Leonardo Padura* / Cuba y los horrores del mundo moral

1.918

Ya se sabe que las épocas turbulentas generan pasiones que no suelen ser turbulentas. En medio de esas alteraciones, disputas y luchas por la preeminencia individual o la subsistencia de un status, la posible focalización del interés público en una determinada coyuntura social o política tiende a propiciar que afloren, con mayor intensidad de lo habitual, las miserias humanas.

 

Una de las más comunes manifestaciones de esas actitudes es la búsqueda de protagonismo y hasta de soñadas dosis de poder y, con ellas, que los individuos traten de colocarse lo más cerca posible de ese reflector alimentado por la energía de la turbulencia, pretendiendo adquirir una corporeidad con la cual jamás habrían podido soñar en épocas y sociedades normales. O, cuando menos, que tales personajes se aprovechan de las circunstancias que, en la atmósfera turbia del temporal, les permiten detentar una cercanía a la luz que en otras condiciones jamás tendrían, una posición desde la cual se erigen fiscales, aunque solo sea para crear sombras sobre quienes tienen mayor posibilidad de brillar.

 

Una de las estrategias más lamentables y socialmente más miserables que suelen practicar esos personajes es la de azuzar el odio desde una supuesta o pretendida pureza propia; la de reclamarle a los otros lo que el reclamante, en igual posición o disyuntiva, jamás se habría atrevido a poner en práctica. Por lo demás, no importa que la denigración sea falsa, injusta, traída por los pelos: lo importante es que la acusación salga al ruedo y circule, generando cuando menos sospecha sobre el denigrado y, de paso —algo muy ansiado— resalte la supuesta integridad del denigrante.

 

Los cubanos sabemos mucho de estas artes mezquinas. Una de nuestras historias de odio y envidia más ejemplares ocurrió cuando apenas comenzábamos a ser cubanos. Su clímax se produjo entre los meses finales de 1836 y los primeros días de 1837 (lo cual, para una nación tan joven, constituye muestra de una larga práctica histórica), cuando el poeta romántico José María Heredia, desterrado en México por sus ideas independentistas, pidió un permiso a las autoridades coloniales para realizar la que sería su última visita a Cuba, deseoso de ver a su madre antes de morir.
 

 

La estrategia de atacar «al otro» para, con esa cortina de humo, ocultar biografías bochornosas, miedos vividos, valentías nunca mostradas, participaciones que luego resultan molestas dentro de la nueva biografía re-creada, ha sido una práctica a la que han acudido personajillos de las más diversas filiaciones políticas y cataduras morales.

 

El recurso de esgrimir purezas ideológicas, supurar odios viscerales como si se tratase de urgentes actos de justicia, y vomitar toneladas de envidia por el éxito del otro, por la actitud más limpia, por la consecuencia y el valor del riesgo y el sostenimiento de la verdad (siempre del otro), forman parte de una realidad con demasiados representantes dentro y fuera de la isla, profesionales del odio y el ataque artero, al estilo delmontino. Personajes hoy muy abundantes, especializados en el ataque, la difamación y la creación de rumores.

 

La «democratización» que ha propiciado la internet, con los «sitios webs» y los «blogs», ha permitido el florecimiento de una plaga de estos individuos. Cierto es que estos medios, en efecto más democráticos por su accesibilidad (acceso más que complicado y nada democrático dentro de la isla), han propiciado una vía de expresión a personas honestas y valientes que, incluso, en ocasiones han puesto muchas cosas en riesgo por expresar sus opiniones. Pero también es innegable la abundancia de oportunistas de toda laya que, gozando de disímiles protecciones (incluso de grupos de poder), o escondiendo la propia identidad tras seudónimos, se dedican a la denigración de quienes, con su trabajo y obra se les oponen, molestan o ponen en evidencia. O simplemente a aquellos a los que envidian y, peor aun, odian, por razones similares a las que movieron, en su momento, a Domingo del Monte.

 

Por eso, creo que no debe resultar extraño que en su célebre «Himno del desterrado», poema que por sí solo bastaría para inmortalizar a su autor, José María Heredia haya debido exclamar, pensando en el destino de su patria y, seguramente, en las actitudes de algunos de sus compatriotas —de ayer y hasta de hoy:

 

¡Dulce Cuba! ¡en tu seno se miran
en su grado más alto y profundo,
la belleza del físico mundo,
los horrores del mundo moral!

——
* Escritor y periodista.
En www.other-news.info.
© IPS

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.