Reynaldo Jiménez: “Me tocó estar en Lima durante el ‘Limazo’ o ‘Febrerazo’”

 

Ensayista y traductor de numerosos poetas brasileños, el poeta Reynaldo Jiménez con nosotros se retrotrae a Lima, Perú, donde ha nacido, y a su radicación en Buenos Aires en la niñez, y nos habla, entre otros temas, de sus búsquedas formativas y de la multiplicidad de sus emprendimientos.

— Abramos la conversación desde el pibe que fuiste.

— Nací en Lima, Perú, de madre argentina y padre peruano. Hasta no mucho tiempo después residimos en los alrededores de Lima, más precisamente en Chaclacayo. Mi viejo, pintor entre o por sobre otras cosas, es primo de Javier Sologuren [1921-2004] y en aquel breve período fuimos sus vecinos. Fue por entonces que llegó Allen Ginsberg a Lima (el 5 de mayo de 1960) y en un almuerzo, la mitología familiar repasa que el buen Allen, ya célebre visitante, ante mi insistente reclamo de atención, me dio de comer.Imagen relacionada

La anécdota ha sido verificada en coincidencia infrecuente por ambos padres, así que podría decirse que ahí, entre Javier y Allen, se dio un cierto inicio de inocencia poética. En un libro muy reciente, “Ello inseguro”, publicado por Juana Ramírez Editora, en Buenos Aires, aparece como ilustración de portada una pintura que mi viejo realizó conmemorando ese detalle-de-toque. En todo caso, el vínculo con Javier signó, después, mi adolescencia, cuando pasaba los veranos de variación y sin régimen colegial en Lima, visitando a mi papá —después de unos años en Nueva York, mis padres se separaron y con mi mamá vinimos a Buenos Aires, donde residían mis abuelos maternos, húngaros, en 1963, y desde entonces resido aquí. Los encuentros marcantes y la sostenida correspondencia con Javier —incluso mientras residió durante un tiempo en Japón, dedicado a la traducción de piezas esenciales— me fueron aportando su ética de autor-traductor-editor (con La Rama Florida). A través suyo me puse en contacto epistolar con José Kozer, Octavio Armand y Armando Rojas (quien me enviaba su revista “Altaforte” desde París y a quien, a diferencia de los anteriores, nunca llegaría a conocer en persona, dado su temprano fallecimiento).

Fue en esos veranos que conocí y frecuenté a Blanca Varela, a quien visité por primera vez en su oficina del Fondo de Cultura Económica en Miraflores (en la calle Berlín, a cien metros de la casa de mi abuela Sofía, donde mis padres se habían conocido y donde todavía residían una de mis tías y primos), conducido por el siempre generoso y tan recordado Leslie Lee, pintor (y buen poeta, aunque de publicación tardía) cercanísimo a mi viejo. Éste, por su parte, en una etapa brevemente anterior, me había provisto de sensacionales tesoros en forma de libros, que sigo teniendo a mano, de Julio Ramón Ribeyro, Leopoldo Chariarse y Krishnamurti (este último, infiero que por influjo de otro gran amigo suyo, el escritor Ricardo Martin, en cuya casa escuché por primera vez el “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y quien apenas supo de mi incipiente obsesión por la poesía, a mis trece años, me regaló otro tesoro de efectos no sólo vitales sino vitalicios: la recomendación, enfática, inapelable, de leer a Miguel Ángel Bustos, que hasta ahora obedezco).

Resultado de imagen para Reynaldo JimenezSi se piensa en las fechas en que todo esto más o menos ocurría (la nebulosa 1974-1979), quizá no se comprenda del todo la sensación de aire en relación al agobio argentino de entonces (aunque Perú tenía lo suyo: me tocó estar en Lima durante el “Limazo” o “Febrerazo”, revueltas populares pero también institucionales —parte de la propia policía reclamó, vía la huelga, por el fin de los maltratos, lo cual redundó en saqueos y caos vehicular, llegando al toque de queda y la suspensión de las garantías constitucionales— duramente reprimidas por Juan Velasco Alvarado), sino por factores más bien ambientales y particularmente familiares, junto a la posibilidad de entrar en contacto con esos poetas en particular. Cuánto de lo más sustancioso de mi desprolija biblioteca se debe a Javier, por un lado, y a Blanca, por otro, una infinidad de lecturas que fueron sendos despertamientos. Cada vez que iba a visitarla a Blanca a su oficina, me obsequiaba libros y números de “La Gaceta” y de “Plural”, antes de que esta revista se llamara “Vuelta”, dirigida por Octavio Paz pero con un consejo editorial que incluía a Salvador Elizondo y a Kazuya Sakai, cuyos ejemplares, devorados por la relectura insaciable, ya casi hechos polvo, todavía me rondan y a los que regreso en tren de consultas específicas.

Gracias a la intercesión de Blanca también pude visitar un par de veces a su vecino, el predilecto y silencioso Emilio Adolfo Westphalen, quien me dedicó un recorrido veloz por buena parte de sus libros de pintura surrealista; especialmente recuerdo reproducciones de Max Ernst y René Magritte, sin mayores comentarios de su parte. Sólo el gesto. Nada menos.

Sumado a ello, breves pero inolvidables conversaciones, otra vez gracias a Leslie, con sus patas Alejandro Romualdo, alejado de Javier por las propias internasde su generación, y Francisco Bendezú, poeta sobre el que escribiría alrededor de cuatro décadas después un ensayo celebratorio, bastante deforme por cierto, y que está en “El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos” (Descierto Ediciones, 2012).Resultado de imagen para Reynaldo Jimenez

Todo eso fue abonando esta pasión hacia la poesía escrita (o no) por varios poetas peruanos (me resisto a usar la muletilla de siniestro tinte nacionalista de “poesía peruana”). En la modesta pero intensa biblioteca de mi casa estaban César Vallejo con “Trilce” en la edición no tan respetuosa de Losada —deslumbramiento total y definitivo, un desafío estético pero también neurológico, diría, en cuanto al deslizamiento sensoperceptual que esa lectura por estratos sucesivamente me iría proporcionando, a nivel de influjo: algo que me ocurriría, después, con las lecturas-transvisiones semánticas de José Lezama Lima y de Martín Adán—; la edición homenaje de La Rama Florida al reciente fallecido Javier Heraud —ejemplar ya ajado que todavía atesoro—; una antología en edición popular de José María Eguren —que fui apreciando también de a poco, luego de vencer mis resistencias estéticas a la rima consonante y la música del supuesto “arte menor”, con la intermitente relectura, guiado por las respectivas apreciaciones de su obrar por parte del propio Westphalen, César Moro y otros tremendos autores para quienes Eguren funge de referencia axial en cuanto el inventor, el que encarna la transición, ergo el que habita el entre—; también estaban esas primeras ediciones de William Carlos Williams, Gregory Corso, Ginsberg, Jack Kerouac (“México City Blues”) y los Beats en general, que mi viejo, que ya lo había digerido todo a su particular manera, me obsequió.

Por parte de mi mamá, las obras de Franz Kafka, en primer plano de mi atención, más una borrosa noción de los rusos, que me parecían cordilleras inexpugnables de detalles a seguir (la novela, en general, per se, no me engancha, sino ciertas y determinadas escrituras, más acá de las narrativas que se les pueda o no montar; sé que esto es arbitrario, discutible) y las de Herman Hesse: “El lobo estepario”, dos o tres veces releído a lo largo del tiempo, me sigue pareciendo inquietante.

— Residiste, decías, en Nueva York.

– Del tiempo que vivimos los tres en Nueva York conservo imágenes o más bien sensaciones lumínicas, ambientales, que se corroboraron cuando pude regresar, por única vez hasta ahora, cuando ya promediaba mis cuarenta y tantos de edad, invitado por Lila Zemborain y su programa de escritura creativa en la NYU (Universidad de Nueva York), oportunidad en que también, gracias a José-Ignacio Padilla y Arcadio Quiñones, se me invitó a una lectura en Princeton. Conservo somáticamente la sensación lumínica de la nieve, de los parques en otoño, la galería de rostros que desde entonces significaron las calles de cualquier “centro” (cómo no evocar acá y de pronto a los rostros como pétalos en la entrepenumbra del metro neoyorquino, en Pound), ciertos olores sin explicación.

Con Gabriela Giusti

Un restaurant en Chinatown al que había que descender por una escalerita de un par de escalones. La escalera y el frente típicos de Brooklyn de nuestra casa. Cuando volví a visitarla, gracias a la increíble memoria de mi viejo, capaz de recordar hasta el número en la puerta, se me brindó un ratito de sincronización de tiempos. Y hasta de temporalidades.

Al vuelo sin retorno de Nueva York a Buenos Aires en 1963 lo recuerdo bien, esa angustia indecible de los cuatro años, por enterarme recién en el aeropuerto, a minutos de salida, que mi papá no vendría con nosotros; la llegada al conurbano barrio de Florida, mayormente de inmigrantes de clase media; la casa, estilo inglés, de mis abuelos; la recepción un tanto fría de mi bisabuela, rumana, quien viviría muchos años más y con el tiempo llegaría a ser mi principal defensora o aliada en ciertas futuras pugnas domésticas en la que me vería envuelto promediando, precisamente, la adolescencia.

Con Fernando Aldao, probablemente en 1985

No fui, como casi todos, digno de mayores ritos de pasaje que los provistos por la socialización forzosa bajo el régimen escolar y la economía de mercado. O sea: mi vieja laburaba largas jornadas, razón por la cual no nos veíamos en todo el día durante la semana, pero me enviaba, pagando una famosa “media beca” —eufemismo, como todos, bastante infame—, a colegios de pretensión inglesa de la Zona Norte, lugares y grupos de personas (me relacionaba relativamente mejor con dos o tres colegas, siempre de a uno) que ya, durante el tránsito por la secundaria, raramente llegaría a sentir de pertenencia.

Me acuerdo especialmente de un retorno de ésos, estaría en segundo año, venía en mi segundo colectivo de todas las tardes, es decir mi cuarto de cada día (empecé a usar el transporte público y a manejarme solo en tercer o cuarto grado), apretado, al fondo del pesado vehículo, de los que ya tenían puerta trasera de descenso y algún timbre levemente electrocutante (lo pulsaba siempre con alguna carpeta, para evitar el contacto del dedo con la descarga inevitable) y subió mi abuelo, Geza.

Estaba tan lleno que se quedó adelante. De inmediato me vio. No bajaríamos en la misma parada, pero todo lo que conversamos con los ojos aquella tarde, diría que todavía me influye. Algo de la poesía en paralelo a las construcciones con palabras. Una articulación ahí, en el rayo protector de esa conversación, ella sí iniciática, y justamente por ausencia de rito, de premeditación, de intenciones incluso. Justamente por magia del afecto, la única que realmente influye, así sea no siempre de forma “positiva” (queda para seguirla en otra ocasión).

Debo decir, como denuncia de una injusticia que padecí temprano, que mis abuelos nunca me enseñaron el húngaro, aunque sí a sus hijos, mi madre y mi tío, que si bien nunca lo escribieron llegaban a ciertos acuerdos semánticos hablando en esa lengua, que me parecía medio marciana (provengo de la generación en que las figuritas de “Marte Ataca”, encausantes metafóricos de ciertos terrores más o menos declarables, ya eran retro; también, con eso entre manos, durante la pubertad encaré todo el feroz amateurismo de la ovnilogía; fui, a mi modo, ovnílogo, luego ascendido de propia mano y voluntad a tránsfuga interfronteras).

Entre ellos aquellas cuestiones. Se suponía, así lo afirmaba Rosalía, mi abuela, a quien llamábamos Mami Dody, que cosas había que un niñito no debía entender. Se me propició así tempranamente la lección del no. Con la del sí tuve que arreglármelas, como casi todos, en los mil y un rebusques extra-anécdota, que a nadie, creo, se le escaparían, en cuanto a la gradual conciencia, inventarse un repertorio de posibilidades, una apertura a la autoconfianza como probable acceso a la confianza en los demás. Algo así como la colocación responsable de crearse cada día un alma, entendiendo por ésta la zona liberada por excelencia. Liberada, digo, de lo ego-social, según acepción encontrada en recovecos ensayísticos de Juan Larrea.

Sin embargo, la esdrujulidad de esos intercambios me quedó rondando para siempre, fantasmática, con el humor desconcertante por impersonal (naturaleza de las cosas) de las vivencias puramente transparentes. La esdrújula de un acento foráneo entre las captaciones del oído. Nacer en un lugar, mudarse a otro, recaer en un tercero, entre extranjeros, que no hablan “bien” el castellano, que no participan de los rituales de una colectividad más allá de las asociaciones escuetas y cada vez más murientes, entre compatriotas probablemente mejor adaptados al nuevo medio, quizá inventándolo así junto a tantos otros.

De alguna manera se me inculcó, o, a falta quizá de elementos suficientes, así lo interpreté, que el hecho involuntario de ser “hijo de padres separados” constituía una especie de variante del Déficit. Hoy cosa tan frecuente, por entonces fenómeno de incipiente expansión dentro de un cambio generacional: el juicio de divorcio de mis padres, que por falta de una ley correspondiente en Argentina debió consumarse triangulando con Paraguay, fue un trámite con ribetes que duró varios años y signó, entre otras cosas, una rabia insobornable que con el tiempo devino en un pensamiento continuo, de un modo u otro, en torno al quid de la inocencia. Vista prismáticamente, es de alguna manera el tema intermitente en distintos emprendimientos de escritura, llegando, hace poco, al propio título de un libro de ensayos todavía inédito: “Cine e inocencia” (parte de una serie de libros bastante cinéfilos).

— ¿Por dónde, cómo circulaste, en tanto estudiante?

 – Durante el primario fui buen alumno, querido por los compañeros y las maestras —Lía, del turno inglés, de quien estaba perdidamente enamorado; Susana, la maestra más exigente y formativa, que me transmitió nociones éticas con enorme ternura (nunca olvidé ese cartelito, leído todos los días del año lectivo sobre la mano que lava a la otra y el que las dos laven la cara).

Marta, que nos contaba historias de aparecidos así como relatos de unitarios y federales o nos leía cuentos de Horacio Quiroga en una época en que los cortes de luz y las tormentas, no menos eléctricas, fueron frecuentes—, mientras que el secundario, ya en trance de amenazas diarias de bomba y entre situaciones de un alto nivel de policiación represiva, entre los propios adolescentes, que hoy se llamarían bullying, más los obvios niveles de incomprensión familiar, dentro de un marco social muy restringido —“contactos con el mundo exterior”, pocos—, incomprensión resentida, claro está, por un adolescente hipersensible y hasta cierto punto exasperado, hicieron aflorar todo ese enojo contracomportamental. Y ahí estaba el rock, inmediatamente asociado a la poesía. Una poesía que involucraba maneras de vivir y de expresarse.

Desde chico dibujaba y apenas escuché rock, por entonces principalmente psicodélico, con absoluta conciencia a eso de los ocho años ­—mi tío, recién adolescente, que fue mi guía musical en esa temporada de sorpresas, llevaba discos a su casa, con música beat nacional de la época, más los primeros Beatles (que escuché después del “Sgt. Pepper’s”:“Revolver”,sobre todo), Rolling Stones, Hollies, Bee Gees, Paul Rivere & The Raiders, los discos de Buddah Records de bubblegum music, Birds, Kinks, los Gatos y el primer ejemplar de la revista “Pelo”, con fotos a color de los músicos; escuchaba la radio en la Spika hiperportátil de mi abuelo o en el combinado estereofónico Columbia, verdadero mueble de diseño con el que, aparte de descubrir “Modart en la noche”, a filo del sueño, llevándome esas reminiscencias de otras vidas e intensidades a la duermevela (recuerdo cuando me regalaron el disco triple de “Woodstock”, sin haber podido ver ni la versión local de la película en el cine, y cómo, durante varias noches, me quedaba dormido imaginando las imágenes que despertaban esas músicas así como las voces de los presentadores y del público, parte inseparable del registro de esa banda de sonido; ensoñaba, a los diez, que era parte de un Festival donde nadie más se sentía solo) y como para no pensar, un rato más, estirando los minutos antes de que todo se repita con la regularidad horaria acostumbrada, en la secuencia de la escuela a la madrugada siguiente.

Algunas veces me sumergía en el combinado, que poseía capacidad de “onda corta”, con lo cual, girando una perilla y luego otra, captaba emisiones de otros lugares que, por el ruido blanco, las interferencias, los “alejamientos” estaban realmente lejos, venían una vez más desde otros mundos (otros “húngaros” a seguir descifrando, elongando el oído al interior de la escucha). Enloquecí una vez muy precisa con músicos cuyos nombres recién conocería años más tarde: Caetano Veloso, Chico Buarque, Os Mutantes. Otra vez, con la Spika en el muelle (mis abuelos tenían una isla en el delta del Tigre, en el Canal Arias, llamada “La mimosa”, y ése fue el otro ámbito fermental de mi exploración, mis otros veranos o largos fines de semana; mi abuelo se fue a vivir ahí una vez jubilado, “bajando” poco a la ciudad, a cobrar, tal vez, su jubilación, por eso aquel día que lo vi subir al colectivo cobró, también, tanto relieve, pues lo veía más en la isla, él era la isla) deliré con un largo programa que nunca más pude volver a encontrar, dedicado a pasar lo primero de La Pesada del Rock and Roll y de Pappo’s Blues (claramente 1970). Meses antes, el primer disco que pedí de regalo para mi cumpleaños diez fue “Almendra”, que había salido a la venta hacía apenas unas semanas (en enero, chequeo). Debo haberlo escuchado centenares de veces. Después, todo lo que siguió.

Cambié seis veces de “institución” a lo largo de toda la escolaridad. Bastante integrado de chico, en la secundaria me empezó a costar de golpe hacer amigos. Una timidez repentina e irrevocable arreció y mi posición de romántico enamoradizo devino más platónica aun. Cierto que me enamoraba perdidamente por un tiempo de distintas compañeras de clase, aunque con algunas admitía un honesto fervor erótico, pero nunca, si no malamente, se enteraban ni se daban por enteradas.

También de algunas profesoras jóvenes —lo cual me convirtió en excelente alumno en historia y literatura, sobre todo porque esas profesoras, que me parecían hermosas, además se me hacían presencias curativas, porque me proveían de una información vital, mientras permanecí mediocre, dado el legítimo desinterés, ahora establecida ignorancia, en las demás materias, incluyendo la por entonces no menos militarizada “educación física”— provocaron una tensión que sólo la poesía, la música y el cine —fui un verdadero cinéfilo durante años, capaz de ir hasta cinco veces al cine en una semana, y todavía llegué a vivir las funciones de cine continuado de hasta tres películas por tarde en los muchos cines de barrio que conocía (entre otros, el “Electra” de Vicente López y el “York” de Olivos, que todavía funciona), absorbiendo absolutamente todo tipo de filmes— aliviaban, si bien parcialmente.

Incapaz de una vida social, sin conectar con el sexo femenino, sin un grupo de pertenencia aparte de aquellos amigos aislados y más bien transitorios, está claro que “me refugié” en la escritura. Ante eso, mi vieja me regaló una máquina de escribir y desde entonces no paré más. Rompí, de tanto teclear, tres máquinas de escribir en mi vida. Recuerdo la fuerte exigencia de “decir algo” (y cómo decirlo) me llevaba a corregir y corregir, sin solución de continuidad, empezando de nuevo cada versión desde cero, de manera que bajaba una resma de papel en pocos días, casi nunca algún resultado.

En cuarto año tuve un compañero, Abel Lubarsky, que era un tremendo dibujante y hoy es arquitecto, quien me habló de su hermana mayor, Violeta, que asistía a un taller literario con Santiago Kovadloff —estamos hablando de 1974— y a quienes conocía de nombre por sus colaboraciones en la revista “Crisis”, que yo conseguía, no sé cómo. Porque también era asiduo de todo tipo de revistas, empezando por las de historietas (desde muy chico, era capaz de viajar bastante lejos de mi casa con tal de conseguir alguna de Marvel Comics). En esa época la presencia de las ediciones del Centro Editor de América Latina en los kioskos fue más que decisiva: cada semana corría temprano al kiosko a buscar el nuevo libro a precio irrisorio; no los leí a todos, pero varios permanecieron en mi biblioteca (las traducciones de poesía inglesa de Jaime Rest, Rabelais, las memorias de Casanova, son algunos títulos que me vienen a la mente).

Y a través de Violeta y Santiago, entonces un tipo muy joven, entré en los universos Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira y la poesía brasilera en general, y Cesare Pavese, Eugenio Montale, mientras por mi parte seguía explorando el surrealismo y alrededores —desde Bustos y, cómo no, la antología de Aldo Pellegrini; ya había salido —innegable influencia— “Artaud”de Pescado Rabioso; así como René Daumal y toda la colección de Fabril dirigida por Aldo Pellegrini, y por supuesto la línea Baudelaire-Nerval-Rimbaud-Lautréamont; las ediciones de Fausto: Mallarmé, poesía inglesa traducida por Enrique Luis Revol, los tres tomos de Raúl Gustavo Aguirre de poesía argentina, Pierre Jean Jouve, Aimé Cesaire, Blaise Cendrars; Enrique Molina, Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco, Edgar Bayley, varias antologías de la poesía del 60, Juan Gelman, Susana Thénon…

Largo, largo etcétera para una mezcla en la que todo de un modo u otro culminó siendo influencia, a veces a nivel de estilo, otras menos, mixtura, al fin y al cabo, que obviamente no ha cesado de expandirse y elongarse. Otra lectura fundamental de entonces, de las que aportan cierto coraje, a la que vuelvo cada tanto, es el libro de “Conversaciones con Enrique Pichon-Riviere sobre el arte y la locura”, realizado por Vicente Zito Lema (la edición de ¡1976! siempre a mano).

Con Kovadloff asistí más bien a grupos de estudio centrados en la estética. Leímos un poco a Georg Lukács y bastante a Arnold Hauser. Me costaba tremendamente concentrarme en la lectura, tanta era mi perturbación interna, afectiva, por situaciones familiares y, ahora me doy cuenta, por la circunstancia sociopolítica que atravesábamos. No pasaba día que no nos parara la policía o los agentes paramilitares, en cualquier bar, en la facultad —llegué a cursar el primer año de Letras en una universidad privada (mi mamá tenía miedo de la nacional por mi situación de “peruano”) durante 1977.

Pero lo cierto es que me ausentaba de las clases, que me resultaban soporíferas y distantes de lo artístico en sí, que era lo que yo precisaba, aprovechando mi estada en el centro, clandestina a los ojos de mi madre, refugiándome en los cines Arte, Losuar, la sala del San Martín, volviendo “experto” en cinematografías ignotas, y por supuesto peinaba todas las galerías de arte del centro —hasta hoy soy devoto de la pintura— y las librerías de Corrientes y Avenida de Mayo, recabando materiales poéticos que iría leyendo, y muchas veces perdiendo, con los años. Hauser, cuya lectura nunca profundicé realmente por más que me esforzara, sí me hizo pensar en el manierismo como un repertorio abierto de posibilidades. Entre los diecisiete y los diecinueve años, más o menos, escribí varias series de poemas; algunos salieron publicados, gracias a Javier Sologuren, en la revista “escandalar”, que dirigía Octavio Armand en Nueva York. Creo que esa publicación es el inicio de una situación que persiste hasta hoy: la mayoría de mis libros han salido y salen lejos del lugar adonde vivo. Recuerdo la felicidad de estar mirando mi ejemplar en un bar, recién llegado por correo, adonde también había, entre muchos tesoros, poemas de Alberto Girri, cuya obra también leía, y verlo pasar al mismo Girri, con quien nunca hablé, en ese momento, por la ventana del bar.

— Por allí sigamos, por tus poemas. Y recorridos.

— Fue por entonces que busqué a Edgar Bayley, cuya obra reunida, como la de Girri —su antípoda estilístico— había sacado Corregidor. En mi casa no tuve teléfono hasta que me mudé con mi novia, no otra que la misma Violeta, a los 22 años; de ahí creo mi fobia a los teléfonos, nunca logré acostumbrarme al aparatito, su increíble capacidad de interrupción: menciono esto porque un conocido me pasó el teléfono de Bayley y después de mucho pensarlo caminé las varias cuadras a la única galería comercial que había en Florida, adonde había un caseta telefónica con monedas y lo llamé; no sé cómo logré tomar coraje, balbuciendo, y me citó en un bar a la salida de la Biblioteca de la Caja de Ahorro, frente al Congreso, donde trabajaba.

Le pasé una copia de mis poemas —algunos serían parte de “Tatuajes”, publicado un par de años después, en 1981, cuando ya estaba escribiendo de otra forma, de otras cosas— y Bayley me dijo: “Va a tener que cambiarse el nombre, ya hay otro poeta Reynaldo Jiménez, creo que ecuatoriano, que acaba de publicar en la revista “escandalar” de Nueva York.” Le dije que era yo, pero Bayley no me creyó. Un par de semanas después nos reencontramos y de un bolsillo de su saco tomó unos papeles arrugados: mis poemas, poniéndolos sobre la mesa del bar, y diciéndome: “Esto es poesía automática. Todo lo contrario a lo que hago yo. Le recomiendo trabajar más los poemas.”

Y yo no supe cómo decirle que ésas eran las versiones treinta o cuarenta, que no había nada de “automático” ahí. Fue un desencuentro personal que si bien por un tiempo me resintió bastante, al punto de suspender mi lectura de la poesía de Bayley, con quien me seguiría cruzando durante los próximos años muchas veces —sin saber si me reconocía como aquel adolescente titubeante e idealizador, hasta que una noche, en una larga mesa de bar, después de alguna lectura de poesía a la que habíamos concurrido, desde la otra punta, en un silencio general, el maestro Bayley me dijo “¿Y, Jiménez, para cuándo va a escribir algo bueno? Estamos esperando…” Fue un clic. Yo volví a enmudecer.

No puedo sino añadir a la anécdota que el célebre pero inagotable verso de Bayley “nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada”,es uno de mis lemas. Incluso toda una lección en sí misma acerca del valor del adjetivo: ese abandonada que exime de mayores comentarios y que contradice algunos de los postulados que se jugaban en la época: la sarta de restricciones (adjetivos no, por ejemplo del “buen escribir”). Y la salvedad, hasta hoy elaborada, de que todo depende.

Muchas eran las restricciones que se jugaban entre los que concurríamos a los talleres y grupos de Santiago Kovadloff, al punto de que la mayoría no continuó escribiendo. Nunca me convenció la restricción per se, ni mucho menos la idea deobra sólida a ser alcanza, junto a la insistencia profesoral de que la escritura es trabajo, a mí que nunca entendí la noción excluyente de trabajo, cuestión que me terminaría distanciando, pienso ahora, de aquel núcleo, más allá de todo lo que efectivamente me aportó a nivel de información, de libros, de lecturas hacia adelante, pero para realizar mi propio mix. Fue cuando conocí, poco después, a Néstor Perlongher, que un día, con una sola frase suya conversando —cuándo no— en otro bar, y yo le decía “Néstor, no sé cómo se llega a ser un poeta sólido”, él me respondiera: “Pero yo no quiero ser sólido, quiero ser fluido…” Otro clic.

Durante la dictadura empezamos, Violeta y yo, por ese entonces inseparables, a reunirnos —los viernes por la mañana— con Diana Bellessi, que venía del Tigre un par de días a la semana a dar clases de inglés, si recuerdo bien, y a través suyo se fue armando un grupo dispar con encuentros continuos y rotativos —nos juntábamos simplemente a leernos lo que estábamos escribiendo— con Alberto Muñoz, quien a su vez trajo a Eduardo Mileo, y Jonio González, que integraba la redacción de la revista “La Danza del Ratón” y que yo ya conocía de su libro colectivo con el Grupo Onofrio.

Con Carlos Ellif y Celeste Diéguez

Por otro lado, como gracias a Santiago logré hacer varias colaboraciones con el Suplemento Cultural de “La Opinión”, en jaque por esos años de dictadura, a través de Raúl Vera Ocampo, que dirigió la última época del suplemento, conocí a Jorge Santiago Perednik, quien me invitó a participar del Consejo de Redacción de una revista que estaba por lanzar: “Xul”, en cuyos dos primeros números participé (en el primero, con poemas, que incluyen una desagradable errata; en el segundo, sin firma, con una muestra de poetas peruanos, que incluye la primera publicación en Argentina de poemas de un entonces desconocido Mario Montalbetti, cosa que no sé si éste supo alguna vez).

Luego Perednik, sin mayores explicaciones, me expulsaría del proyecto, algo que me afectó enormemente, sobre todo por lo que sentí como una arbitrariedad y porque era mucho mi deseo de hacer una revista; muchos años después pudimos reencontrarnos una mañana —en otro bar, claro, enfrente de la estación de Belgrano R— y si bien no repasamos aquel suceso, conversamos con mutuo respeto, ya sin resentimientos de mi parte. Todo se hacía entonces sin permiso, sin derechos, sin noción de propiedad intelectual: el gesto poético era desinteresado y apuntaba a minar, desde un lado o el otro, la institución asociada a lo represivo, por mínimo que fuera el gesto, considerábamos su valor en varios niveles. Para mí, insisto, era descubrir los mundos.

Con Daniel Graf y Leonce Lupette, en Berlin

A través de Diana conocimos a Mirtha Defilpo, a quien admiraba muchísimo por sus letras para ese tremendo disco “Melopea” de Litto Nebbia, de quien fuera compañera, y con la cual se dio de inmediato una extraordinaria empatía; también a Víctor Redondo, que ya editaba “Último Reino”, y con él a Jorge Zunino —a quien había visto un par de veces en la redacción de “La Opinión”, donde él trabajaba, sin saber que era él—, a Susana Villalba, Mónica Tracey, Horacio Zabaljáuregui, quienes de inmediato me hicieron sentir su apertura y don de amistad. Menciono todo esto porque nunca me atrajeron las “pugnas interestéticas” y fue así que colaboré libremente con las tres revistas de entonces (“Último Reino”, “Xul” y “La Danza del Ratón”) así como participé en diversos proyectos, como ciclos de recitales, junto a una diversidad de autores de distintas estéticas, generaciones y procedencias: todo ello sería formativo para la posterior gestación del proyecto tsé-tsé, revista-libro y editorial.

Con ese grupo autogestionario, como le gustaba decir a Diana Bellessi, empezamos a expandir el espacio de las lecturas. Primero hicimos un ciclo de dos sábados a la tarde en Los Altos de San Telmo, donde presenté “Tatuajes”, con buena afluencia de público, para nuestra sorpresa, y ese mismo día conocí a Néstor y a Víctor. Recuerdo que estaba también Daniel Mourelle. Luego, ya invitando a otros autores, gestionamos el ciclo Arte Plural, que funcionó durante un par de años en la sala que tenía el grupo M.I.A. (los Vitale) en el barrio de Once, en una calle llena de reminiscencias, sábado a sábado. Insisto en que esto fue durante la dictadura y que entonces no había tantos ciclos (¿quizá fuimos el único durante mucho tiempo?). En ese transcurrir conocí a Liliana Ponce, por ejemplo, cuya amistad me honra hasta hoy.

Paralelamente, y luego de un corto período en que trabajé como corrector de pruebas en la imprenta Esquiú, donde en turnos de corrección de galeras conocí a José Luis Mangieri (a quien pondría en contacto con los amigos de “Último Reino”), entre otros, ya que fungía, además de las publicaciones de la curia, como imprenta free lance, y de la que fui echado sin explicación alguna al momento en que, después de trabajar un par de meses haciendo reemplazos, me vio el coordinador. Me ocurrió lo mismo en una pequeña revista que se llamaba “Quién es quién en Argentina” (que me hayan echado de ahí, sin la menor explicación ni consideración y pese a que trabajara con relativos buenos resultados durante un par de meses haciendo entrevistas e informes, no podría haber sido menos significativo), trabajo que había encontrado por un aviso en el diario (llegué a presentarme, por este método, en decenas de “entrevistas de trabajo”).

Mi aspecto evidentemente desentonaba con la marca de la época, porque las reacciones de los pequeños capos eran inequívocamente de irritación inmediata. En el caso de “Esquiú” hay que concederles que eran la curia, y que en la publicación oficial sobresalía el crítico de cine Miguel Paulino Tato, nada menos que “El Censor” de la dictadura, a quien veía siempre por ahí y que paradójicamente no era el más odioso, comparado con aquellos otros personajes más subalternos que por supuesto y sin metáfora estaban entrenados para actuar desde las sombras.

Al poco tiempo de vivir con Violeta, mientras todavía no había tenido la fortuna de ser expulsado de “Esquiú”, por mediación de la gran Mirtha Defilpo empecé a trabajar con Víctor Redondo y Gustavo Margulies en “Último Reino”, como tipeador de la editorial, donde estuve diez años. La paciencia que me tuvieron —se tipeaba con máquinas eléctricas que cambiaban la “bochita” tipográfica y una memoria limitada a una página y media que había que borrar luego de “imprimirla” y esa “impresión” se armaba a mano, con una lámpara debajo de un vidrio, por lo cual mis constantes erratas de tipeo fueron, durante bastante tiempo, la pesadilla de los armadores— es algo que sigo agradeciéndoles. El oficio que aprendí allí es la maquetación de libros, que adoro realizar y que hasta ahora ha sido uno de mis variados medios de subsistencia. A través de la editorial tuve oportunidad de conocer a centenares de personas del circuito poético local e internacional, algunos entrañables poetas y amigos como Roberto Cignoni y María Rosa Maldonado. Me tocó tipear o presenciar la aparición de los libros de Arturo Carrera, Emeterio Cerro, Eduardo Espina, por supuesto Perlongher, Enrique Blanchard, Zunino, entre tantos más. Todo eso, el hecho de recorrerlos a veces sílaba a sílaba, fue asimismo infiltrando a piacere, modificándolo siempre, mi repertorio de recursos y referencias.

En los ciclos de recitales de poesía y sus cenas o tertulias satélites no era infrecuente coincidir con Bayley o Francisco Madariaga. Un día fui a una librería de Belgrano, que ya no existe, a la presentación de un libro de Raúl Gustavo Aguirre, pude estrecharle la mano y pasarle “Tatuajes” (el cual él respondería por correo con una tarjeta de agradecimiento que llevaba impreso “Belleza obliga”) y ese mismo día conseguí, encontronazo decisivo, pidiendo prestado unos mangos para redondear el precio a un amigo ahí presente, “La tortuga ecuestre” de César Moro, edición de Julio Ortega para Monte Ávila. Quién sabe cómo habría llegado ese ejemplar de la editorial venezolana a la vidriera de esa buena librería de barrio (años después volvería allí a pedir trabajo, sin resultados). A Moro lo conocía de aquella señera antología “Vuelta a la otra margen”, de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, publicada en Lima en los 70; y desde entonces no he dejado de trabajar, sea ensayando sea traduciendo, en la obra moreana.

Ficha

Reynaldo Jiménez nació el 27 de marzo de 1959 en Limá, Perú, y reside en Buenos Aires, capital de la República Argentina, desde 1963. Ha sido editor y director de la revista-libro y editorial “tsé-tsé” entre 1995 y 2008. Coordinó la colección de antologías “Poesía Mayor” de Editorial Leviatán entre 1997 y 2001. Integró consejos editoriales de plataformas-e y revistas en soporte papel de Argentina, Brasil, Estados Unidos y Perú, así como colaboró con artículos y poemas en decenas de publicaciones gráficas y electrónicas de América y Europa. Participó en festivales y diversos eventos realizados en Argentina, Perú, Chile, Paraguay, Brasil, Costa Rica, México, Ecuador, Uruguay, Venezuela, Estados Unidos, España y Alemania. Ha sido traductor de numerosos poetas brasileños y responsable de una veintena de antologías y muestras poéticas. Fue incluido en ediciones colectivas y antologías (“Medusario. Muestra de poesía latinoamericana”, “Antología crítica de la poesía del lenguaje”, “Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos”, “Nosotros, los brujos. Apuntes sobre arte, poesía y brujería”, “Jinetes del aire. Poesía contemporánea de Latinoamérica y el Caribe”, “Divina metalengua que pronuncio. 16 poetas transbarrocos 16”, “Déjalo beat. Insurgencia poética de los años 60”, etc.). Se editaron dos antologías de su obra poética: “Shakti” (selección de Claudio Daniel, 2005) y “Ganga” (selección de Andrés Kurfirst, 2006). Publicó —además de libros ensayísticos (“Por los pasillos” —incorporado en el volumen “¡Kwatz!”, compartido con Ricardo Gilabert—, 1989, “Reflexión esponja”, 2001, “El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos”, 2012, “Informe”, 2014, “Nuca”, 2015, “La inspiración es una sustancia, etc.”, 2016, “Intervenires”, 2016, “Arzonar” (2018), entre otros)— desde 1981 los siguientes poemarios: “Tatuajes”, “Eléctrico y despojo”, “Las miniaturas”, “Ruido incidental / El té”, “600 puertas”, “La curva del eco”, “La indefensión”, “Musgo”, “Sangrado”, “Plexo”, “¿Cómo llamar a un tigre?”, “Esteparia”, “Piezas del tonto”, “Funambular”, “Ello inseguro”, “Antemano” y “Olla de grillos”.

 

 

 

 

 

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