Eduardo Pérsico* / El ideal revolucionario

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Al cine de mi barrio y por los años del sesenta, un Día de Damas «cinta romántica» con Delia Garcés y luego Enamorada, con María Félix, un imprevisto grupo revolucionario le ocupó la sala y la cabina de proyección sin dificultad. El principal combatiente arremetió con una película enlatada en una mano y en la otra un revólver niquelado que el gallego Luis, el operador, creyó eso como una joda de los vagos del café.

 

… y por algún rincón ha de estar esa bandera.

 

En verdad Luis era un catalán de voz gruesa que parecía envolver las palabras en su boca al decir y además, un veterano de la guerra en España que al ingresar al Ideal a inicios del cuarenta y por ese modo de llamar turco al armenio o ruso a cualquier judío, en Argentina fue nombrado ‘el gallego Luis’. Quien al concertar su empleo con el dueño y escuchar ‘los lunes no hay función y usted estará franco’, de inmediato aclaró ‘señor, digamos que no trabajaré pero yo Franco jamás’. Más otros puntos que calzaba el tipo que si el subversivo de gorra con orejeras, nutrido echarpe y un tembloroso 38 largo hubiera sabido, esa tarde se hubiera quedado en casa mirando Batman por televisión. 



 

—No te muevas carajo y viva la lucha popular —fue el apurón inicial y el operador Luis algo titubeó pero enseguida le aflojó una sonrisa a ese nervioso pibe que le ordenara proyectar un rollo fuera de programa. Aunque se dijo luego que el gallego siguió unos segundos en prepararse el mate que se tomaba durante su trabajo, y lo cierto fue que Luis apenas repasó sus anteojos y técnicamente empezó a dictar el procedimiento. 



 

—Bueno cabrón, suelta ese matagatos y coloca tu rollo en el carretel — y el ya sudoroso combatiente armado con gorra y bufanda, obedeció. 

—Ahora verás tres manchas blancas arriba a la derecha. Tómate el tiempo, jala esa palanca y encenderá la máquina dos.

 

Y aquel pendejo que tal vez soñara en bajar del Aconcagua montado sobre una yeguita blanca a tomar Buenos Aires, no contradijo a ese veterano que olfateara mucha pólvora verdadera y así los dos siguieron en el combate. 

—Bueno, deja ese revólver y la chalina antes que te ahorque la polea y empieza a contar treinta fotogramas. Y atención, que ni bien veas otras dos manchas arriba mueve la palanca y habrá proyección.

—Sí señor —dijo el otro confundido entre las indicaciones y su lucha de liberación. 



 

—Bueno pichón, deja eso y pon la yerba en el mate. Ya haremos ver lo que quieres de una vez —cerró el viejo cómodo por la situación.

 

Es que el Luis gallego de Cataluña era un humorista que también se divertía con las historietas que le inventaba Pepe Luzmala, el acomodador: «anoche a Luis lo hirieron en un tiroteo de Arizona. Está grave». O «cuando exhibe Las Lluvias de Ranchipur el operador se calza los zapatos de Frankestein y trabaja tranquilo», eran de las tantas frases difundidas por el barrio.

 

Y esa tarde, mientras en la cabina se activaba la toma del poder, las espectadoras del día de damas a mitad de precio no pudieron ver bien la imagen del Che Guevara y menos a otro miliciano que sacudía una bandera por la sala. 



 

—¡Pero hace lo que te dije, pendejo! —por ahí gritó Luis en una carcajada porque jamás los cubanos de Fidel fueron tan indecisos: si en pantalla Castro tronaba una advertencia al imperialismo en la sala resonaba una mascarita carnavalera, en tanto el Ernesto Guevara siempre se veía yéndose al llegar.

 

Y si los barbudos esos hubieran tenido tantas contradicciones hoy seguirían matando mosquitos en el monte; así que en tanto se proyectaba celuloide al revés y a contrapierna, se sospecha que aquellos combatientes del cine Ideal de Escalada ni pensaron en las adversas condiciones objetivas antes de salir rajando… 

—Siéntense jóvenes o llamo al acomodador —se enojó una viejita manoteando el estandarte y a ese arrolle de insignia se sumó el efectivo que se retiró velozmente de la proyección olvidando sus pertrechos. Menos la gorra. 



 

—Y cuídate chupateta que así no asustas a nadie —lo vio irse Luis, y en su crítica tal vez remordiera algún fracaso propio.

 

Así que en acuerdo al repartir el botín expropiado al enemigo, el acomodador Pepe Luzmala se guardó el 38 niquelado y Luis, el operador, prefirió la chalina de vicuña.


 

—Que usaré cuando apremie la bruma londinense de Crimen en la Niebla —se anticipó Luis a las burlas del Luzmala y la barra de vagos del café.

 

Con certeza, por algún rincón ha de estar esa bandera que alguien muy nervioso agitara esa tarde y casi nadie se enterara.
——
* Escritor.

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