Mi triste Santiago
Triste Santiago, lleno de rejas y carpas en Alameda de las Delicias, extendiéndose hacia el oriente -quién lo diría- en el mismísimo corazón de Providencia, otrora comuna exclusiva y tranquila, habitáculo de burgueses acomodados, hoy con su parque inundado de tiendas de nómades sin casa. La alcaldesa Mathei, angustiada y patidifusa, le canta una canción de Serrat a su entrañable correligionario, Sebastián Piñera, de pie sobre el césped del Parque Japonés: Disculpe el señor,/ se nos llenó de pobres el recibidor/ y no paran de llegar,/desde la retaguardia, por tierra y por mar./ Y como el señor dice que salió/ y tratándose de una urgencia,/ me han pedido que les indique yo/ por dónde se va a la despensa…
Aún no se abren las arboledas al paso del hombre y de la fémina libres, mientras te transformaste en un zoco irremediable… (ayer me compré calcetines para diabético, a dos lucas el par y un cargador de teléfono por luca quina). Y nadie me detuvo por receptación. Es que se hace imposible controlar un comercio callejero que pareciera exhibir más vendedores que compradores, en una desesperante paradoja que hubiese desconcertado a míster Adam Smith.
He caminado desde el oriente al poniente, desde la calle Pedro de Valdivia, bajando por Providencia, deteniéndome en las librerías de viejo, donde dos libreros juegan una partida de ajedrez, mientras aguardan el milagro de un cliente que se lleve una joya literaria por dos mil pesos, para comprar el pan de la jornada y no llegar a casa con las manos vacías. Unas palabras encadenadas entre amigos, entre viciosos del libro impreso, un hojeo ávido de posibles hallazgos, tan difíciles de topar bajo rumas de publicaciones que salen y entran de los andeles, cada día.
En tus calles, plazas, ferias y mercados; en tus estadios otrora vueltos campos de exterminio; en tus hospitales y cuarteles; en mínimos vericuetos y anchos cementerios; en paisajes sin puestas de sol ni amaneceres venturosos, fuimos la generación diezmada, o los “veteranos del 70”, según nos bautizaran Pepe Cuevas y el Mono Olivares, para mitigar con ironía el oscuro patetismo de aquellos días grises como tu rostro erizado de púas bajo la áspera neblina del valle de Huelén.
(José Ángel Cuevas ya no te escribe; se le extraviaron las muchedumbres en la dieta de abstinencia y las prevenciones de la pandemia… Hernán Miranda Casanova sueña despierto con Doralisa y ha colgado la pluma).
Tú, ciudad, tienes tus propios lamentos anónimos y no es preciso aquí contar los males del escriba caminante, pero la Casa del Escritor, nuestra “casa escrita”, está ahora cerrada a sus moradores frecuentes, desde poco después del “estallido social” de 2019 y durante los peores días del Covid, bajo la peste de los murciélagos chinos y su feroz capitalismo de Estado que nunca previó el bueno de Confucio, ese que nos ha llenado de baratijas más o menos inútiles, con su ordinario y recurrente “made in China”, grabado ominosamente junto a los rótulos de firmas respetables, alemanas o inglesas, de marcas que creímos eternas, como la felicidad de quien descubrió su primer amor en el escaño de un parque florido y amable.
No reparas, Ciudad, en nombres propios ni en otras identidades que no sean los epónimos de siempre, cagados por las palomas que no disciernen de prestigios ni pergaminos. Sería bueno retirarlas, colocando en sus pedestales a futbolistas exitosos o a cantantes de moda, cambiándolas de generación en generación, porque cada época tiene sus personajes conspicuos y para recordar viejas memorias amarillas están tus museos, esas extrañas criptas donde mueren las culturas que ya no palpitan, aferradas a fechas de aburridos profesores y de niños que se niegan a memorizarlas, porque para eso está la Ilustración Google. El general Baquedano es un ejemplo paradigmático y yo siento su partida forzosa del plinto y el retiro de los huesos del soldado desconocido, en el que vamos a convertirnos en esta urbe olvidadiza, camino al anonimato de todos los olvidos.
Y es que de tanto odiar esta ciudad hosca y heterogénea, de groseras desigualdades y brutales alardes de injusticia, terminas amándola, como si fuera una vieja querida que hubieses despreciado ha mucho, y que redescubriste una tarde, tras las copas a medio vaciar, como joya encontrada sobre una playa sin geografía. Entonces, empiezo a verte con otros ojos, urbe triste y sucia, pero llena por fin de los encantos que te robaron, hace cinco décadas, a punta de inicuos decretos que cerraban las pestañas de tus más preciados bares, de tabernas y tugurios donde se refugiaban dolores libados como vinos de esperanza. Y las nuevas clausuras. por razones del virus asesino, sin habernos percatado de la inmunidad eficaz de los alcohólicos.
Ahora es peligroso recorrer tus entrañas en estos trenes atiborrados de individuos apáticos y anodinos, que olvidaron el paisaje y la vieja hospitalidad de los andenes, en cuyos rincones alguien esperaba por un amor extraviado en minúsculas estaciones del Sur, muchacha de negras trenzas que trae un canasto de primores olorosos y un poema de Teillier entre los pechos, acompasado en la métrica de rieles sonoros, con una carta de la abuela dibujada en lentas caligrafías. Hay un miedo latente en esta rara topografía de túneles negros donde acecha la muerte.
Camino hacia el sur, por la calle de los Ahumada, hermanos de Teresa de Ávila que dieron su epónimo a este paseo de imposible reposo. Pasada la rúa Moneda, donde se alza la Casa otrora derribada por bandidos con aviones y sin moros, enfilo por la diagonal Nueva York hacia uno de los últimos bares dignos que te quedan, con ancha barra color caoba, donde el vino derramado da un lustre más perdurable que todos los pergaminos y barnices –los que a ti te faltan, Nueva Extremadura-, porque tus amantes fundadores eran unos desarrapados, con más prontuario que todos los inmigrantes del siglo XXI que nos recuerdan a diario, en las grescas por apoderarse de tus calles, la miseria humana y la impotencia de sus dioses hechos de cartón piedra.
Bar Unión Chica, Nueva York 11, mirando el flanco oriente del Club de la Unión, ese mazacote de altas columnas, de estilo II Imperio, mal definido y peor ejecutado, antro de ricachones zafios que mandaron a la Gran Violeta a comer en la cocina… Durante más de un año, el bar Unión Chica estuvo sin abrir sus puertas de saloon del Farwest, las que batíamos en los 80 con Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, el Tote España, Álvaro Ruiz, y otros que recordar no logro.
Me doy cuenta que es inútil buscarte –también describirte– Santiago, si habito en tu ancho regazo desde hace ocho décadas y es muy probable que en él repose al final de mis días. Por ahora, seguiré recorriéndote, para que me conjuren otros hallazgos o el redescubrimiento de los que me brindaste, aun de aquellos que pude haber olvidado en el ir y venir por tus arterias, ya fuese manifestándote mi odio o declarándote mi amor inevitable.
Te has vuelto feo y nauseabundo, Sant Yago austral; has ahuyentado a los beodos ilustres y a las mujeres sonrientes tras la copa de vino. No sé si es culpa del capitalismo salvaje o de los poetas que no han sabido reinventar tus rincones amables. Santiago amargo y querido, perdiste para siempre la dulce hospitalidad que cantó Machado pero hago mía la interrogante evocación de Neruda: ¿Qué olvidé en tus calles que vuelvo/ de todas partes a tus calles?/ Como si vaya donde vaya/ recuerde de pronto una cita/ ¡y me apresuro y vuelo y corro/ hasta tocar tu pavimento!/ Y entonces sé que sé que soy,/ entonces sé que me esperabas/ y por fin me encuentro conmigo.