Tarde de ira y melancolía en un país peor

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Hay momentos en los cuales evitar la sensación amarga de vivir resulta imposible. Se supone que en este reparto de responsabilidades fraudulentas que la sociedad civilizada y cristiana fue estableciendo desde siglos inmemoriales, un articulista debe conservar la compostura, las buenas maneras, recurrir a la elegancia del idioma que, según los doctos gramaticales, sirve igual para expresar todo tipo de indignaciones sin trasgredir los cánones del decoro. Pero es difícil.| CRISTIÁN JOEL SÁNCHEZ.*

 

Y algunas veces no resulta —como en lo que usted se apresta ahora a leer.

 

Los chilenos hemos vivido en estos días —no todos, quizás si apenas una minoría— con una congoja, soterrada a veces, consciente en otras, mientras duró la penosa agonía de Daniel Zamudio que recientemente tuviera su desenlace final. Sin embargo usted dirá, con justa razón y con el corazón tan sombrío como el mío, que ese mismo orden social y la propia constitución biológica del ser humano, hará que esa congoja se vaya difuminando a corto plazo y sólo quede un leve aleteo de incomoda tristeza rondando el alma y que también terminará por desaparecer más temprano que tarde.

 

Eso es precisamente lo negativo de toda la convulsión que en esas horas inmediatas a la muerte de Daniel estremeció a tantos. Las congojas masivas tienen, por desgracia, ese destino; las barre pronto el viento de los días, como hojarasca otoñal. No así las penas individuales, como las que acompañarán por siempre a la familia de Daniel. El resto no. El resto olvidará como se han olvidado otras salvajadas horrendas que salpican de indignidad la historia de este país.

 

Los detalles abominables que rodearon el crimen de este joven, incluso lo más censurable, vale decir el motivo discriminatorio, en este caso homofóbico, que provocó semejante hecho, tiene con el alma henchida de indignación a todo individuo biennacido que pueble este pedazo de tierra que cuelga al costado de América.

 

No es, sin embargo, el crimen mismo, a pesar de lo repugnante de sus detalles, lo que más pasma a este cronista. Mi amarga reflexión va más allá, es todavía más desesperanzadora, porque alcanza los recovecos más oscuros y soterrados de la condición humana, es decir aquellos que son, por desgracia, insolubles.

 

Hace unos años leí un cuento del escritor ecuatoriano Pablo Palacio, vanguardista de la primera mitad del siglo XX, titulado Un hombre muerto a puntapiés. Siendo entonces un adolescente, me impresionó profundamente la descripción que el personaje de Palacio hace de la muerte de un homosexual, incluida la onomatopeya que el escritor reproduce de los golpes propinados a su cabeza de la víctima hasta reventársela. Me estremeció entonces lo horrendo que significa matar a un hombre a palos, a patadas, desmembrar sus huesos y sobre todo su cabeza, de manera concienzuda, de manera sistemática, prolongando deliberadamente la agonía con el más infame de los métodos.

 

Años después me enteré de la muerte de muchos hombres, muchas mujeres —como mi heroína Marta Ugarte— que fueron mis camaradas, asesinados por los verdugos de la dictadura también a patadas, a culatazos, desangrados en el suelo sucio de los calabozos militares, sin derecho a la lucha denodada que dieron los médicos por salvar la vida de Daniel Zamudio, sin derecho a un funeral grandioso como el que Santiago preparó para el joven mártir, ya que los restos de muchos de aquellos fueron arrojados al mar.

 

Cabe, entonces preguntarse, ¿fue la discriminación homofóbica en el caso de Zamudio, la discriminación política en el caso de la represión militar? ¿Fue la discriminación racial en el caso del holocausto judío, en el de los miles de polacos asesinados por Stalin, en los crímenes del sionismo sobre el pueblo de Palestina, sólo por nombrar los crímenes modernos de la historia de la humanidad?… ¿O es que en el fondo genético, en el fondo de la entelequia molecular del ser humano, subyace la bestialidad ancestral que no ha variado un ápice hasta nuestros días?

 

Ya sé, mi amigo, que usted va a recurrir a una larga lista de prohombres valiosos, casi sublimes, que se han ubicado en las antípodas de las bestias que saturan el otro platillo de la balanza. Pero, ¿ha pensado usted hacia qué lado se inclina el fiel de la báscula?

 

Escribir «con la mierda hirviendo» es, sin duda, muy contraproducente para un cronista. Lo dije hace mucho tiempo en un artículo a propósito de una de las tantas masacres del sionismo contra la población palestina. Hoy agrego que tampoco es aconsejable escribir cuando es la noche negra de la desesperanza la que satura el alma, más aún si el desencanto tiene su origen en toda la humanidad.

 

Ya se me pasará, no se preocupe. Como usted, como el vecino, como todo un país, como todo ser humano, terminaremos por olvidar porque es necesario que así sea, imprescindible para seguir viviendo, a menos que usted, como en el tango, “un día cansado se ponga a ladrar”.
——

* Escritor.

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1 comentario
  1. Jaime A. Carrasco dice

    Alguien dijo: «Mientras mas conozco al ser humano, mas quiero a mi perro», eso seguramente lo escribió también en momentos de desesperanza y agobio. Nuestras raíces evolutivas mantienen aun en nuestro cerebro matices primitivos, lo que algunos denominan el «cerebro reptil» , los cuales influyen mucho en nuestro comportamiento sexual reproductivo, supervivencia, etc. Pero….la conciencia humana a progresado mucho; que la gente se haya sentido estremecido por la muerte de Daniel por ejemplo, cuando a principios del siglo XX la profesión medica declaraba el homosexualismo como enfermedad, es sin lugar a dudas un avance significativo. Siempre hay esperanzas!

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