Colombia: autollamado en editorial de El Tiempo

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En Colombia definitivamente por falta de información la gente no conoce realidades que no de ahora han sido planteadas en las calles y hasta en editoriales: “La inicua desigualdad en la distribución del ingreso, los abusivos privilegios que han crecido a la sombra de la política y las instituciones, la administración de justicia, los impuestos, el acceso a la educación y la salud deben ser objeto, entre muchas otras cosas, de drásticos cambios”.

El responsable obviamente es el Establecimiento, esa pequeña y ampulosa oligarquía que ha preferido mirar para otro lado antes que enfrentar los graves problemas sociales y darle salida política al conflicto armado: “Es evidente que en muchos sitios de Colombia grupos armados de derecha e izquierda reemplazan al Estado. El establecimiento ha sido incapaz de impedirlo y ha permitido, por ejemplo, que finqueros paguen vacunas u organicen autodefensas para no hacerlo. O ha preferido mirar para otro lado cuando se habla de miseria y campesinos desarraigados”.

Nunca mejor dicho y nunca mejor traído el editorial de El Tiempo, un periódico de la familia Santos, el clan que ha llegado al poder ahora mismo con Juan Manuel como presidente, y ocho largos años bajo el régimen del terror impuesto por Álvaro Uribe Vélez con Francisco como vicepresidente.

Se advierte al país y al mundo que si no hay esos mínimos cambios y no se firma la paz con las Farc y el ELN, otros grupos “empuñando fusiles o cacerolas, no tardarán en reemplazarlos”. Es nada menos que un autollamado, quizás un mea culpa. Fechado en febrero de 2002, hace doce años, éste es el texto completo, para sorpresa de muchos.

Hay dos temas que generan una encendida controversia entre los entendidos y analistas de la realidad colombiana. Uno es si el tan mentado establecimiento colombiano existe, y el otro sobre cuánta legitimidad tiene. En aras de la brevedad, el primero puede zanjarse diciendo que más allá de la entelequia, éste son los partidos, gremios, instituciones y personas que han tenido en Colombia, desde la Independencia, la voz cantante en política y economía, y que, varias generaciones después, siguen siendo las mismas. El otro es objeto de este editorial.

¿Tendrá capacidad de reflexión el establecimiento colombiano? Al cabo de dos siglos de gobiernos de distintos cortes, tenemos un país descuadernado por la guerra, con unas escandalosas injusticias que arrastra desde la Colonia y que provocan informes periódicos de organismos de derechos humanos y respuestas, igualmente escandalosas, de los funcionarios de turno. La comunidad internacional mira con asombro cómo puede un país con tanta inequidad y desorden tener a una guerrilla, enajenada del grueso de la población por sus prácticas terroristas, como la única oposición a este estado de cosas.

Por un lado, el Estado no carece de tanta legitimidad como opinan muchos. Mal que bien, con clientelismo y corrupción, ha mantenido una envidiable tradición de elecciones, lo mismo que el récord de tener una de las pocas guerrillas del mundo que aspira a tumbar un régimen democrático. Sus instituciones más representativas, la Fuerza Pública entre ellas, no están presentes en muchos sitios del país, y por presencia estatal se entiende electrificación, algunos puestos de salud y unos heroicos maestros.

Por otro lado, es evidente que en muchos sitios de Colombia grupos armados de derecha e izquierda reemplazan al Estado. El establecimiento ha sido incapaz de impedirlo y ha permitido, por ejemplo, que finqueros paguen vacunas u organicen autodefensas para no hacerlo. O ha preferido mirar para otro lado cuando se habla de miseria y campesinos desarraigados. Ese es el país que tenemos y una guerrilla con mucho menos legitimidad que la del Estado, pero con la capacidad de hacer daño, exige cambiarlo. Qué hacer entonces? Negociar? Hacerle la guerra total?.

Ambas opciones ahora dependen más de la guerrilla que del Gobierno, y en ambas variantes el establecimiento tiene la responsabilidad de responder a una larga lista de compromisos aplazados. No se trata únicamente de adoptar una política coherente y de largo aliento, hoy inexistente, frente a la subversión. El establecimiento, con negociación o sin ella, está en mora de darse la pela , hacer el inventario de cuántas veces le ha puesto conejo al país y emprender, con firmeza y sin más demoras, una ambiciosa agenda de profundas transformaciones que este país está pidiendo a gritos. Por qué esperar a que Tirofijo (hoy Tomochenko)nos ponga ante la disyuntiva de qué es lo que estamos dispuestos a negociar?.

El régimen de tenencia de la tierra en Colombia sin incluir la que han amasado impunemente narcotraficantes que respaldan a los paramilitares pertenece a siglos enterrados. La inicua desigualdad en la distribución del ingreso, los abusivos privilegios que han crecido a la sombra de la política y las instituciones, la administración de justicia, los impuestos, el acceso a la educación y la salud deben ser objeto, entre muchas otras cosas, de drásticos cambios.

Quienes opinan que la revolución no se hace por contrato y creen con increíble simpleza que lo único que hay que negociar con la guerrilla es su desmovilización a cambio de algunas prebendas, son tan ilusos como quienes nos venden la perspectiva de la guerra total. Tampoco será suficiente entregar un pedazo del poder a un grupo armado sin legitimidad o esperar a que la guerrilla lo pida. El establecimiento colombiano, que por tantos años no ha mirado más allá de su ombligo, está en mora de meterse la mano al bolsillo, y hondo. Adentro no sólo encontrará plata. También encontrará la fuente de la legitimidad que le falta.

De no ser así, y aun si se firmara la paz con las Farc y el ELN o se las derrotara, podemos estar seguros de que otros, empuñando fusiles o cacerolas, no tardarían en reemplazarlas.

Ver editorial en: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1330722

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