares para asegurarse de que se duerman y por fin les concedan un tiempo de paz, lo que sucede las noches de viernes y sábado más o menos a partir de las once.

*

¿Fue así? ¿Así será? Cuando los amigos se quedan solos en living-comedor vuelve a asomar lo que viene pespunteando en sus mentes, es decir, la pregunta que se arrojan a la cara como una pelota de tenis, es decir, ¿cuál de los dos es el más cornetero? ¿Cuál merecería el cetro del homo cornetus o corneterus?

Para beneficio del lector y una posible comprensión de los hechos, sus causas y orígenes, digamos que el homo cornetus o corneterus es una especie de categoría antropológica que se han inventado. Más que una acusación, la pregunta lanzada hacia el otro es una apelación a despojarse de las máscaras y asumir su verdadera condición; a esta hora de la noche, el asunto más bien sería aceptar que ambos pertenecen a esa categoría y llevar adelante todas sus consecuencias.

Y, sin embargo, la cuestión esta noche está subiendo de tono y la Pili desde arriba les pide cada tanto que bajen la voz para no despertar a los niños. Pues resulta lo siguiente, esta noche: hay un punto de quiebre en el camino del homo cornetus o corneterus y los amigos se consideran a sí mismos en ese punto, uno frente al otro en los sillones, con una piscola en la mano, con los ojos vidriosos. Han formado una consultora contable y tributaria a espaldas de la empresa con el propósito de llevarse todos los clientes el día en que logren la independencia laboral. Y así están, de momento. Se culpan uno al otro de dedicar demasiado tiempo a la empresa y muy poco a la consultora. En esta puja Mario lleva la delantera con unos argumentos ante los cuales el Bacteria comienza a retroceder.

En eso vuelve la Pili del segundo piso y se involucra en la discusión tomando partido inmediato por su marido, que ha seguido reculando ante unas pruebas al parecer irrefutables para quien observe desde afuera. Los ha escuchado desde arriba y tiene bastante que opinar. Y lo hace, así es. Opina con sus propias palabras, en una suerte de declaración fuerte. Lo que intenta decir la Pili es que el homo cornetus sabe articularse en forma oportuna dentro de la trama de poder. Para ella se trata de una habilidad, incluso de una virtud. Lo dice con sus palabras, esta noche. Pues el homo cornetus, o corneterus, como ellos dicen, no se engaña respecto de lo primordial: la existencia humana, en último término, es una cuestión de supervivencia. Así es. La Pili exige una piscola. Su marido le rellena el vaso entusiasmado con el cambio de humor, con la perspectiva de recalar en su cuerpo caliente al final de la noche. Aunque con la Pili nunca se sabe. El niño más pequeño llora y por suerte vuelve a callarse enseguida. Marido y mujer piensan que ha llorado en sueños, pues de vez en cuando sufre pesadillas.

*

Así fue y así será. La Pili se acuerda de un libro leído hace mucho tiempo, allá por la adolescencia. Porque su madre leía y a su padre no le importaba si la hija leía o era cuasi analfabeta. Su madre murió y su padre sigue vivo, y que cada cual saque sus conclusiones, pongamos. A todo esto, Mario y José sólo se prestan libros de liderazgo, en razón de dos o tres por año, que nunca terminan. Se han mantenido en cuarentena literaria de por vida.

El libro que la Pili invoca esta noche se llama Sobre Héroes y Tumbas, la novela de Ernesto Sábato. Nombre poco argentino para los amigos, más familiarizados con los futbolistas del otro lado de la cordillera. Ella todavía se acuerda de un episodio bastante macabro, la parte en que un portero y una mucama quedan encerrados en el ascensor de una casona de campo y los encuentran allí después de varios meses. Es evidente que ha habido una lucha a muerte. El cadáver del hombre está íntegro, en cambio el de ella está repartido, los huesos dispersos como si el portero caníbal la hubiese devorado miembro por miembro.

Lo que esta noche probaría ese episodio que ha venido a la memoria de la Pili, ante el cual Mario se muestra muy curioso como si un aire de lucidez lo sacudiera de su embotamiento, es, digamos, que el homo cornetus ha entendido que la realidad se encuentra en el nivel de un ascensor en una casona de campo. En cualquier momento nos quedamos atrapados dentro con una persona más fuerte o más débil, y ya se verá entonces. El homo cornetus posee el olfato más desarrollado y puede captar el fondo de la situación antes que nadie. Algo así ha querido decir la Pili, con sus propias palabras, y José lo redondea con la hipótesis de una segunda fase, digamos el punto de quiebre, cuando el cornetus llega a lo más alto y cambia de signo. El poder está con él.

*

El silencio que sigue puede interpretarse como conformidad con lo dicho y entonces la Pili abre un catálogo de imágenes o un book, como lo llama, traído del segundo piso, donde es posible consultar ideas para los trajes de novia. Ya ha elegido sus tres opciones pero también, en este caso, necesita saber qué piensa su marido, quien ha vuelto de la cocina con la segunda camada de pizzetas recién salidas del horno. Las masas rebosan un queso pringoso. La Pili y su marido miran a Mario mientras con la lengua persigue desde abajo las hilachas hasta zamparse la pizzeta de dos mordiscos. José vuelve a decirle: Eres un cerdo.

Estamos en los vestidos de la novia. Así es. La Pili les ordena que se sienten con ella, uno a cada lado, en el sillón de tres cuerpos que da la espalda al ventanal por donde entran las voces de los niños y el bum-bum profundo de otra música, no la de esta casa en el borde interno de una ciudad satélite. El book se encuentra abierto encima de sus piernas y a José no le incomoda que su amigo Mario esté invitado a opinar sobre un tema íntimo, demasiado femenino quizás, como podrían ser los trajes de novia de su mujer. José está a punto de decir que ya hablaron de lo mismo la noche anterior, por no decir todas las noches desde hace dos semanas, pero se guarda el comentario y sólo se atreve a preguntar por qué tres vestidos y no uno, como todas las novias del mundo. Mala idea.

La respuesta está en el aire, querido lector, en un árbol invisible plantado en medio del living de donde pueden descolgarse respuestas para cualquier pregunta. Podría ser el árbol de la sabiduría, pero el que aquí escribe tiene sus dudas. El hecho es que la Pili coge un fruto, y dice: Una sola vez en la vida voy a casarme ante Dios. Lo viene madurando desde hace tiempo, no como la primera vez, cuando eran unos niños muertos de susto. Se ha ganado el derecho a decidir cómo será su boda, porque será la última. Si alguna vez se separa, no vuelve a casarse nunca más, y tampoco piensa tener más hijos. Y eso que todavía está en edad, le recuerda a su marido.

Así ha dicho. Con la seguridad de contar con un árbol invisible cargado de frutos a los que echar mano. Tal vez por efecto de las piscolas José visualiza otro árbol como ése plantado en medio de la oficina al que los jefes echan mano para sus respuestas de acero. Así es la vida, se dice. Acerada. Por todos lados árboles invisibles plantados en la realidad, de ningún modo en los sueños. Entonces el niño vuelve a llorar y la Pili piensa que se ha hecho caca. Pero puede esperar un rato, no es urgente. Quién no se ha cagado alguna vez, interviene Mario riéndose. José aún adeuda una opinión sobre los trajes. Así es y seguirá siendo, esta noche y bum-bum.

Y a todo esto. El Chancho está como embotado; ya se dijo. Pero si uno lo observa con detención, durante un rato, advierte que ese rezago respecto de la velocidad de los hechos, esa digestión espiritual en cámara lenta, algo desconcertante en principio, le concede un aplomo natural, un aire de indiferencia ante al acontecer. Así está. No se ha pronunciado sobre los trajes. No piensa hacerlo. Hace un momento atendió a la rápida, cortante, una llamada de su mujer, a quien mantiene lejos de sus amistades, en otra clase de cuarentena, pongamos.

*

Ah, sí: es de noche y es sábado, la rueda del mundo gira en son de olvido, los árboles ofrecen respuestas como frutas, José y su amigo Mario aprovechan que la Pili reclama sus cigarrillos y con ese pretexto salen hacia la botillería. Van por el medio de la calle acusándose de flojera mutua. La puja del homo cornetus se alza de las cenizas. Pero el Bacteria está cansado de una discusión sin sentido, a su modo de ver, y se juega la carta de otro tema que viene pespunteando en sus mentes, y si el primero era de color azul, éste pareciera más bien rojo, y el fondo de la noche resulta blanco. Digamos que se han juntado los colores de la bandera nacional, en esta parte de la historia.

Pero bueno. El caso es que están hablando del estafador Garay, que los tiene fascinados. Camino de la botillería la fascinación va en aumento. La forma en que Garay se hizo humo. Y el hecho mismo de hacerse humo. Y los detalles ciertos o falsos que van apareciendo en los medios y dan más cuerda a la noticia. Las juergas en un club nocturno con mujeres hechas a mano, y el despilfarro de millones, plata ajena, y las partusas con siete minas –¡siete, hueón!–, y la indolencia de Garay, demostración de libertad y desparpajo para vivir: dejar a las minas plantadas en el club, mandarse cambiar curado como piojo, sin importarle nada.

Todo eso es fascinante para los amigos, camino a la botillería. En rojo y en azul. Ya se dijo. Y además contar con un departamento para lo que se le dé la gana, llevarse putas o dar clases de artes marciales. Y el hecho mismo de practicar artes marciales y estar en condiciones de masacrar al primero que se le ponga por delante. El aura de poder físico del estafador Garay. Fascinante, admirable.

Ah, y la enfermedad terminal anunciada por televisión –¡maestro!–, provocada por la radiación de Fukushima. Un tumor cerebral. ¡Maestro! Todo por rescatar a unos amigos de los escombros de la planta nuclear, si es que realmente quedó hecha escombros después del terremoto, qué interesa. ¡Maestro! ¡La cagó!

Y el plan de fuga. Y el reguero de personas estafadas que perdieron sus ahorros y jamás podrán recuperarlos. Gente que se lo tiene merecido, en todo caso, resuelven José y Mario. Por ambiciosos o ignorantes. O las dos cosas juntas, resuelven mientras caminan. Esta noche resuelven que cualquier persona medianamente enterada sabe que ninguna inversión financiera puede garantizar rentabilidades del dieciocho por ciento anual, como prometía Garay en los contratos. Cualquiera lo sabe. Cualquiera se huele la trampa. ¡Maestro! ¡La cagó!

El que va por la calle repitiendo “maestro”, estirando la “e”, es Mario; el dueño de la otra expresión es José, y la repite menos que su amigo, en razón de tres a una. Van por la calle principal de la ciudad satélite hacia su pequeño corazón comercial, la botillería se encuentra a unas cuadras y la fascinación no se detiene ahí, sino que acaba de componerse como una puesta de sol con el prestigio que Garay levantó en torno a su figura, el aura de seriedad profesional, bien avenida con el aura del karateca, y también el aura del hombre comprometido con los más sencillos para hacerlos entender los misterios de la economía y las finanzas. ¡Maestro de maestros! ¡La cagó!

El aura de su origen humilde, también. ¡Maestro! Los apuros financieros de sus padres; la casa paterna, inmensa, pero cayéndose a pedazos –¡la ca-gó!–, y el poema interminable de Garay, resuelven los amigos ante la botillería, la novia rumana por la que dejó plantada a una chilena con varios meses de embarazo. ¡Maeeeeestro! ¡La cagó! ¡Genio!

*

El brazo de José cruza dos veces entre los barrotes para recibir una botella de pisco, una coca-cola de litro y medio, los cigarrillos de su mujer y el vuelto. De regreso a lo largo del bandejón central por donde corren dos hileras de álamos blancos, últimos vestigios de un fundo patronal, Mario empieza a torearlo otra vez con el tema del homo cornetus y José intenta hacerle el quite como puede. Por suerte para él la mujer del Chancho insiste en llamar, Mario mira el teléfono y corta sin atender, al tiempo que va negando con un gesto brusco las monedas a quienes se dirigen en peregrinación hacia la botillería, en sentido contrario. Así es.

En una zona menos iluminada del bandejón, junto a la iglesia de los mormones, hay dos figuras apoyadas en la reja del templo. Podrían ser unos niños. Usan pantalones demasiado cortos, como bermudas. O bermudas muy largos, como pantalones. El Chancho no puede decidirlo. No se sabe qué están haciendo ahí, pegados al templo mormón. Son unos flaites, decide el Chancho. Hay que sacarles la cresta. Vamos, perro. Lo toma del codo y comienza a tironearlo hacia allá. Los otros no se mueven de su lugar. Lo peor son los flaites, repite Mario. Lo peor del mundo. Habría que matarlos a todos. Esos culiaos son el problema. José intenta detenerlo abrazándolo por detrás, pero Mario es más grande y más fuerte, los pies de José se arrastran por el maicillo. No te calentís la cabeza, va diciéndole sin soltarse de su cintura. Quiero verte cuando roben tu casa, dice Mario. Cuando se violen a tu mujer entre cinco. ¡Flaites reculiaos!, les grita. Los otros no se mueven, no hablan, son como dos gatos en alerta máxima. Nadie puede decir cómo reaccionarán si se les echa encima. Pero de improviso Mario da media vuelta, esquivando la iglesia. No quiere perder tiempo con la basura. Su amigo aprovecha de decirle: Enfermito mental. Siguen en silencio hasta la casa.

*

Así será. La Pili está en la alfombra revisando el correo electrónico en su laptop, mirando al mismo tiempo Facebook, consultando los contactos del celular y un montón de agendas de papel. Está escribiendo su lista de invitados. Nada definitivo. Lee y relee, tacha, borra, vuelve a anotar. Unos nombres salen y otros entran, y luego los mismos nombres vuelven a salir. Es una lista inestable, nadie tiene su lugar asegurado. Como en la vida y el trabajo, incluso como en el amor, pongamos.

Ella enciende un cigarrillo y su marido parte a la cocina para calentar pizzetas y traer más hielo. Animado quizás por esa soledad momentánea, se le ocurre decir desde allí que no ve necesidad de revisar las agendas, agendas viejas más encima, uno debería invitar a los que están en la memoria, en el corazón. El resto no existe.

Esta vez la Pili no coge un fruto del árbol. Hace como si no lo oyera, o quizás no lo ha oído de verdad. Abre una agenda del dos mil cinco, año de su casamiento civil, donde habitan muchos nombres del pasado, gente que concurrió a su primera boda y que esta noche se le aparece muy distante, ajena a su vida actual. Y sin embargo, José debe pronunciarse sobre ellos, los fantasmas del dos mil cinco. Pero es demasiado, no quiere pasarse el resto de la noche escogiendo invitados. La Pili no lo escucha o lo ignora. Así será. Mario rellena los vasos, mastica una pizzeta. En la agenda del dos mil cinco hay unos tíos de José, ante los ojos de la Pili. Se le habían olvidado totalmente, es como si de pronto volvieran a existir. En realidad los encuentra medio flaites. Lo dice con indulgencia, buscando el consentimiento de su marido para descartarlos desde ya. Una risotada del Chancho despierta al niño más pequeño. Cállate, animal, dice José. Levantándose para subir al segundo piso, la Pili advierte al invitado que si no asiste al matrimonio con su mujer no lo deja entrar. Así de simple.

*

Y así, y a todo esto. Ya estamos a domingo. Dan las dos o las tres de la mañana a la hora de los hechos, o del hecho. Bum-bum. Suena una lista de reproducción hecha por José. Se han repartido en los sillones, la Pili en el de tres cuerpos, tendida con una pierna sobre la otra, el monte de Venus marcado en las patas de lycra. Son las dos, o las tres, hay música de fondo —Lady in red / is dancing with me / cheek to cheek—, y su marido declara al aire: Garay es el homo cornetus en una fase superior —…nobody here / just you and me—, la ca-gó…

Nadie se pronuncia, antes de los hechos o quizás después. La niebla sigue, quizás se espesa, a la hora de. Antes o después. Ya se dijo. Sin embargo la voz del dueño de casa persevera, con música de fondo. Parece salida de un ventrílocuo. Se le ha ocurrido, a esta hora, que la vida es un gran experimento. Que los muertos están mirándonos detrás de un vidrio polarizado, observándonos, evaluándonos para saber si pasamos la prueba. A veces sí, a veces no, piensa. Al morir pasamos del otro lado del vidrio para aprender mirando. La vida es una sala de interrogatorio o una consulta psicológica. Una de las dos, en todo caso. Pero no algo distinto. Su amigo Mario exclama con retardo: ¡Maeeestro! Su mujer opina: una consulta psiquiátrica. A las dos o a las tres de la mañana, bum-bum. Luego, nadie más habla —…never forget the way you look tonight…

Pongamos: diez minutos más tarde el dueño de casa duerme arrullado por la música de su propia lista, y lo hace en una posición poco elegante, volcado sobre un brazo del sillón como si quisiera salvarse de un naufragio, antes de los hechos, o después. Así fue, así será.

Luego, tal vez, suceden los hechos. O tal vez no; nunca se sabe. Cuando la primera luz comienza a filtrarse por las cortinas —una luz infame, hay que decirlo— José abre los ojos y se encuentra con su amigo como una noticia molesta durmiendo de espaldas a él sobre el sillón largo. Su mujer no está aquí abajo. Reina una paz poco común. Todavía no despiertan los niños, pero no debe faltar mucho. El domingo ya presagia su propio día lunes, y a todo esto cantan los zorzales, si cantan y no gritan. José se levanta al baño, luego va a la cocina y pone agua en el hervidor eléctrico para prepararse un café instantáneo. Decide hacer una taza para su amigo; es hora de que se vaya.

Encuentra a su amigo sentado en el sillón, bien despierto, mirando el celular enchufado a un cargador. Tengo quinientas llamadas perdidas, comenta. A la mierda. José le pone la taza en las manos y comienzan a hablar de la consultora contable y tributaria sin el entusiasmo de la noche. Todo ha perdido un grado de interés. Es la luz, se dice José en una rueda de pensamientos huidizos. De pronto su amigo Mario levanta la vista y le pregunta si de verdad piensa casarse de nuevo. Lo dice, podría imaginar uno, como si creyera que en cualquier momento la Pili saldrá de su estado febril para ser la de antes. Hoy mismo, por ejemplo. En cuanto despierte. Para esta pregunta José no tiene ningún árbol a la mano.

Nada es seguro, ya se dijo. Nadie sabe si la fiebre es euforia, una manía divina. Nadie lo sabe esta mañana, y nadie sabe, tampoco, si la Pili está más cerca de los dioses. Más cerca que José y su amigo Mario. Nadie sabe cómo seguirla y nadie sabe si valdría la pena hacerlo. Ya no hay árboles. El caso, querido lector, es que Mario está contándole que se acostó con una mujer. En realidad no se acostó, lo hicieron de pie. Una mina bien loquita. Fue en la casa de ella. La mina partió a la cocina y Mario la siguió. Ella empezó a buscar algo en la despensa, se movía de un lado a otro abriendo y cerrando los muebles y Mario la miraba fijo, sin decir nada, apoyado en el refrigerador. No se sabía lo que buscaba, no era el arroz ni los tallarines, ni tampoco la salsa de tomates. Cualquiera sabe dónde se guardan esas cosas. Obviamente, dice Mario. Ella se estiraba entera mostrándole las piernas y un culazo de otro planeta. Hasta que se quedó quieta de repente, y él entendió. Se le acercó por detrás y se lo hizo ahí mismo.

*

La cagó, dijo entonces José, con una desgana inmensa. Digamos que otra vez habló el ventrílocuo, que se venía pronunciando desde hacía rato. Ya habían terminado el café. Acompañó a su amigo hasta la salida y se dijeron dos palabras más sobre la consultora. José le cerró la puerta en la cara, pero enseguida salió hasta la reja para verlo alejarse. Más que un chancho era como un oso pardo con los brazos rozando el pavimento. A mitad de cuadra se volvió hacia él con las manos en la boca. ¡Homo cornetus maximus! La voz de Mario atronó sobre los tejados en esa hora demasiado frágil. José le devolvió un gesto obsceno y subió al dormitorio de los niños. Su mujer se había acostado junto al más pequeño. Dormía en el borde de la cama, en sostenes, con una pierna afuera del cobertor. Un empujoncito y se iba de boca a la alfombra. No encontró explicación para el deseo de voltearle la cara de una patada.

*
A unas cinco cuadras de esa casa iba Mario por el bandejón central hacia el paradero de la autopista. Sin frío ni calor, sin ánimo ni desánimo. Neutral como el mundo, pongamos. Así era. Al pasar junto a la iglesia de los mormones vio un grupito de fieles o parroquianos –no sabía cómo llamarlos– congregados a la entrada. Entre ellos unos gringos de camisa blanca, con un libro apretado contra las costillas. ¿En qué creen los mormones?, se preguntó. Lo saludaron amistosamente y devolvió el saludo con la cabeza. Uno de los gringos intentó acercársele, pero Mario le dio la espalda. Miró hacia el lugar de los flaites. Había dos gatos grises. Ahora son gatos, antes eran flaites. Así razonaba Mario. Uno de los gatos saltó a la reja y dio unos pasos por el borde como si quisiera burlarse. Mario se guardó las manos en los bolsillos de la chaqueta y siguió hacia el paradero. A la mierda, se dijo, con un escalofrío. El celular volvió a sonar. A la mierda, volvió a decirse. La última llamada de su mujer había sido a las cuatro de la mañana. No se cansaba nunca. Miró la pantalla, decía “Bacteria”. No atendió. Volvió a sonar de inmediato. Cortó. Volvió a sonar. Cortó. Y así hasta el paradero a las afueras de la ciudad satélite. Así hasta que apagó el teléfono para que nadie más lo molestara. Nadie más, ojalá nunca más. Y qué tanto, y qué tanto. Así fue.

*Distribuido por Politika

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