Trabajadores: Atrás a toda marcha, dos o tres siglos

Guillermo Almeyra*
El capital utiliza la crisis que él mismo ha provocado y maneja para reducir ulteriormente los derechos y las conquistas históricas de los trabajadores, aumentar el número gigantesco de desocupados para pesar sobre los ocupados y sus salarios, y reducir al máximo sus ingresos reales.

La mundialización capitalista ha permitido así, acabar con la jornada de ocho horas, con la prohibición del trabajo infantil y con la protección ambiental; ha reintroducido en masa la esclavitud, ha privatizado todo en beneficio de las grandes empresas y las trasnacionales, expropiando a los ciudadanos, y ha transformado todo –personas, ideas, valores– en mercancía; ha destruido las bases de la civilización y puesto en peligro de desaparición las bases materiales de la vida en el planeta. Decenas de miles de especies han desaparecido y otras decenas de miles las seguirán hacia la extinción durante la actual era del Antropoceno, provocada por la acelerada devastación capitalista.

Ésta, tras someter la agricultura y las zonas rurales de todo el mundo, se lanza ahora contra los bienes comunes subsistentes –el agua potable, los mares y los bosques– tal como, antes de la Revolución industrial, lo hizo contra los bienes de las comunidades (pastos, leña y arroyos) y las propias poblaciones. Para mantener alta la tasa de ganancia, reduce brutalmente el nivel de vida y de civilización, como en Grecia o España, recortando salarios y pensiones, eliminando subsidios y servicios a mujeres solas e inválidos, aumentando el impuesto al valor agregado, reduciendo derechos (indemnizaciones, vacaciones, aguinaldos), y carga sobre las mujeres el peso de la atención sanitaria de sus familiares y de la reproducción, elimina los jirones de soberanía que subsistían para servir al gran capital financiero internacional.

Éste, que pretende "asiatizar" los salarios directos e indirectos en los países metropolitanos y hacer retroceder dos o tres siglos el modo de vida, acaba de poner en marcha un nuevo Plan Marshall siete veces y medio mayor que el anterior. Los casi 900 mil millones de euros (un billón 200 mil millones de dólares, aproximadamente) aprobados para evitar la quiebra griega (y la española, irlandesa, portuguesa, inglesa e italiana, si las cosas seguían así) no tienen como motor –de acuerdo con el primer Plan Marshall– el miedo al comunismo, a la expropiación de los expropiadores, sino la necesidad de salvar a los especuladores y concentrar aún más la propiedad y el poder en manos de pocas y enormes empresas industrial-financieras.

 La represión brutal, como en Grecia, la guerra colonial de despojo (como en Palestina, Irak y Afganistán), el desconocimiento de los derechos humanos (como en el caso de Arizona y su racismo antinmigrante), son la respuesta del capital a la defensa de los trabajadores de sus conquistas sociales y de la civilización, a la voluntad de paz de los mismos, a la solidaridad en el seno de los explotados.

La crisis económica y la ecológica integran la ofensiva del capital contra los explotados y oprimidos, y contra la civilización resultante de la Revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad, para toda la humanidad). Por eso lo que sucede en Grecia o en España nos atañe directamente. Por eso no puede haber una solución meramente ecológica a la destrucción ambiental y la depredación de los recursos naturales, los cuales son finitos o pueden serlo, y a la desaparición de las otras especies.

Por eso la defensa del ambiente debe hacerse –como destacó Evo Morales en la cumbre de Cochabamba– en el contexto de la lucha por un cambio de régimen. Pero éste no puede consistir sólo en la adopción de medidas ambientalistas o democratizadoras, sino que debe estar clara y políticamente dirigida a acabar con el poder de los hambreadores, despojadores, neoesclavistas y depredadores.

La autogestión del territorio y de sus recursos es también la construcción del poder en las mentes y en la sociedad, y de relaciones estatales democráticas y participativas que no pueden ser remplazadas por un aparato estatal burocrático neodesarrollista, dedicado a encarar reformas económicas y sociales, por importantes y bienvenidas que puedan ser. El aparato de Estado actual, cualquiera sea el gobierno, norma la integración del país en el mercado mundial capitalista y no es expresión de un inexistente socialismo comunitario. El Estado, en general, como relación de fuerzas entre las clases, es un terreno de la lucha de éstas, no un instrumento por arriba de la misma.

Por eso los movimientos sociales defensores del mundo y la vida hoy atacado y que quieren preparar el porvenir, deben ser independientes del poder estatal y de sus instrumentos (como las instituciones, comprendidas entre éstas los partidos oficiales y la burocracia) y deben construir un poder dual frente al capital y el Estado. Si las leyes dan margen para eso, tanto mejor; si no, hay que hacer leyes mejores. Pero en ningún caso las leyes o la Constitución garantizan por sí mismas el éxito de la lucha, porque no son más que "un pedazo de papel en la boca de un cañón". Lo decisivo es, por tanto, construir una relación de fuerzas favorable a la toma de conciencia anticapitalista.
 

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