Escrivania

2.116

R.W.
Todos los libros son un hito, esto es: marcan un límite, indican la ruta a seguir, tal vez la distancia que falta por recorrer; el hito es una seña, por tanto denota cierta firmeza; lo que debe querer decir que no será inocente confiar en un escritor que escribe (para publicarlo) un libro al año. A contrario sensu, será difícil también confiar en aquel que deja la escritura al acaso de los ángeles, que nada más quiere lo cabalguen los hados de la inspiración.

Y tampoco, probablemente, sea un buen consejo dejarse llevar por el trabajo del que arma sus textos como un taxidermista que fija aceites, vendajes e inyecta a una estructura muerta para sentarla a la mesa de los buenos burgueses. La escritura —escribir libros— quizá sea dar forma, intentar dar forma, a un solo texto que se prolonga inconcluso hasta la muerte del autor, como quien acumula peldaños para la escalera que subirá a la terraza de la torre de Babel. Cada peldaño un hito en la imposible subida para verlo todo y decirlo todo.

En la subida, claro está, se habrá sentido mucho y el escritor se habrá ahogado mil veces en el océano infinito que brama e impone sus mareas entre cada escalón. No es la longura del texto, ni su aparente complejidad lo que impone la catarsis del lector; ésta, por otra parte, es la pieza final que hace de un libro una obra, el hito que señala los pasos dados y los por dar de cada escritor.

Jesús Sepúlveda —el autor de Escrivania— es, y no en cierto modo, un escritor que escapa al estereotipo que congela o facilita ubicarlo. «Del barrio me fui al mundo y de la ciudad al bosque, de la política al chamanismo y del alcohol a la ayahuasca», dice en diálogo con Crítica[1], hablando de su derrotero, de haber partido a eso de los 17 años con un libro en el comienzo de los ochentas en Santiago de Chile para llegar en 2003 con este poemario publicado en México.

No se crea que la visión en contemplativa, plañidera, satisfecha:

El animal tiene hambre
cuando va en bandada
o vende sus pulmones sus ojos
su bondad su bronca
que quedan colgando de los ganchos de la carnicería

No hay matarifes sin matadero

De Sepulveda, de Álvaro Leiva, de Guillermo Valenzuela, de Víctor Hugo Díaz y otros suele decirse que son bárbaros de su tiempo (literario), como descripcion, y que pertenecen a esos grupos de jóvenes que iniciaron su camino en las letras junto con la década de 1981/70 en su país oscurecido por la dictadura mlitar-cívica de Pinochet & Cia. Puede que una forma de calificarlos, de situarlos, de ignorarlos, pese a que todos esos bárbaros —y curiosamente sin dejar de serlo— han hecho cosas con su vida: obtenido premios, si a alguien eso de dice algo; encaramarse hasta una cátedra universitaria, si eso es importante; ver su obra traducida, si eso significa un buen navegar.

En la entrevista mencionada, señala Sepúlveda su tránsito a la adultez literaria; fue un viaje a Buenos Aires. Dice: «Cabe decir que en 1989 la diferencia entre ambas ciudades era tremenda. Una, la capital argentina, simulaba la luz al final del túnel, tanto por su diversidad cultural como por sus amplias librerías. La otra, capital de Chile, era el túnel donde había reinado la oscuridad».

Luego vendría su licenciatura universitaria en Chile, su maestría y posgrado en Estados Unidos. Puede que algo de esas experiencias esté detrás de otro texto de Escrivania, Una muchacha árabe recoge en la arena las perlas de su collar desparramadas:

El océano se menea en los ojos
Hablo
Paul dijo que esto sería como ir a la Biblia

Ahora llegamos a Fez Marraquech Essaouira
Fumo
Desde el balcón miramos lo que ocurre en el zoco

Una muchacha recoge sus perlas
Escribo
Criaturas en la lengua del desierto

El universo pulsa y resuena
Tambaleo
Los ojos miran para recordar

Conversando con Floriano Martins[2] a propósito de sus afinidades estéticas dice:

«Mis afinidades son variadas y contingentes. Mudan con el tiempo: se acomodan al presente o desaparecen en el pasado. Forman una red múltiple de gustos, lecturas, lenguajes y apropiaciones, que se fusionan poco a poco en forma acumulativa. Para centrarme en el siglo veinte y en América Latina, debo comenzar con la vanguardia histórica.

«Allí están Huidobro, el Neruda de las Residencias y algunos poemas de denuncia escritos durante la guerra civil española, Vallejo, siempre presente, la prosa de Paz, la inteligencia erudita de Borges, los vericuetos barroquinos de Lizama Lima y, junto a ellos, la antipoesía huasa de Nicanor Parra, y el sonsonete místico y militante de Ernesto Cardenal.

«En cierto sentido, también me ha tocado la pulcritud de la Mistral; pero no la pulcritud aséptica de los retóricos, sino áspera, como un fósil de la precordillera.

«Éstas son mis preferencias, que han ido variando obviamente. Cuando era veinteañero me revitalizaban las imprecaciones tremendas de De Rokha contra el fascismo.»

Uno de sus libros, un ensayo que suele calificarse de «ecoanarquista», El jardín de las peculiaridades[3] conoce ya cuatro cinco traducciones a diferentes lenguas; otros libros suyos se han vertido al inglés, y Hotel Marconi [en alusión a la casa de sus padres y su adolescenia y entrada en la juventud] se publicó en edición bilingüe[4] en Chile.En 2009 se produjo un largometraje —Camilo Echegoyen y Juan Carlos Meges— basado en sus poemas.

El texto completo de Escrivanía se encuentra aquí. Fue publicado originalmente por Ediciones del Hechicero, Querétaro, México, 2003.

[1] Ver Crítica aquí.

[2[ en Revista Agulha.
[3] Ediciones del Leopardo, Buenos Aires, 2000.
[4] Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2004,

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.