La contrarreforma tributaria de Piñera o cómo hacer más ricos a los ricos
Una de las políticas favoritas de la derecha local y mundial es la rebaja de impuestos, tal como lo enseñan los padres del neoliberalismo y gobernantes desde Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el inefable dictador de nuestras latitudes. El mito del libre mercado, que los millonarios y accionistas reiteran, se basa en un relato tan simple como ingenuo.
Si los ricos no pagan impuestos invertirán sus grandes ganancias para ser aún más ricos. En este círculo de la codicia infinita, crearán empleos, generalmente mal pagados, extenuantes y alienantes, que los pobres recibirán sin grandes protestas. La última vuelta de este circuito es el consumo. Los pobres y no tan pobres gastarán sus salarios en empresas cuyos propietarios son los mismos ricos.
El resultado de este proceso circular es el enriquecimiento progresivo de los dueños del capital y una población que apenas vive de su trabajo. La riqueza que los millones de pobres y otros empobrecidos generan irá a parar a los bolsillos de aquellos ya de sobra enriquecidos. Una tendencia cuya recirculación anual nos coloca como uno de los países más desiguales del mundo.
Los países más o menos decentes, pese a mantener modelos capitalistas de diferentes intensidades, resuelven la concentración de la riqueza por medio de impuestos. En Chile, bien sabemos, no es así. Las élites, a través de la doctrina neoliberal, extendida y asimilada cual naturaleza y condición de vida por demasiadas generaciones, se las ha arreglado para engañar a los pobres chilenos de dos maneras. La primera es que la tasa de impuestos que pagan los ricos es mínima; la segunda es que en rigor, en los hechos, no pagan impuestos.
Hacia la mitad de esta década la ex Nueva Mayoría, un conglomerado político que ha pasado a la historia con más pena que gloria, pergeñó un programa de cambio tributario para ponerle el cascabel al gato.
Propuso elevar un poco los impuestos de los multimillonarios y alterar un sistema que en la práctica les permitía no pagar nada. Ni un peso pagaban, como bien quedó demostrado con las grandes compañías mineras extranjeras, que durante décadas se dedicaron en estas latitudes a hacer grandes hoyos en la tierra, ganar mucho dinero y eludir impuestos.
El proyecto que presentó aquella coalición política fue cambiar el sistema de tributación sobre renta retirada a uno sobre base devengada, el fin del FUT (Fondo de Utilidades Tributarias), el aumento del impuesto de primera categoría (que pagan las empresas) desde el 20 a 25 por ciento y la rebaja del tramo más alto de los impuestos personales desde el 40 al 35 por ciento.
Entre sus múltiples y complejos artículos planteaba el concepto de renta atribuida de los socios y dueños de empresas, el cual fue acusado por el empresariado y la oposición de anticonstitucional. Este fue básicamente el proyecto que llegó al senado durante el primer año de la expresidenta Michelle Bachelet.
El tremendo y ubicuo lobby del todopoderoso empresariado chileno, junto a sus representantes en el senado licuó de la noche a la mañana el proyecto para dar vida a un esperpento tributario que no solo no dejó feliz a ninguna de las partes, sino que le auguraba corta vida al extraño corpus. Lo que salía del senado eran básicamente dos sistemas de tributación. Uno integrado con renta atribuida y otro de integración parcial.
El proyecto aprobado, convertido en ley, tuvo desde sus primeros meses que rodear todo tipo de obstáculos. El primero fue la salida del entonces ministro de Hacienda Alberto Arenas, defenestrado por la ira empresarial. El siguiente fue la incomodidad que sentía ante la reforma tributaria el nuevo ministro: Rodrigo Valdés, un operador de las altas finanzas privadas y reconocido liberal. Pese a los cambios y reducciones, hubo un sistema semintegrado que obligó a las empresas a pagar impuestos así como a sus accionistas.
Desde entonces los empresarios, desde aquel cónclave de oligarcas que es la Sofofa a todos los grandes gremios, han tenido entre ceja y ceja una contrarreforma tributaria que regrese las cosas a sus cauces habituales, tal como lo decidieron ellos mismos en plena dictadura. Esto es, un sistema integrado y no semintegrado, como quedó desde el gobierno pasado y aún en vigencia.
El sistema de integración tributaria, que la derecha, las corporaciones, el gobierno y el mismo Sebastián Piñera han puesto como objetivo a recuperar, sólo existe en Chile y en otras naciones con democracias debilitadas. La razón es simple. Porque les otorga demasiados beneficios a los accionistas, dueños de empresas y ricos en general. Porque facilita el retiro de utilidades, la elusión y recorta los ingresos fiscales. Porque los impuestos que paga la empresa el accionistas los declara como un descuento.
La reintegración, que es el “corazón” de la contrarreforma de Piñera, hará más regresiva la estructura tributaria al volver a aumentar los impuestos indirectos, aquellos que pagamos todos, incluso los más pobres, al comprar alimentos o la prestación de servicios. Y también porque disminuirá, pese a toda la retórica que levanta la dupla Felipe Larraín y Sebastián Piñera, los ingresos del Estado.
La economista y académica de la Universidad Adolfo Ibáñez, Andrea Repetto ha sido bien clara: “Reintegrar es cero en recaudación y en equidad tributaria”. Y además no está claro que genere inversión y crecimiento porque retirar utilidades para consumir resulta más barato”. La experiencia de la reforma tributaria de Trump (¡qué novedad, también le baja los impuestos a los más ricos!) no generó más inversión productiva ni el regreso de capitales a Estados Unidos.
Sí logró hacer más ricos a los sobradamente ricos.
*Periodista y escritor chileno, director del portal politika.cl. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)