R.W. No importa quién escriba la historia, esa escritura no será más que —en el mejor de los casos— un testimonio honrado de lo que se creyó vivir, un salto entre la emoción, la fe, las disyuntivas o los arrepentimientos. La historia es un pasado escondido siempre en lo por venir. Por eso el imperativo es dejar que fluyan los recuerdos, en especial cuando parecen hablar de asuntos desaparecidos.
Nada desaparece en verdad, y a la ira amarga del que creyó todo perdido porque la historia, su historia, la relatan los vencedores, puede reemplazarla el relámpago de un hecho no considerado, el descubrimiento en el futuro de un hecho acaecido y enterrado. Eso se llama el resplandor de la verdad.
No es extraño entonces que, enterrados los muertos, los vencedores interpreten y escriban sobre lo acaecido omitiendo las verdades que aplastaron; ésto es particularmente notorio cuando el triunfo se debe a la traición, a estratagemas, al abuso. Y adquiere visos, en el caso de las sociedades, de política de Estado apagar toda chispa de memoria, todo resquicio que quite la cruel –y débil pese a sus hierros— institucionalidad que forjan.
Es lo que viene ocurriendo en Chile. Una insidiosa política cultural, en especial en el ámbito de las comunicaciones y de la educación, agazapada a la espera del funeral de todos cuantos conservan siquiera un hilo desprendido del tejido que la sociedad se aprestó a tejer durante buena parte del siglo XX.
Pero no sólo se trata de convertir la memoria en mala palabra, se trata además de hacer de cada deshilvanado recuerdo una mentira, desvarío delincuencial, rémora de un pretérito clausurado. Se trata de enseñar que no existen los ríos de la historia, que todo es moda, inmediatez, tendencia de color pastel. Y si eso fracasa, ahí está la droga (se ve en la tele y parece verdad: los drogadictos y traficantes son todos pobres y los pobres malvivientes); en el peor de los casos la cárcel.
Y sin embargo…
La memoria no es una entelequia, no es una suerte de metafísica del derrotado para su consuelo. La memoria es un hecho real que adquiere, cuando se comienza a recuperar, la forma de una piedra que contribuirá, tarde o temprano, a construir los templos de la verdad; el pasado se rescata a sí mismo desde el futuro para alguna vez dar forma a un presente distinto.
Es lo que sucede con este documental. Más fuerte que la metralla —en realidad tres hechos coetáneos, tres zonas geográficas de una misma ciudad, tres batallaes, tres aventuras humanas grupales con el mismo comienzo— es un asomo importante de la recuperación de la identidad completa de un pueblo.
Es volver a vivir un día de fuego y desesperado furor. Es también un llamado no a reescribir la historia de ese día —ni de los que lo antecedieron o sucedieron—, sino simplemente o a recordar; y un recordatorio de que la dignidad (eso que llaman el espíritu de un pueblo) no se puede matar —aunque el intento de hacerlo parezca coronado de laureles.
Los 84 minutos del vídeo, las tres historias acalladas que cuenta, no pretenden relatar una verdad excluyente, única; son sencillamente parte de un épica desconocida. No se espere en él virtuosismos de cámara, montaje que parezca nervios a flor de piel, relatos que ganan premios literarios, ejercicio académico de periodismo.
Constituye el fluir de recuerdos, un esfuerzo por recuperar la memoria, la necesidad de serse —la rabia probablemente correrá por cuenta del que se acerque a Más fuerte que la metralla. Y no será gratuita. Quizá se convierta en fría reflexión. Y en Chile se necesita reflexionar para actuar.
Ficha
Dirección: Pepe Burgos
Cámara: Marco Merino
Investigación: Renzo Gamboa, Juan Carlos Espinosa
Edición: Taller audiovisual LlalliYpacha
Santiago de Chile, 2011.
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