Los imperios no nacen, se hacen

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Jorge Gómez Barata

Se ignora lo que tenían en mente los hombres que en 1776 fundaron los Estados Unidos, en cambio se conoce lo que ellos y sus sucesores hicieron. Casi trescientos años después de la llegada de Colón y cuando ya la actitud ante los indígenas se había matizado, medio centenar de representantes adoptaron una Constitución (1) que no reconoció límites territoriales ni fronteras, omitió a los pueblos originarios y no mencionó a los negros ni a la esclavitud y, como parte de una práctica política que mezcló republicanismo con imperialismo, protagonizaron una expansión territorial que, en unas décadas cuadruplicó el territorio original y decuplicó la población. Un momento definitorio fue la proclamación de la Doctrina Monroe en 1823.

Después de las llamadas «guerras contra los indios», en realidad masacres, las escaramuzas con Inglaterra y Francia y de haber derrotado y desmembrado a México al que en 1848 arrebataron 2 400 000 K², los Estados Unidos fueron suficientemente fuertes para en 1898 retar a Europa representada por España, derrotarla y apoderarse de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, con lo cual se convirtió en potencia marítima de tres océanos y del golfo de México y avanzó en un diseño que nada tenía que ver con el de una Nación. Quizás en ese momento Estados Unidos se percató de que podía ser un imperio y tal vez hasta una civilización.

Aunque se acepta que la llamada «política aislacionista», aplicada en los primeros 122 años de la historia norteamericana, exactamente hasta 1898 y retomada después de la Primera Guerra Mundial, obedeció a motivaciones de tipo ideológicas, ligadas al legado de George Washington y a la idea de que: «La mejor forma en que Estados Unidos sirven a la humanidad es perfeccionando su democracia interna y actuando como faro para el resto del mundo…» (2), lo cierto es que originalmente se trató de un enfoque pragmático y de una excusa para cubrir la negativa de ayudar a los franceses que con la revolución de 1789 concitaron la hostilidad de todas las monarquías europeas. Ese y no otro fue el aislacionismo norteamericano convertido en doctrina de política exterior que no impidió las acciones geófagas en México, Cuba y Filipinas.

Las situaciones geopolíticas creadas en torno a la Primera Guerra Mundial en Europa y sobre todo el desafío de Alemania que no respetó el ultimátum estadounidense emitido ante el hundimiento del Lusitania y el riesgo que implicaba que la belicosa potencia germana derrotara a Europa, amenazara a Inglaterra y dominara el Atlántico, aconsejaron a la administración de Woodrow Wilson a intervenir en Europa.

Al rediseñar la nueva proyección internacional de Estados Unidos, Wilson necesitaba, no sólo una rápida victoria sino una impresionante demostración de fuerza, para lo cual descargó sobre la exhausta Europa, dos millones de soldados bien armados, entrenados y con la mejor técnica, al mando del más famoso de sus generales: John Pershing, convertido en una figura nacional por sus acciones en la guerra contra México.

Aunque pagando un alto precio y exponiéndose a la actitud vengativa del Congreso, que lo sancionó al no aprobar el Tratado de Versalles y vetar el ingreso de Estados Unidos en la Sociedad de Naciones, Wilson no sólo aproximó a Estados Unidos a un liderazgo internacional sino que personalmente participó en el rediseño del mundo. Viajó e Europa y estuvo allí varios meses redactando de puño y letra el Tratado de Versalles, los famosos 14 punto y las bases de la Sociedad de Naciones.

Gracias a la actitud tolerante de Wilson, se desarmó, arruinó y humilló a Alemania, Inglaterra y Francia, se repartieron los despojos del imperio otomano y se apoderaron de todo el Medio Oriente y paradójicamente nacieron Checoslovaquia y Yugoslavia. El imperio americano tomó el mando.

La II Guerra Mundial fue un momento consagratorio para los Estados Unidos cuya economía se disparó y cuyo prestigio, de la mano del más popular de sus presidentes, Franklin D. Roosevelt, alcanzó la cumbre. Poseedor del monopolio nuclear, enriquecido y poderoso, liberador de Europa Occidental y ocupante de Alemania y de Japón, Estados Unidos aplicó el plan Marshall, decretó la Guerra Fría y cobijó a Europa bajo su paraguas nuclear y en Corea probó que podía contener la expansión del comunismo, cosa que seis años después Cuba desmentiría, pero que entonces nadie suponía.

El diseño imperial estaba completo pero tenía un defecto: era arcaico y desfasado, no servía para la era de la globalización y la postmodernidad, había que actuar y Kennedy fue llamado para aplicar otra política de contención, ahora no del comunismo sino de la revolución. El plan se frustró, Vietnam se convirtió en la prioridad y comenzó la larga noche republicana de Nixon, Reagan y Bush, que Carter y Clinton opacaron pero no pudieron neutralizar.
Bush ha sido un mal presidente no sólo por falta de talento sino porque es un espécimen antediluviano, un sobreviviente de una era arcaica, un dinosaurio con armas largas. De ahí el lema de Obama: cambio, no para hacer avanzar la sociedad sino para actualizar las estructuras y ponerlas a tono con la época. Puede que sea el hombre para la tarea. Un amigo políticamente maduro me dijo una vez: «Para cambiar las políticas hay que cambiar las caras».
 

1 La constitución norteamericana fue adoptada por 55 representantes de 12 estados (Rhode Island y Providence no enviaron representantes, Hamilton representante por Nueva York no votó y los de New Hampshire no llegaron a tiempo. Nunca hubo referéndum ni consulta popular.

2 Henry Kissinger: La Diplomacia

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