La crisis europea en el espejo de la experiencia latinoamericana

Raúl Zibechi*

Sigo atentamente la crisis europea y muy en particular lo que viene sucediendo en el Estado español, quizá porque no puedo ni quiero renunciar a esas casi dos décadas en las que viví en la península, cuando en estas tierra campeaba el autoritarismo militar.

Porque me interesa y me duele, quisiera reflexionar brevemente sobre el último ciclo de luchas sociales en América Latina y lo que creo puede aportar a las reflexiones de quienes hoy luchan en Europa contra la brutal ofensiva del capital financiero contra los trabajadores.
Leo las declaraciones del secretario general de Izquierda Unida, Cayo Lara, en Diagonal donde se lamenta del miedo que está paralizando a los trabajadores. "Soy de los que piensa que hay una parte muy importante de miedo en la propia clase trabajadora a salir a hacer protestas incluso en la calle, porque la situación en estos momentos es de un cierto deterioro social", dice Lara.

En la misma edición Miren Etchezarreta sostiene que "uno de los problemas que se observa en esta crisis es que las clases populares no hemos reaccionado", y agrega: "Estamos tremendamente debilitados y nos están dando todas las tortas que quieren darnos". Son apenas dos ejemplos desde posiciones políticas diferentes. Creo que ambas reflejan lo que está sucediendo en toda Europa, incluyendo por ahora a Grecia.

Lo primero que quisiera decir, y que a menudo se olvida en los momentos de éxito, es que en América Latina las reacciones fuertes llegaron cuando la crisis era ya muy evidente, o sea cuando la mierda nos llegaba a la nariz, o más arriba. Antes de eso, las multinacionales con el respaldo de los gobiernos elegidos por el pueblo, habían robado todo lo que se podía robar. En los países donde no lo hicieron completamente, no fue por levantamientos populares sino porque una parte de las elites sintió que también ellas serían desestabilizadas si se aplicaban a fondo las recetas del Consenso de Washington.

El ataque a las economías populares fue atroz. Implacable. Un par de datos del Latinobarómetro para ilustrar la catástrofe. En 1995 el 76% de las familias tenían vivienda con alcantarillado; en 2006 sólo el 62%. En 1995 el 57% tenían agua caliente por cañería; en 2006 sólo el 32%. En 1995 el 33% tenía coche; en 2006 el 22%. Lo mismo sucedió con al posesión de lavarropas, refrigeradores y demás electrodomésticos. En suma, entre el 20 y el 45% de los bienes que tenían los latinoamericanos, incluyendo servicios esenciales, les fueron arrebatados por la especulación financiera, ¡¡sin que reaccionáramos!!

Lo segundo, es que quienes se echaron a la calle no fueron los trabajadores con empleo fijo y derechos sociales sino los desocupados, los que habían perdido todo, los llamados marginados. No me estoy refiriendo a los pobres de siempre sino a los nuevos pobres, aquellos para los cuales la crisis fue un verdadero terremoto social y cultural en sus vidas. Familias que de un día para otro se quedaron sin nada, sobre todo sin sueños, sin esperanzas. Familias obreras y de clases medias acostumbradas a enviar a sus hijos a la universidad y a que cada generación llegara algún peldaño más arriba que la anterior, fueron las que comenzaron las rebeliones. No lo hicieron por ideología, sino por necesidad, porque la sobrevivencia estaba amenazada.

En tercer lugar, la protesta no la canalizaron ni la dirigieron los sindicatos. La protesta surgió fuera de las estructuras sindicales y las grandes centrales se plegaron tarde y en muy pocas ocasiones. Diría más, y a explicar esto he dedicado varios libros y decenas de artículos: la protesta y la rebelión se abrió paso contra lo instituido o, por lo menos, pasándole por un costado o directamente por arriba. No creo en términos como “traidores” o “vendidos” para explicar esta situación. Cada ciclo de protesta nace en los márgenes y a contrapelo de lo existente. Y las organizaciones creadas al calor de cada ciclo suelen convertirse en peso muerto para el siguiente. Por más radicales que sean los dirigentes de los grandes sindicatos, sus bases no tienen ni la necesidad ni el hábito del tipo de protesta que es necesaria para revertir las cosas en una situación como la que se vive actualmente.

En cuarto lugar, el papel de las mujeres fue y es decisivo. No es cuestión de feminismo, aunque apoyo el feminismo. Es algo diferente. Cuando la crisis es tan profunda que desestructura el mundo popular, las mujeres son -digamos- algo así como un principio de orden, ya sea por su papel de madres y las obligaciones que conlleva para con sus hijos; o porque son las que muestran capacidad para sobreponerse a la debacle del mundo formal del trabajo asalariado, quizá por su fuerte imbricación en la economía de lo doméstico, lo informal, lo local y lo afectivo. Por lo menos en América latina sucede algo de esto.

En quinto término, no alcanza con manifestaciones y huelgas. El Caracazo de 1989 fue una insurrección que sólo pudo aplastar el ejército con un saldo de no menos de 500 muertos. Las guerras bolivianas (dos del gas y una del agua) derrotaron a los aparatos represivos, aún al costo de más de cien muertos. La media docena de levantamientos ecuatorianos o los argentinazos, fueron procesos lo suficientemente intensos como para destruir, completa o parcialmente, el sistema de partidos existente. Pero también a los movimientos sociales que habían nacido décadas atrás. Todos estos hechos, y otros que omito para no alargarme, tuvieron tal magnitud, que los de arriba no podían mantenerse ya más tiempo allí. Más de una decena de presidentes debieron renunciar ante multitudes en las calles.

Creo que en Europa las cosas no tienen por qué transcurrir por los mismos carriles. Sólo pretendo recordar hechos, no se me pasa por la cabeza decir qué deberían hacer otros. Un solo punto más. En Europa tienen la experiencia, más o menos reciente, de haber transitado por grandes rebeliones o importantes movilizaciones sin que las elites hayan recurrido a la masacre. Me refiero a mayo del 68 en Francia y al más reciente 13 de marzo de 2004 en el Estado español. No es mérito de esas elites. Aunque en Europa hay más institucionalización que en América latina, lo que complica por cierto la acción directa, también es verdad que hay mucho más espacios para la disidencia de todo tipo.

* Analista y editor del semanario uruguayo Brecha.
 

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