Las redes sociales, amenaza para la democracia
En 2008 contribuí a crear el botón “Me gusta” de Facebook. Queríamos incluir una herramienta que ofreciera a la gente un vínculo más humano. Más de 10 años después, tenemos pruebas avasalladoras de que las redes sociales, al dar prioridad a la capacidad de gustar por delante de la verdad, han tenido unas consecuencias imprevistas y catastróficas.
En Estados Unidos faltan pocos días para unas elecciones sin precedentes que se han convertido en un referéndum no solo sobre el liderazgo político, sino también sobre la legitimidad de la democracia. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En gran parte, porque las redes sociales han degradado las relaciones reales, han disminuido la capacidad de la gente de votar en elecciones justas y libres y han debilitado la fe en la democracia y sus perspectivas de futuro.
Esto no es ninguna noticia falsa. Para millones de personas que ya han sufrido las consecuencias, no es noticia. Hemos visto cómo las redes sociales han desestabilizado elecciones en todo el mundo. Hemos presenciado cómo se polarizan nuestras conversaciones. Hemos sido testigos del aumento de los casos de depresión y ciberacoso y de cómo están cambiando la vida de nuestros hijos. Hemos oído alzar la voz a los empleados más veteranos de las redes sociales, yo entre ellos.
¿Qué es lo que no hemos visto? Un cambio estructural. Las redes sociales y sus algoritmos de recomendación de contenidos están diseñados para que les prestemos la máxima atención. Cuanto más absorben nuestra atención, más publicidad pueden contratar y más dinero ganan. Por desgracia, el escándalo, las acusaciones y las mentiras procaces venden más que la verdad y los matices. Como he dicho en otra ocasión, dar prioridad a los beneficios a costa del bien público no es ninguna novedad. La gente tala árboles porque valen más dinero muertos que vivos. La gente mata ballenas porque valen más dinero muertas que vivas. Y las redes sociales nos atrapan porque las personas valen más dinero cuando contemplan pantallas que cuando salen a disfrutar de una vida plena.
Mientras las empresas tecnológicas tengan incentivos para buscar el máximo beneficio, producirán unas tecnologías que recompensen a los accionistas en detrimento de la sociedad. Parecerá absurdo, pero tienen una obligación fiduciaria de hacerlo que es legalmente vinculante. Sin una drástica transformación de los incentivos empresariales, las tecnológicas seguirán degradando y poniendo en peligro el futuro de la democracia.
Con respecto a las elecciones, las empresas recurren siempre a echar la culpa a los malos contenidos y los malos usuarios. La desinformación y la manipulación existían mucho antes de que aparecieran las redes sociales, pero la estructura de las redes y sus algoritmos las favorecen, se benefician de ellas y permiten que se hagan virales. En Twitter, las mentiras se difunden seis veces más deprisa que la verdad. En 2016, Facebook reconoció que el 64% del desarrollo de los grupos extremistas se producía debido a su propio algoritmo de recomendaciones. Un estudio hecho en 2020 ha averiguado que la desinformación en Facebook es el triple de popular que en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos.
Los dos candidatos han dedicado parte de su dinero a anuncios en las redes sociales. Joe Biden inundó Facebook durante el verano. Trump contrató los espacios en la página de inicio de YouTube para principios de noviembre. Desde junio, entre los dos, han gastado 100 millones de dólares en anuncios en Instagram y Facebook.
Sin embargo, los algoritmos y los incentivos de las redes sociales hacen que lo que se vuelve viral no sean los contenidos electorales legítimos. Son las mentiras, el miedo, las teorías de la conspiración inventadas y las amenazas de violencia. El resultado es el temor a que haya disturbios sociales en la jornada electoral y los días posteriores. Los intentos de Twitter y Facebook para etiquetar los mensajes más escandalosamente falsos y peligrosos van por detrás de las incansables campañas de desinformación que están deteriorando la fe en la democracia.
Sé que las redes sociales no tenían intención de convertirse en vehículos de peligrosa propaganda política. Pero no han hecho los profundos cambios estructurales necesarios, y nosotros, el pueblo, estamos pagando el precio. A pesar de lo que esas empresas quieren hacernos creer, la solución no es contratar a más moderadores o descubrir mejor las informaciones falsas. Esas cosas no son más que tiritas. El sistema está roto. Para que las cosas cambien es necesario transformar la estructura de gobierno corporativo de las compañías. La solución para salvar nuestra democracia es aplicarles los principios democráticos.
Imaginemos, por ejemplo, si Facebook tuviera que rendir cuentas ante un consejo popular en vez de un consejo de administración. Ese consejo popular, formado por accionistas de múltiples sectores, decidiría los objetivos globales de la empresa, qué criterios son los importantes y cuándo contratar a un nuevo director ejecutivo. En lugar de definir el éxito en función de criterios económicos, el consejo podría pedir que se tuvieran más en cuenta parámetros que refuercen las instituciones democráticas y las vidas individuales.
En las últimas décadas ha habido muchos países que han utilizado esos procesos democráticos avanzados para posibilitar que los ciudadanos cambiaran las cosas. En 2015 y 2018, Irlanda aprobó sendas enmiendas a su Constitución con arreglo a las directrices de una Asamblea Ciudadana, una muestra representativa de la población que trabajó mediante una colaboración estructurada y procesos guiados. En 2020, Taiwán gestionó su brote de Covid-19 gracias a unas herramientas de democracia digital que crearon confianza y participación.
¿Parece utópico? Lo es, en comparación con lo que tenemos ahora. Pero es posible. Quizá las empresas decidan cambiar, pero no podemos esperar a que lo hagan. Es vital que los usuarios de las redes sociales, los políticos y los Gobiernos, así como los empleados de las propias empresas, ejerzan una presión pública.
Y esa presión comienza con que todo el mundo sea consciente del daño que las redes están haciendo a nuestras familias y nuestras instituciones. Se intensifica cuando la gente se niega a aceptar el statu quo y exige cambios por el bien de todos. Y triunfa cuando llevamos a cabo una acción colectiva: cuando nosotros, el pueblo, cambiamos el uso que hacemos de las redes y exigimos a los responsables políticos que cambien ellos también.
Esta labor ya ha empezado. Los Gobiernos y los políticos han aumentado sus presiones a las plataformas de redes sociales, incluso con nuevas medidas antimonopolio y de transparencia pública. Dentro de las empresas, los empleados han empezado a declararse en huelga y a oponerse a las políticas, acciones y herramientas que no concuerdan con el bien común o la ética colectiva. The social dilemma fue la película más vista en Netflix en septiembre, algo sin precedentes para un documental. Millones la han visto y han contado qué efectos negativos han tenido las redes en su vida.
Hemos visto la fuerza de las presiones públicas en movimientos sociales recientes como el llamamiento #EndSARS en Nigeria y la reforma de la policía en Estados Unidos, así como en los cambios provocados por el movimiento #MeToo. Cuanta más presión reciban las empresas de los usuarios, los reguladores y los empleados, más poder tendremos para imponer auténticos cambios.
En Estados Unidos hemos empezado a votar en unas elecciones en las que está en juego mucho más que nunca y cuando la fe en la democracia es excepcionalmente escasa. Si las redes sociales dominan nuestra esfera pública, debemos garantizar que los principios democráticos sean más importantes que los beneficios. Nosotros, el pueblo, tenemos derecho a dirigir las instituciones que configuran nuestra vida. En eso consiste vivir en una democracia.
*Fundador de One Project, una iniciativa para promover la democracia frente a los retos de la era de internet, y es uno de los protagonistas del documental ‘El dilema de las redes’.
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