Europa: ¿existe la izquierda al otro lado del río Óder?

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La pregunta no es ociosa. Uno se detiene ante el Óder o el Neisse —la frontera natural de Alemania con Polonia—, otea el horizonte y, de no dejarse embelesar por su exuberante paisaje, lo que ve en toda Europa oriental resulta descorazonador: en todos los países la derecha gobierna, la izquierda carece de peso y la extrema derecha experimenta un auge preocupante. | ÁNGEL FERRERO.*

De hecho, una de las primeras cosas que se ven —porque es muy difícil no verla— es la estatua de Cristo Rey en Świebodzin, la mayor del mundo con sus casi 73 metros de altura y 440 toneladas de peso. Sin novedad en el Este, ha titulado la Fundación Rosa Luxemburg de Berlín la conferencia con Kamil Majchrzak de esta tarde (7 de diciembre).

Kamil Majchrzak es redactor de la edición polaca de Le Monde Diplomatique y colaborador ocasional del semanario Freitag. Antes de empezar pide por favor no ser fotografiado: en su país está amenazado por la extrema derecha. Una buena muestra del estado de cosas.

El 15 de septiembre otro polaco también dio una conferencia en Berlín sobre la situación en su país. El escenario era la Fundación Schwarzkopf–Joven Europa —en 2009 hubo que cambiar el nombre cuando se descubrió que su fundador, Heinz Schwarzkopf, había pertenecido a las SS— y el polaco en cuestión no era otro que el embajador Marek Prawda.

La conferencia fue, como se pueden imaginar, muy diferente. Hasta el último becario —esa subespecie académica domesticada e inofensiva— quedó sorprendido por el contenido de la ponencia. Polonia, según el altavoz de Varsovia, capea el temporal de la crisis financiera gracias a su política neoliberal. Curiosa formulación que se asemeja a algo así como administrar a un enfermo la misma sustancia que ha causado su envenenamiento.

Haber preservado el el złoty, su moneda oficial, ha permitido a Polonia sin duda escapar de la jaula dorada del euro, pero ahí se termina la cosa. Aunque los precios están al nivel de la República Federal Alemana, el ingreso medio de la mayoría de hogares polacos ronda los doscientos euros; una cuarta parte de la fuerza de trabajo lo hace en condiciones y con salarios precarios y, en cualquier caso el salario mínimo legal es de 320 euros.

Muchos trabajadores del sector industrial han terminado bajo las ruedas del carro de la mundialización: si en los noventas las multinacionales trasladaron sus plantas de producción a Europa oriental atraídas por los bajos salarios, ahora esas mismas multinacionales se llevan por la misma lógica y pieza a pieza aquellas factorías a Bangladesh, India o Turquía.

La pobreza en la vejez se ha duplicado en los últimos dos años, la asistencia a los comedores sociales y a los Bar mleczy —las antiguas cantinas creadas por las autoridades comunistas donde se sirven platos tradicionales polacos a precios populares— se ha multiplicado.[1] El muy pregonado descenso del paro en Polonia al 10% se explica, entre otros motivos, por la emigración de sus jóvenes trabajadores calificados hacia el Reino Unido, Francia, Alemania y Escandinavia, una fórmula a la que también se han apuntado este último año los griegos, los italianos y españoles.

Una lástima para los economistas marianos: no existe ningún “milagro polaco”. O mejor dicho: los “milagros económicos” —cuantificados siempre con la vara de medir del crecimiento— siempre ocurren a costa de la inmensa mayoría en beneficio de la inmensa minoría. 
 
Una izquierda a la defensiva
 
Ingar Solty ha señalado la particular contradicción de la izquierda europea de posguerra: allí donde, como en Francia o en Italia, partidos comunistas fuertes fueron el motor de la resistencia antifascista, éstos no hicieron valer su fuerza, subordinados como estaban a las directrices que les marcó la política exterior moscovita.

Mientras tanto, en toda Europa oriental, donde el antifascismo tuvo un componente nacionalista y los partidos comunistas jugaron un rol marginal, se implantaron desde el exterior regímenes modelados a imagen y semejanza de la Unión Soviética —menos en Yugoslavia, lo que permitió a Mose Pijade, la eminencia gris del Partido Comunista yugoslavo, declarar orgullosamente que el resto de dirigentes «llegaron a sus respectivos países liberados en avión y con la pipa colgando de los labios […] durante cuatro años, en mensajes radiofónicos, llamaron en vano a las masas a tomar las armas, mientras nosotros conquistamos nuestra libertad empuñándolas nosotros mismos»—.[2]

Los motivos que llevaron a la creación de estos dos bloques antagónicos son aún hoy motivo de disputa: aunque es sabido que Stalin juzgaba Alemania como una patata caliente que traería —como sus sucesores descubrirían no mucho después— problemas a la URSS y favoreció la idea de una Alemania unificada, neutral y desmilitarizada, no menos cierto es que la inclusión de Checoslovaquia, Polonia, Hungría y Bulgaria en la esfera de influencia soviética permitía al “hermano mayor” de la familia socialista beneficiarse de su industria superviviente (sobre todo en los dos primeros casos) a la vez que le proporcionaba un “parachoques” en caso de hipotética agresión militar.

Este “pecado original”, como no es difícil de suponer, se convirtió en un lastre para la izquierda tras la desintegración de la Unión Soviética y la disolución de los regímenes de sus países satélite. Aunque políticamente represivo y económicamente ineficaz como todos los sistemas inspirados en el modelo soviético, la República Popular de Polonia consiguió al menos elevar la calidad de vida de los polacos así como generalizar la educación y la asistencia médica al conjunto de la población.

El estancamiento en todos los frentes que produjeron las políticas de Leonid Brezhnev —especialmente a partir de 1970, cuando el crecimiento económico se frenó en seco y comenzó a descender— generó un amplio descontento ciudadano hacia el sistema. Polonia estalló en las famosas huelgas de Solidarnosc en Gdansk y otras ciudades, en Alemania lo hizo con las manifestaciones de los lunes (Montagsdemonstrationen). Todo ello contribuyó al desgaste del socialismo real y eventualmente a su fin entre 1989 y 1991.

Los manuales de historia se detienen en este punto, con el triunfo ilusorio del “fin de la historia”. Tras la caída del Muro de Berlín, los focos se apagaron y se corrieron los telones para una función que comenzaba detrás de los bastidores. Y en no pocas ocasiones los protagonistas intercambiaron sus máscaras. 

La terapia de choque —que en Polonia se bautizó con el nombre de su creador, llamándose Plan Balcerowicz— administrada para acelerar la conversión a una economía de mercado generó una inflación galopante, desató una oleada de bancarrotas y disparó el desempleo a tasas cercanas al 20%. Los polacos emigraron al Reino Unido y Alemania, donde se integraron en el ejército industrial de reserva, que tuvo su imagen más desafortunada en el “fontanero polaco”.

Irónicamente, este plan —que hubo de ser detenido para evitar, como ha afirmado Joseph Stiglitz, que Polonia corriese la misma suerte que Rusia, fue aplicado por la antigua élite de apparatchiks/i> —una prueba más de la dudosa fiabilidad del antiguo sistema— con el asesoramiento de los Wunderkinder de las escuelas económicas anglosajonas, lo que generó desconfianza hacia las ideas de la izquierda y el desprestigio total del marxismo.[3] Quienes aterrizaron en los partidos socialdemócratas salidos de la nada la aprobaron tácita o explícitamente con fines puramente electoralistas y para distanciarse de su propio pasado.

Todo ello explica la pasividad de la población ante las consecuencias de las reformas, así como los pobres resultados encadenados por la izquierda socialdemócrata, que en Polonia está representada por la Liga de la izquierda democrática (Sojusz Lewicy Demokratycznej, SLD). En Europa oriental se ha establecido un consenso neoliberal que resulta difícil de quebrar, pues además en países como Polonia se tejió con hebras nacionalistas.

La izquierda ha sido arrinconada a posiciones defensivas, cuando no ha quedado recluida en los salones intelectuales y despachos académicos, falta de arraigo social, anclaje con los sindicatos y tejido asociativo. La situación es comparable en el resto de países de Europa oriental, con la excepción de la antigua Alemania oriental, donde en el SED se formó una sólida corriente reformista inspirada en la perestroika de Mijaíl Gorbachev que más tarde fundaría el PDS (Partido del socialismo democrático), uno de los pilares del actual partido de La Izquierda.

Polarización social sin expresión política

En una situación así, el descontento se articula políticamente por otros cauces. En el caso polaco se trata de Ruch Palikot (Movimiento Palikot), el cual, empuñando la bandera del laicismo, la legalización del aborto y de las drogas blandas y la defensa de los homosexuales (causas punzantes en un país abrumadoramente católico), ha logrado convertirse en la tercera fuerza política del país.

A pesar de las apariencias, Ruch Palikot no es un partido de izquierdas. La formación —que como su nombre apunta, fue antes un movimiento ciudadano— fue registrada en el 2001 por Janusz Palikot, un empresario metido a político que amasó su fortuna como co-propietario de Ambra S.A. (producción, distribución e importación de vinos) y Stock Polska S.A. (producción de vodka). La agenda económica de Ruch Palikot es neoliberal. La cuestión de la propiedad de los medios de producción brilla por su ausencia lo mismo en su discurso que en su programa.

Y si alguna lección nos ha legado el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en el Reino de España es que el social-liberalismo tiene las patas cortas. Los partidos que se limitan a librar batallas culturales tienen éxito por algún tiempo, pero se desploman como un castillo de naipes en cuanto les salpica una crisis económica. Haber introducido el primer diputado homosexual (Robert Biedroń) y la primera diputada transexual (Anna Grodzka) en el Sejm (parlamento polaco) está bien, pero una política de gestos no basta.  

En el otro extremo del espectro político se encuentra la extrema derecha, que gracias a su anticapitalismo elemental y su antisemitismo —«el socialismo de los tontos», según lo describió August Bebel—, repunta ligeramente en militantes, pero sobre todo en un alarmante recurso a la violencia.

No sólo en Alemania, donde han aumentado las agresiones neonazis en los nuevos estados federados, sino también en Polonia, donde el pasado 11 de noviembre el neofascista ONR (Obóz Narodowo-Radykalny, Campo nacional-radical) intentó tomar la fiesta nacional (cosa por otra parte no muy difícil, pues conmemora la proclamación del estado polaco a cargo del mariscal Józef Piłsudski, que llevó a cabo una feroz política anticomunista y terminó como dictador del país tras un golpe de estado).

En la Plaza de la Constitución de Varsovia la manifestación terminó en una batalla campal con los militantes antifascistas, entre ellos un contingente llegado de Alemania, lo que sirvió a los medios de comunicación polacos para avivar la germanofobia y desviar la atención de los fascistas checos que acudieron a secundar a sus homólogos polacos.[4] La extrema derecha checa se ha convertido también en puntal de la alemana, a la que ayuda en sus campañas electorales, a pesar de que el NPD denuncia repetidamente la “invasión polaca” de Alemania.

Este absurdo, habitual en el fascismo en materia de política internacional, se excusa aludiendo a la construcción de “Europa de las naciones”, cuyo programa es tan extenso como la expresión que le da nombre.

Cuando a finales de septiembre Peer Steinbrück reclamó «una nueva narrativa sobre Europa» en el Bundestag, algunos se acordaron de repente que Europa llega hasta el extremo oriental del Mar Báltico. Mejor hubiera sido acordarse antes. En el 2009, el primer ministro húngaro, el socialista Ferenc Gyurcsány, dimitía tras varios escándalos políticos y por no haber sabido dar respuestas firmes a la crisis económica que afectaba a su país.

Györgi Gordon Bajnai asumió el cargo en marzo y dirigió un efímero gobierno de tecnócratas que tendió, según el taz, «la alfombra roja a la extrema derecha».[5] Jobbik, el partido neofascista que llegó a contar con una milicia propia —la Guardia húngara (Magyar Gárda)— para pegar palizas a izquierdistas y gitanos, no entró finalmente en el gobierno, pero se convirtió en la tercera fuerza del país (16’67% de los votos, 47 escaños), gracias al desplome de los socialistas, que con la pérdida de nada menos que 131 escaños, se quedaron con 59 asientos y el 19’30% de los votos.

Hungría parecía quedar muy lejos entonces. El pasado 11 de noviembre —el mismo día en que se manifestaban los fascistas polacos por las calles de Varsovia— los ministros del gobierno de unidad nacional de Lucas Papademos asumieron sus carteras. Entre ellos Makis “el martillo” Voridis, el flamante nuevo ministro griego de Infraestructuras y Transporte y diputado en el Parlamento por la formación neofascista LAOS.

Voridis, un hombre sin mérito ni talento conocido y al que media Grecia toma por un patán, se dedicaba en los ochentas a perseguir a estudiantes izquierdistas en el campus de la Universidad de Atenas armado de un garrote —de ahí su apodo—; en los noventas fundó el Frente Helénico, que en 2005 se fusionaría con LAOS, el partido de extrema derecha fundado por Georgios Karatzaferis —alias “Karazaführer”— quien declaró, por citar un sólo ejemplo, que Auschwitz y Dachau eran un mito.

El irreverente periodista estadounidense Mark Ames ha resumido la situación como “austeridad y fascismo: la verdadera doctrina del 1%”. En La Vanguardia Andy Robinson hizo lo propio como “Grecia tiene el gobierno del futuro: BCE más extrema derecha”.[6] Albrecht von Lucke ha calificado en el Blätter für deutsche und internationale Politik a estos gobiernos de tecnócratas —que nadie votó— de “dictaduras comisarias” de los mercados financieros y advierte de las tentaciones autoritarias de los futuros gobiernos de la periferia europea.[7]

Hungría ya no queda tan lejos. La alfombra roja está tendida. Ahora comienza en Lisboa, cruza el Mediterráneo y termina en Atenas.

Notas
1] Ulrich Krökel, “Polen: Dorota und die Meerjungfrau”, Freitag, 28 de agosto de 2011.
2] Citado en Tony Cliff, “Background to Hungary”, Socialist Review, julio de 1958.
3] Rafael Poch ha descrito bien este proceso en La gran transición: Rusia, 1985-2002 (Barcelona, Crítica, 2003)
4] Jens Mattern, “Polen: Herrenlose Pflastersteine”, Freitag, 19 de noviembre de 2011.
5] Ralf Leonhard, “Der Rücktritt von Ungarns Regierungschef ist keine Lösung: Roter Teppich für Rechtsextreme”, die tageszeitung, 23 de marzo de 2009.
6] Mark Ames, “Austerity & Fascism in Greece — The Real 1% Doctrine”, naked capitalism, 16 de noviembre de 2011; Andy Robinson, “Grecia tiene el gobierno del futuro: BCE más extrema derecha”, La Vanguardia, 12 de noviembre de 2011.
7] Albrecht von Lucke, “Souverän ohne Volk: Der Putsch der Märkte”, Blätter für deutsche und internationale Politik, n. 12, diciembre de 2011, p. 8.
 
* Periodista, crítico cultural radicado en Berlín; integra el Comité de Redacción de SinPermiso (www.sinpermiso.info), donde se publicó este artículo.

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