Julio Aranda: Hay un silencio significativo que pesa tanto como la palabra justa

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Es el poeta Julio Aranda quien, entre otros conceptos, desliza en esta entrevista, que “La poesía es una presencia continua que uno debe esforzarse por mantener y alimentar” y que “El arte surge y se instala en la realidad para plasmar otra realidad, su propia realidad”.

 — Sabemos que naciste en una localidad lindante con nuestra ciudad; pero tu infancia transcurrió un poco más lejos.

 — Unos pocos kilómetros más lejos. Siendo yo hijo de una madre muy joven (ella tenía dieciséis años), ama de casa, y de un padre obrero de una fábrica metalúrgica, cuando nací compraron un terreno en un barrio en formación, que hoy es San Francisco Solano. Ámbito agreste, apenas loteado, entre calles de tierra que se anegaban con las lluvias y, por ese entonces, carente de los servicios esenciales: ni luz, ni agua corriente, ni cloacas. Mi madre me leía cuentos y poemas, ya que no había otro entretenimiento (los vecinos más cercanos estaban como a trescientos metros).

Mi madre fue mamá y maestra. A mis cuatro años yo sabía leer y escribir. No ceso de recordar con ternura, en las tardes-noches de invierno, el perfil de mi madre leyendo a la luz de la lámpara a querosén que iluminaba la pieza, mientras esperábamos el regreso de mi padre. Luego el progreso fue ganando la batalla. En el colegio primario, mi amor por la poesía me ubicaba como figura repetida en todos los actos, recitando versos al General San Martín o referidos a nuestra bandera. El colegio contaba con una pequeña biblioteca: fui ampliando mis lecturas y accediendo a diversos autores. Por los diez u once años comencé a advertir que la musicalidad de esos textos me resultaba mágica y me transportaba a lugares imaginarios de los que no quería regresar.

El colegio secundario lo cursé en nuestra ciudad. Donde concurría a eventos culturales. Me maravillé en mi adolescencia con los poetas franceses, con el Pablo Neruda de un Chile politizado, con César Vallejo, con Roberto Juarroz (quien también vivía bastante cerca de Avellaneda) y su “poesía vertical”, con el poeta dominicano Manuel del Cabral (poco recordado en estos tiempos); eran épocas de Alejandra Pizarnik, de Vicente Huidobro y su creacionismo. Simultáneamente, llenaba cuadernos con mis propios escritos.

— ¿Y al finalizar el secundario?

 Me anoté en 1980 en la Facultad de Filosofía y Letras. Comencé a ofrecer, tímidamente, poemas a revistas y suplementos. Algunos se llegaron a publicar. En 1981 fui convocado al Servicio Militar Obligatorio, lo que me alejó de mis pretensiones poéticas. Para colmo, me dieron la baja del ejército en marzo de 1982 y un mes después estalla la guerra de Malvinas, por lo que soy reincorporado y enviado a Comodoro Rivadavia, como “reserva”. Resultado: recién retorné a la vida civil a mediados de ese año, habiendo interrumpido mis estudios, sin trabajo y en un país quebrado. Después conseguí un empleo, frecuenté bibliotecas y retomé la escritura.

Un día de esos que nunca faltan, en los que nos replanteamos casi todo, me deshice de varios cuadernos con poemas. Nada me conformaba y tampoco lograba escribir algo distinto. Me dije “necesito ayuda” y concurrí a talleres literarios, algunos coordinados por poetas reconocidos a los que no nombraré, sin alcanzar satisfacción, ahogado en mi interior y con la necesidad imperiosa de regresar a mis fuentes creativas.

— Voy calculando que nos acercamos a “Tamaño Oficio”.

 — Alguien me invita a la presentación de un nuevo número de esa revista, en la bodega del célebre Café Tortoni. La directora era una tal Lucila Févola, hasta entonces desconocida para mí. Ese fue mi verdadero comienzo. La escuché, compré la revista, me acerqué a ella, a las pocas semanas estaba asistiendo a sus talleres literarios, que dictaba en una oficina de la Avenida de Mayo. Me fui imbuyendo de los conceptos de estructura, musicalidad, aliteraciones, de la importancia de los silencios en el texto, los diferentes tonos, cambios de ritmo, etc. Y todo acompañado por lecturas, no sólo de poesía, sino desde filosofía y religión hasta narrativa y ensayo.

Lucila hablaba del poema como de una perfecta red donde ningún punto del tejido podía estar corrido, de fuerzas centrípetas y de fuerzas centrífugas dentro del texto: no sólo teorizaba, sino que lo mostraba en su obra y nos conminaba para que lo intentemos en la nuestra. Aprendiendo a pulir y adaptándome al maravilloso equipo de la revista, me invitó a sumarme al Consejo de Redacción. Poetas del grupo, Jorge Montesano (fallecido en 2002), Osvaldo Spoltore, Haidé Daiban, Emmanuel Muleiro y yo, publicamos una antología, “Memoria del olvido”, complementada con un CD en el que Lucila y el escritor José Bravo recitaban nuestros poemas.

— Tres años con Lucila Févola (1942-2013) y ese entorno de estudio y producción, hasta arribar a tu primer poemario.

— Que es cuando comienzo a publicar algunos cuentos y me animo al ensayo (por ejemplo, uno sobre poetas italianos del siglo XX). Y tres años después, habiéndome fogueado en mesas de lectura y programas radiales, más o menos coincidiendo con la aparición de mi segundo poemario, Claudio LoMenzo y Javier Magistris, directores de “La Guacha”, me invitan a reseñar y comentar libros para su revista.

Mientras, debido a que por diferentes motivos la mayoría de los escritores fundadores de “Tamaño Oficio” se fueron alejando, me aboqué con mayor intensidad a acompañar a Lucila, seleccionando el material, rescatando, como se dice, a poetas olvidados, procurando avisadores para solventar el costo de cada edición, lidiando con la imprenta, efectuando correcciones, consiguiendo ámbitos para las presentaciones, sopesando a los posibles intervinientes, y todo con el filtro de Lucila. Cuando ella fallece, del Consejo de Redacción sólo quedábamos Osvaldo Spoltore y yo.

La familia de Lucila nos dona parte de su biblioteca, sus libros publicados y numerosas carpetas y cuadernos escritos de su puño y letra que aún no hemos podido desclasificar. Consultamos con el resto del grupo y decidimos continuar con la revista siguiendo la línea de Lucila hasta cumplir el trigésimo aniversario en 2016. Cerramos el ciclo en la Feria del Libro. Y como hallamos un poemario inédito de ella que había dado por concluido pocos días antes de morir, con unos pesos que aportamos y la ayuda económica del Ministerio de Cultura, lo pudimos editar y presentar en el Museo Ricardo Rojas.

— Por teléfono me contaste que sos viajante de comercio.

 — Un trabajo que a priori surge como antagónico para un hacedor de poemas. Sin embargo, largas horas conduciendo por rutas semi desérticas, visitando pueblos y ciudades de las provincias de Buenos Aires y de La Pampa, me hicieron encontrar la paz necesaria que (casi) todo poeta anhela; aquellos que no conocen nuestra geografía no se imaginan que sólo a unos kilómetros de nuestra capital, el ámbito pueblerino influye de tal forma en nuestros sentidos que es imposible abstraerse y no vivenciar el regocijo con que la vida nos premia a cada paso.

En las horas de la siesta, donde me veo obligado a descansar, puesto que entonces cada pueblo parece detenido, encuentro mi refugio espiritual para leer y escribir. Muchos poemas han nacido en esos instantes de profundo silencio. De todos modos, más allá de lugares específicos, la poesía es una presencia continua que uno debe esforzarse por mantener y alimentar. Como dijo Giovanni Raboni (1932-2004), un poeta nacido en Milán, en un reportaje:

“La poesía está cuando está. Si hay ganas, se escribe; lo que me parece importante, aun cuando no escribo, es mantener viva la relación entre la poesía y todo lo demás. Si la escritura es intermitente, hay hilos sutilísimos en tensión continua, incesante elaboración. Para mí la poesía es el lugar donde nada se agota, sino todo se verifica: ideas, sentimientos, elecciones. Si uno vive al cinco o también al cincuenta por ciento es difícil que sea un gran poeta. A los poetas avaros con la vida y con los demás, cuanto más envejezco, menos los amo; es más, ni siquiera los entiendo”.

Esta me parece una de las definiciones más sutiles y bellas que he leído. Retomando: la libertad que me permite mi trabajo como viajante de comercio (en el rubro de juguetería), está potenciada desde el arco opuesto por una búsqueda de tiempo y espacio que, en nuestra gran capital, con sus luces de neón y su bullicio, me cuesta más hallar. En mi caso, los lugares alejados me enseñaron a escuchar el silencio, ese silencio significativo que pesa tanto como la palabra justa. Equilibrio entre el decir y el no decir. Complementación de los opuestos.

— ¿Publicarás un tercer poemario?

 — Hace ya varios años que tengo la intención de publicar, pero lo he ido postergando. Estoy procurando seleccionar de un alto número de textos. Están los que escribí y que ya no me dicen lo que me decían; los que fantaseaba que desecharía y vuelven a adquirir protagonismo; los que percibo como ajenos. Es difícil la articulación. Cada obra debe ser medular, abarcadora del propio universo, y hay tanta transformación continua en mí… En definitiva, la respuesta a tu pregunta es sí, publicaré un tercer poemario y ojalá sea pronto.

— Cerrado el ciclo de tres décadas de “Tamaño Oficio” …

 — Es importante aclarar por qué cerramos el ciclo. No fue una decisión caprichosa sino razonada, consensuada con el grupo. La revista nace de mano y obra de Lucila Févola, allá por 1986, como respuesta a la inquietud de los talleristas que asistían a sus clases y que no encontraban un espacio “físico” para publicar. Surgen los primeros números. Luego, por exigencia del grupo fundador (integrado por Haidé Daiban, José Emilio Tallarico, Alicia Clausi, Florencia Durán, José Bravo, Dora Pietromica, Gustavo Villamor, María Barrientos) y de Lucila, “Tamaño Oficio” va creciendo y ya no alcanzaba con el empeño de los talleristas.

Se incorporan entrevistas, cuentos, artículos sobre escritos filosóficos y sobre obras de teatro… Y a propósito de teatro, hay un nombre que merece ser destacado por lo que le brindó a la propuesta. Me refiero a José Bravo (1934-2010), poeta, ensayista, dramaturgo, profesor de teatro (hasta su fallecimiento enseñó teatro en la cátedra de la Universidad de La Matanza), quien hizo de la humildad su mejor carta de presentación y con un conocimiento profundo del universo cultural. Fue el pilar en el que Lucila y los que nos sumamos después, nos apoyamos siempre, sabiendo que era posible encontrar en ese maestro el consejo preciso.

Se difunden entrevistas realizadas a Alfredo Veiravé, Alejandrina Devescovi, Osvaldo Bayer, Elsa Bornemann, Santiago Kovadloff, Josefina Arroyo, Héctor Miguel Ángeli, María Adela Renard… Se rescatan obras como la novela “El hombre importante” de Alberto Gerchunoff (1883-1950), cuentos de Haroldo Conti, poemas de Julio Cortázar, Emilio Zolezzi, Ezequiel Martínez Estrada, Rogelio Bazán, el entrerriano Luis Alberto Salvarezza, Ana Emilia Lahitte, Juan L. Ortiz y tantos, tantos otros. Y del poeta sanjuanino Jorge Leonidas Escudero (1920-2016), cuando aún no era muy leído.

A propósito de Escudero, años después, cuando comienza a gozar de prestigio, viaja a Buenos Aires para leer sus poemas en la Biblioteca Nacional, invitado por Ediciones en Danza, que le había publicado lo que en ese entonces era su último libro. Él mantenía una relación epistolar con José Bravo. Yo, justo unos meses antes había publicado un ensayo sobre su obra que titulé “Escudero: un viento zonda en la planicie poética”. Enorme fue mi satisfacción cuando, junto a José Bravo, recibo la invitación para asistir a su lectura. En una de las salas chicas de la Biblioteca éramos un grupo selecto.

Lo recuerdo, menudo como era, con esa fuerza interior que no denunciaba su edad (andaría cerca de los ochenta) y, lo más sorprendente, después del acto, se deshizo un poco a las apuradas de los que lo rodeaban para felicitarlo y se fue con nosotros a tomar algo por un boliche de la zona donde nos quedamos hablando del lenguaje poético, de folklore, de sus andanzas mineras.

Otra satisfacción que me brindó “Tamaño Oficio” fue haber conversado con el poeta y traductor platense Horacio Castillo. Cuando con Spoltore, Montesano, Daiban y Muleiro publicamos “Memoria del olvido”, acudimos a él (a quien conocíamos por un reportaje que se le había realizado para la revista) y le pedimos que nos presente el volumen. No sólo aceptó con creíble entusiasmo, sino que nos decía (y lo reiteró públicamente) que se sentía halagado. Fue un lujo total. La presentación se efectuó en nuestra ciudad, y él viajó desde La Plata, de noche: su compromiso para ese evento y su análisis de nuestras poéticas, me ha dejado una huella.

Considero que la literatura siempre es denuncia, y “Tamaño Oficio” la ejerció desde la creación, desde el no amedrentarse cuando todo alrededor parecía que se derrumbaba. En el Nº 27, octubre de 2003, José Bravo exponía: “¿Cuál es la misión del artista, si es que tiene alguna? En principio, salvaguardar su propia existencia y ayudar a salvaguardar la existencia común, como cualquier hombre del planeta”, y más adelante cierra la idea: “Sus reacciones artesanales, sus imágenes, sus palabras y objetos, no lo privan del angustioso cometido de que su grito siga siendo de alarma, de formalizar una esperanza cierta, de toma de conciencia, ya”. Estoy persuadido de que en esta toma de conciencia está la misión del artista.

Ahora comienza otra etapa. Osvaldo Spoltore y yo fundamos “Copérnica” el 24 de agosto de 2016, coincidiendo con el Día del Lector, así declarado por el Senado y la Cámara de Diputados de la Nación, conmemorando el natalicio de Jorge Luis Borges, cuando adherimos a la suelta de poemas, en esquinas de nuestra ciudad, organizada por la Fundación El Libro y la Sociedad Argentina de Escritores. Habremos de coordinar una actividad pública y periódica que llevará el nombre elegido. Y estamos elaborando el primer número de la revista “Copérnica”.

— Obtuviste con tu cuento “El guardián” un segundo premio otorgado por la Universidad Popular de La Boca.

  Mi narrativa es la parte menos difundida y, probablemente, la menos explorada por mí. En mis textos, todos breves, procuro una estructura circular, al modo de algún tipo de animal siempre mordiéndose su cola. Son numerosos, pero necesitan reescritura, correcciones.

— Uno de los personajes de la novela “El mundo deslumbrante” de Siri Hustvedt señala: “Los pensamientos, las palabras, las alegrías y los miedos de otras personas nos afectan y se vuelven parte de nosotros”. ¿Advertís que algo de lo establecido en dicha frase te haya sucedido?

Cierta energía que emana de los seres con quienes interactúo suele habitarme, a veces fugazmente, a veces días enteros, y entonces me siento vulnerable, confuso y, lo que es peor, incapaz de transformar esos sentimientos, sobre todo si son negativos. Conscientes o no, hay una vibración en las personas que a todos nos afecta. No soy yo y los demás, no soy yo y el universo. Soy parte de un todo más complejo y que no se agota en un nombre y apellido. ¿Cómo abstraerme? Allí es donde toman protagonismo mis artificios salvadores: las máscaras. Sé que muchos lo asociarán con falsedad o con ocultar el verdadero rostro: yo no lo creo, al contrario, lo que llamo máscaras me permiten ambular (o deambular) por los caminos donde el dolor, las tristezas, el miedo, y en menor grado las alegrías ajenas, me atraviesan en las múltiples y continuas relaciones sociales.

Con su hija Agustina
En Cuba
En familia (2010)
Con Verito Espínola, Marianela Risso Araya, Agustina Aranda,

— A donde te dejes llevar, según cómo te resuenen, Julio: ¿nieve, aguanieve, gránulos de nieve, granos de hielo, prismas de hielo o granizo?

 

Todos esos términos son aplicables a mi poesía; cualquiera de ellos puede trasladarme a un sutil estado de transparencia; depende el contexto en que se ubiquen será aguanieve, gránulos de nieve o tal vez granizo, pero esto sin buscarlo adrede, sino simplemente permitiendo que aparezca en el estado que mi agua poética me proponga.

 — ¿Cuál ha sido el enfoque, en tu ensayo “La vocación que nos elige”, respecto de los poetas italianos del siglo XX?

 Te transcribo las primeras líneas: en ellas se condensa el hilo conductor: “En la primera mitad del siglo XX, las dos guerras mundiales dejaron un saldo de alrededor de cien millones de personas muertas. Esto nos demuestra lo inestable que fue el final del segundo milenio y cómo todo se fue modificando a una velocidad que pobló de incertidumbre al planeta. La poesía no ha sido ajena a la sucesión de cambios, sobre todo en Europa, la zona geográfica más castigada por los enfrentamientos. Pero, a pesar de todo, nunca dejó de tener una presencia vital; pareciera que los poetas, en épocas de profundas crisis, se sensibilizaran más ante la angustiosa presencia de la muerte. Y los poetas italianos no han sido la excepción.”

Durante un largo lapso fui reuniendo opiniones, entrevistas, artículos donde los poetas hacen referencia a la creatividad, a la

En Cuba 2018

rigurosidad para cumplir con una vocación que priorizaron. Cuanto más leía a un alto número de ellos, más me sorprendían por su actitud y búsqueda profunda y comprometida. Hablo de Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Mario Luzi, Cesare Pavese, Atilio

Bertolucci, Giovanni Raboni, Salvatore Quasimodo, Vittorio Sereni, Eugenio Montale (quien aporta esta brillante definición: “No es que yo haya buscado a propósito la oscuridad, pero nadie escribiría versos si el problema de la poesía fuera hacerse entender”), Alfonso Gatto, Giorgio Caproni…

Sé que intentar definir a la poesía es como procurar detener el tiempo, es un encuentro de su esencia con ese designio desconocido y superior que, de algún modo, atraviesa las puertas de toda percepción. Sólo si se logra esta comunión, el arte surge y se instala en la realidad para plasmar otra realidad, su propia realidad. Y creo que estos poetas italianos de posguerra conforman uno de los más claros ejemplos, por lo menos para mí.

 — Si tuvieras que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegirías?

 Me aterra la idea de estar en un único lugar y no poder salir jamás de él. Soy inquieto por naturaleza…; tal vez por eso nunca he residido muchos años en una misma casa. Me gusta entrar y salir de los lugares y hasta de mí mismo. Rehúyo de todo lo que fija. Así voy envejeciendo sin echar raíces. Caprichos de un caminante consuetudinario.

 — ¿Tendrás por allí algún episodio irrisorio del que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

 No irrisorio, pero sí curioso. Fue en 1997 o 1998. Nos invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una lectura de poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a leer, cosa que nos pareció extraño…; entre mis poemas había uno que hacía

Con Lina Caffarello en 2001

alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la lectura se realizaba en la sede de un edificio céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo Militar. Nos citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese poema no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no lo tome como un acto de censura.

Ante mi sorpresa, Jorge Montesano increpa a los dos hombres que nos atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos elijan los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros nombres del programa. Los hombres se miraron entre sí, como consultándose, y juro que temí que todo se siguiera complicando. Finalmente, nos devolvieron el material señalándonos que sólo era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un poema sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un edificio que pertenecía al Círculo Militar.

 — ¿Te conforma tu sentido del humor? 

 Considero mi sentido del humor como el de muchos. Suelo ser bromista con mis amigos y bastante solemne con los que no conozco. En mi escritura, el humor no es una cualidad que aparezca a menudo. Con los años, cada vez me cuesta más abstraerme de

los compromisos laborales; el tiempo se me va tratando de resolver conflictos surgidos de mi relación con los clientes, y esto es algo que aspiro a resolver lo más pronto posible. Por lo demás, transito por los “claroscuros” como cualquier ciudadano.

 — ¿Cuál es la pregunta, que, con escasas variantes, tantos preguntadores formulan para concluir un reportaje?: la que ahora te extiendo: ¿Qué nos podés contar que se te haya quedado en el tintero?…

 Solamente agradecer. A la vida. A las personas que la poesía me ha permitido conocer, a la tarea, en algunos casos titánica, de los que —como en tu caso— apuestan, a cambio de nada, por la difusión de las palabras de los que nos consideramos hacedores. El escritor Eduardo A. Azcuy [1926-1992] dijo alguna vez: “El modo con que el hombre

Con Lucila Févola, Lina Caffarello y Ángel Kandel

experimenta el mundo depende de la calidad de su conciencia.” Una conciencia pura nos aliviará de tanta pena mundana.

La poesía sigue siendo un bálsamo entre tanto dolor. Creo en la palabra como herramienta de un presente y futuro que nos define como especie; sólo si persistimos en nuestra intención de rescatar lo prístino llegaremos a ser una sociedad más justa y perpetua a pesar de lo finito. Estoy persuadido de que la poesía ha trascendido desde siglos la frontera de toda muerte acontecida.

Ficha

Julio Aranda nació el 17 de noviembre de 1961 en la ciudad de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, la Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Integró el Consejo de Redacción de la revista de literatura “Tamaño Oficio” desde 1997 hasta su número de cierre, en 2016. Entre otras distinciones, obtuvo el Primer Premio de Poesía “Antonio Cuadrado” en 1999, el Primer Premio de Poesía 2001 otorgado por Mesas Redondas Panamericanas y el Primer Premio de Poesía “Roberto Juarroz” 2007, instituido por la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Almirante Brown. Ha sido incluido en las antologías de poesía y cuento editadas por la Oficina Municipal de Tres de Febrero en 2007, 2010, 2011 y 2013. Participó en el volumen colectivo “Memoria del olvido” (Ediciones Botella al Mar, 2000). Publicó los poemarios “Agudo pico el del pájaro oscuro” (Ediciones Gente de Letras, 2000) y “Grietas que me escriben” (Febra Editores, 2003).

*Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Julio Aranda y Rolando Revagliatti.

 

 

 

 

 

 

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