Vivir entre ruinas: la abisal condición humana
Este texto no trata específicamente de la brutal atrocidad del genocidio de Gaza. Pero está dedicado a ella, y las razones quedarán claras.
En el momento de escribir este texto, Gaza es la trágica metáfora de los tiempos que vivimos. Vivimos entre ruinas. Hay una memoria reciente de casas, escuelas, hospitales y personas vivas, pero todo lo que vemos son escombros y muerte. Hay una memoria reciente de principios éticos y de legalidad nacional e internacional, pero todo lo que vemos es impunidad, indiferencia, complicidad o revuelta impotente. Hay memoria de ideas y proyectos de resistencia contra la dominación eurocéntrica moderna (capitalista, colonialista y patriarcal), pero aparentemente han sido derrotados por la oposición frontal a ellos de las clases dominantes, especialmente desde principios del siglo XIX, las burguesías nacionales y la burguesía global, siempre la misma y siempre diferente. Esta es la clase que siempre se ha beneficiado del sistema de dominación y que hoy proclama con ruidoso triunfalismo que nunca se dejará desalojar pacíficamente de esa posición.
Una de las características fundamentales de la dominación moderna es la línea abisal que separa radicalmente a los seres considerados plenamente humanos de los considerados subhumanos o infrahumanos, y tratados como tales. Esta línea abisal está radicalmente ausente de la conciencia filosófica moderna. Es esta ausencia la que legitima la persistencia de la línea abisal, tanto en las relaciones sociales como en el funcionamiento «normal» de las instituciones políticas, jurídicas y educativas.
La idea de que en la era eurocéntrica moderna no existe humanidad sin inhumanidad es difícil de aceptar o incluso de comprender, dado el extraordinario sistema de ilusiones y medias verdades que, con el paso del tiempo, se ha convertido en una realidad para quienes se benefician de este sistema y, a menudo, incluso para quienes son sus víctimas. Por supuesto, el par humanidad/inhumanidad siempre ha estado presente a lo largo de la historia, ya sea un castigo divino, un imperativo religioso, bíblico o coránico, o simplemente una fatalidad humana, es irrelevante. Lo que es específico de la era moderna es la negación de que exista tal dualidad. En sus términos, la humanidad es una y sin excepción; lo que está fuera de la humanidad es, por definición, naturaleza no humana, vida no humana, por muy parecida que sea a la vida humana. La persistencia de esta concepción es notable.
Los indios americanos eran seres inferiores y, como tales, exterminables; los esclavos africanos eran cosas con las que se podía comerciar; los palestinos son, a ojos de los sionistas israelíes, animales humanos; los inmigrantes en su camino hacia el Norte global son seres desechables, siempre que sean innecesarios para los intereses económicos de los países a los que intentan llegar. Parafraseando a James Baldwin, cualquiera que no tenga derecho a decir sí a la vida, como hacen los seres plenamente humanos, es por definición subhumano [1] O, como diría Frantz Fanon, habita en la zona del no-ser [2]. La condición subhumana se construye así como algo natural y, como tal, nadie es culpable de ella, nadie es responsable de ella. Eliminarla sería antinatural, una violencia contra la naturaleza de las cosas.
La tragedia del momento actual es que, aunque la dualidad humanidad/deshumanidad es más necesaria que nunca para la supervivencia del sistema moderno de dominación, existe un malestar general, un malestar indefinido, derivado del hecho de que, tras siglos de convivencia entre seres considerados plenamente humanos y seres considerados infrahumanos, es imposible no ver que los seres infrahumanos son personas como los demás. El malestar que esto provoca representa el momento en que la línea abisal se hace presente en la conciencia colectiva.
Al otro lado de la línea abisal, las personas consideradas subhumanas afirman obstinadamente su presencia. Tienen todo lo que necesitan para poder decir sí a la vida, igual que los seres considerados plenamente humanos. Pero, ¿qué les falta para ser tratados como seres plenamente humanos? El malestar contemporáneo reside en una perplejidad no reconocida que nace de la sospecha de que la respuesta a esta pregunta es intolerable para quienes la formulan. Hay, pues, dos tipos de preguntas: las que se hacen para conocer la respuesta y las que se hacen para evitarla. Las primeras están motivadas por la curiosidad, las segundas por el pánico. La anticipación del pánico es tan paralizante como el propio pánico.
El carácter inquietante de la pregunta -¿Qué les falta?- reside en el hecho de que, en la era eurocéntrica moderna, los seres considerados plenamente humanos sólo lo son porque otros seres tan humanos como ellos han sido expropiados de la capacidad de decir sí a la vida.
Esta respuesta sitúa a la totalidad de los seres humanos en el centro de la tragedia contemporánea. Los seres considerados plenamente humanos ya no pueden alegar inocencia. La respuesta creíble no reside en asumir la culpabilidad individual, sino en asumir la parte individual de una responsabilidad colectiva que ha creado este contradictorio estado de cosas en el que los principios y valores del humanismo universal son, en la práctica, privilegio exclusivo de unos a costa del sacrificio de otros.
Esto significa que la línea abisal es tan deshumanizadora para los seres considerados plenamente humanos como para los seres considerados infrahumanos. Los considerados plenamente humanos se enfrentan a la aterradora idea de que su bienestar se basa en un robo largamente legalizado del bienestar de los considerados infrahumanos. Los seres plenamente humanos son personas honestas individualmente, pero son ladrones colectivamente. Individualmente son incapaces de ejercer la violencia, pero colectivamente son asesinos profesionales. Son ciudadanos respetuosos de la ley, pero colectivamente se benefician de una impunidad sin límites. Por un lado, un privilegio injusto, por otro, un sacrificio injusto, ambos ocultos por un diáfano manto de principios y valores universales (libertad, igualdad, fraternidad). No hay psiquiatra que pueda resolver esta antinomia cuando arraiga en el cuerpo y en el alma tanto de los seres considerados plenamente humanos como de los considerados infrahumanos. El gran psiquiatra Frantz Fanon llegó a la misma conclusión [3].
Es necesario analizar fenomenológica y existencialmente tanto la condición abisal de las poblaciones relativamente cada vez más numerosas a las que se les ha expropiado el derecho a decir sí a la vida, como la condición de los que se han beneficiado y se benefician de esta expropiación. Es esencial tener en cuenta tres hechos. En primer lugar, la existencia de la línea abisal es una constante de la era eurocéntrica moderna. Sin embargo, la línea no es fija e históricamente se ha movido, bien en la dirección de incluir a más personas en la plena humanidad, bien en la dirección contraria. En segundo lugar, es posible que los individuos pasen de un lado a otro de la línea abisal y permanezcan en ella con cierta estabilidad; lo que no es posible es que el colectivo al que pertenecía originalmente el individuo pase colectivamente al otro lado de la línea. En tercer lugar, en las condiciones imperantes, especialmente en el Norte global, es posible que los individuos pasen diariamente de la plena humanidad a la infrahumanidad, y viceversa.
Vivir en el otro lado de la línea abisal
La condición existencial de infrahumanidad consta de un inmenso conjunto de características. No significa que todas ellas estén presentes, pero algunas sí. Utilizo el plural masculino universal para designar a los individuos y colectividades subhumanizados.
– No pertenecen al mundo oficialmente reconocido como tal, pero viven en él. Del mismo modo que no todos los que viven en la ciudad pertenecen a la ciudad.
– Conocen los principios y valores universales (libertad, igualdad, fraternidad), pero saben por experiencia que no los protegen; a lo sumo, contribuyen a fomentar su pasividad.
– Son constantemente evaluados y juzgados por lo que son, no por lo que hacen.
– Sólo comparten la amistad, la alegría y el sufrimiento con quienes se encuentran al mismo lado de la línea abisal. Los considerados plenamente humanos aparecen y desaparecen a su conveniencia.
– El mayor reconocimiento oficial que pueden obtener es porque son útiles, o al menos no se les considera peligrosos.
– Hay muchas opiniones sobre su condición, con las imágenes de quien observa un paisaje en un safari urbano para turistas o analiza los residuos de una historia desgraciada que afortunadamente se ha superado o es mejor olvidar.
– Tienen sus propias opiniones, pero nadie las tiene en cuenta en el mundo oficial salvo en la medida en que se consideren peligrosas o puedan ser expropiadas.
– Cuando se miran al espejo, tienen la sensación de que el espejo les ve a ellos, según las circunstancias, a veces con recelo, resignación, complacencia, a veces con orgullo y rebeldía irrefrenable.
– Cuando salen de casa (si la tienen) entran en un mundo hostil que, en el mejor de los casos, les acepta condicionalmente y por razones pragmáticas que les son ajenas. Cuando la represión es sanguinaria, el hogar es tan peligroso como la calle.
– Su trabajo, cuando es remunerado, siempre está sobrevalorado y es precario. Cuando se les da autonomía, siempre es sin las condiciones para ser autónomos. La autonomía es una de las mil formas de autoesclavitud.
– Si viven en un país donde los esclavos vivían en el mismo territorio como seres plenamente humanos, nunca dejarán de ser descendientes de esclavos, aunque sean descendientes de reyes o reinas.
– No pueden planificar su vida ni la de sus familias. A cada momento hay emergencias y riesgos que lo ponen todo en peligro, incluida la propia vida. Por mucho que eduquen a sus hijos, saben que probablemente nunca podrán escapar a esta contingencia.
– De vez en cuando son tratados amablemente por seres considerados plenamente humanos, pero saben que a ninguno le gustaría ser como ellos ni vivir con ellos.
– Tienen marcas corporales, ideológicas o religiosas que les hacen sospechosos a los ojos de los seres considerados plenamente humanos hasta que se demuestre lo contrario, una prueba que nunca se aplica al colectivo al que pertenecen.
– Se les anima a imitar el mundo de los considerados plenamente humanos, pero con la condición de que nunca pertenezcan a él ni lo utilicen en beneficio propio.
– Se les vigila y controla constantemente. Vivir cerca de los considerados plenamente humanos, aparentemente benévolos y educativos, suele ser lo más insidioso.
– Van a la escuela para desaprender todo lo que su familia o sus antepasados les han enseñado y, sobre todo, para desconocer las verdaderas razones de su condición infrahumana. Lo que aprenden les enseña a vivir imitando a los que se consideran plenamente humanos, pero nunca les enseña a ser diferentes de ellos e iguales a ellos. Lo más que la escuela puede enseñarles es a no despreciar ni odiar, aunque sean despreciados y odiados.
– Tienen momentos de intensa alegría, pero eso es muy diferente de ser feliz.
– Saben que nadie controla el destino, pero que, en su caso, alguien controla su destino.
– Alguien les dijo que en el pasado había una clase de personas que no tenían nada que perder, salvo sus cadenas. Se preguntan: ¿todo lo que tienen puede considerarse cadenas?
– Cuando reciben ayuda, se tapan la garganta para no tener que gritar: ¡Maldita sea la ayuda porque es necesaria!
– Ser conscientes de que han sido expropiados y desarmados es el arma principal para resistir.
Vivir de este lado de la línea abisal
En la sociedad eurocéntrica moderna (capitalista, colonialista y heteropatriarcal), vivir de este lado de la línea abisal es sinónimo de ser considerado plenamente humano. Ser plenamente humano en las condiciones de la modernidad occidental es poder vivir de forma realista una existencia con características diametralmente opuestas a las que acabo de enumerar para caracterizar la infrahumanidad. Vivir la plenitud humana como si fuera una condición universal es la inocencia existencial primordial de la modernidad occidental. A lo largo de varios siglos se ha ido construyendo la inmensa biblioteca de la inocencia occidental, enumerando, analizando, detallando, criticando, proponiendo incesantemente nuevas interpretaciones para todos los principios, valores e ideales supuestamente universales que conforman esta inocencia, y organizando toda la parafernalia institucional político-jurídica, ideológica y educativa que oculta la fractura abisal en la que se basa esta inocencia.
Así es como se ha controlado y legitimado la parte de la humanidad a la que se ha concedido el privilegio de representar a la totalidad de la humanidad portadora de principios y valores universales. Fue una gran inversión ideológica y política. Se trataba de reproducir la línea abisal y asegurar su invisibilidad para ser plenamente eficaz en la reproducción del sistema de dominación moderno y eurocéntrico. Si hay que definir la biblioteca de la inocencia occidental mediante conceptos esenciales, dos parecen evidentes: el liberalismo y el olvido de la historia. El liberalismo consistía en la prerrogativa de universalizar lo que convenía a la burguesía emergente y particularizar (y por tanto desechar) todo lo que se le oponía. Olvidar la historia consiste en concebirla como pasado y nunca como presente. EU se construyó a lomos del exterminio de los indios, pero eso es el pasado o las películas de Hollywood y John Wayne. El bienestar de los europeos se construyó tanto robando los recursos naturales de los pueblos colonizados como robándoles sus recursos humanos mediante la esclavitud, pero eso acabó con el fin de la esclavitud y la independencia de las colonias.
La vigencia de principios y valores universales y las instituciones que les dieron forma nunca impidieron las exclusiones sociales dentro del mundo de los seres considerados plenamente humanos. Pero esas exclusiones fueron controladas y minimizadas por la aplicación efectiva de esos principios e instituciones: Estado de Derecho, democracia, derechos humanos. Es decir, derechos y garantías para eliminar o minimizar dichas exclusiones. La ceguera constitutiva del liberalismo consistió en que no vio que en el otro lado de la línea abisal, en el mundo de las relaciones entre los seres considerados plenamente humanos y los considerados infrahumanos, esos principios e instituciones no estaban en vigor, precisamente porque, si funcionaran de la misma manera, pondrían en peligro la división abisal que les había dado vida. Por esta razón, las prácticas sociales nunca cuestionaron la universalidad de los principios que violaban.
El precio que se paga por ser considerado plenamente humano y protegido como tal en estas condiciones es un riesgo existencial. El riesgo de, en algún momento, enfrentarse a la idea de que esa condición de plenitud, lejos de ser un derecho natural y universal, es un cruel privilegio que, desde el siglo XVI, se basa en la necesidad ineludible de someter a poblaciones enteras a la condición de infrahumanidad. La ideología de validez universal que sustenta el principio del Estado de Derecho o el principio de los derechos humanos es tan hegemónica que las poblaciones consideradas infrahumanas no tienen más remedio que apelar a estos principios para paliar el sufrimiento injusto al que están sometidas, aun sabiendo que sólo vendrán en su ayuda para aliviar marginal y temporalmente su condición y garantizar su pasividad ante el sistema de dominación.
Ser plenamente humano en las condiciones de la modernidad occidental implica cierto grado de deshumanización. Implica tener que convivir con la idea de que la plenitud humana, de la que tan orgullosos se sienten los modernos eurocéntricos, se asienta sobre los escombros, las ruinas, las fosas comunes de la humanidad de tantos seres humanos a lo largo de la historia moderna, y hoy más que nunca. Me atrevería a decir, pensando en Gaza, que este grado de deshumanización se experimenta hoy más intensamente que nunca, aunque sea una experiencia muchas veces de pasividad. Es el resultado de procesos sociales complejos e incluso contradictorios, tan contradictorios como las soluciones que se están dando a esta experiencia existencial.
Las sociedades contemporáneas están dramáticamente divididas entre grupos sociales que no quieren recordar la historia y grupos sociales que no pueden olvidarla. Por ello, concluyo este texto con la voz del gran poeta palestino Mahamoud Darwish:
Los líderes se darán la mano
La anciana seguirá esperando a su hijo mártir
La niña esperará a su amado esposo
Y los niños esperarán a su padre héroe
No sé quién vendió nuestra patria
Pero vi quién pagó el precio».
Notas
[1] James Baldwin La cruz de la redención. Uncollected Writings (Nueva York: Vintage, 2011) 90.
[2] Franz Fanon, Piel negra, máscaras blancas (Nueva York: Grove Press, 1967); Los desdichados de la tierra (Nueva York: Grove Press, 1968).
[3] Franz Fanon, Alienación y libertad. Ed. Jean Khalfa y Robert J.C. Young. Trans. Steven Corcoran (Londres: Bloomsbury Academic, 2021).
* Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.
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