La universidad del futuro es un reto para el pensamiento crítico y creativo latinoamericano

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De mantenerse el actual divorcio entre Universidad y proyecto nacional, no solo corremos el riesgo de anquilosar la educación en esa obsolecencia administrada tan característica de las burocracias clientelistas latinoamericanas: también podríamos terminar por ahogar en las aguas del mercantilismo educativo, egosísta y desnacionalizante, todo lo que de original y creativo queda en nuestros pueblos y culturas como reserva moral y esperanza de nuestras repúblicas amenazadas.

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En un reciente artículo (La universidad de que se trata), el Dr. Guillermo Castro Herrera plantea una idea clave para pensar los desafíos actuales de la universidad en nuestra América: “El problema de la universidad en nuestros tiempos no consiste en administrar su propia obsolescencia, sino en transitar con claridad de miras y entorno hacia una relación nueva entre la economía, la sociedad y la gestión del conocimiento en una circunstancia histórica inédita”.

En el contexto de las reformas educativas impulsadas en nuestros países por los organismos financieros internacionales desde los años noventa del pasado siglo, que lograron descentrar el rumbo de la universidad como institución crítica y transformadora de la sociedad, para lanzarla a la órbita ideológica neoliberal y someterla, así, a los condicionamientos del mercado (con el apoyo cómplice de no pocas autoridades y académicos que mudaron sus principios y se arroparon en los discursos del fin de la historia y la muerte de las utopías), el planteamiento del intelectual panameño emplaza a todos los que, de una u otra forma, estamos vinculados a los centros de educación superior en América Latina.

Y lo hace porque nos obliga a ponderar nuestra situación en el campo académico, nuestras actuaciones y el aporte que damos –o dejamos de dar- a las luchas y reivindicaciones por una universidad otra, distinta a esa que hoy, especialmente allí donde el neoliberalismo todavía campea a sus anchas, y donde, ante la ausencia de un proyecto nacional fuerte y orientado hacia el bien común, la universidad transita tristemente por los caminos de la privatización, el elitismo, los recortes presupuestarios y la seducción de entes como el Banco Mundial, que ofrecen empréstitos a cambio de cuotas de influencia en la toma de decisiones sobre la organización curricular, las líneas de investigación y las prioridades académicas.

Construir esa relación nueva entre economía, sociedad y gestión del conocimiento, a la que hace referencia Castro Herrera, no sería posible sin repensar, al mismo tiempo, el lugar del ser humano y la cultura en esa ecuación. En la actual coyuntura, el deber de la universidad latinoamericana no pueder ser otro sino el de fortalecer la democracia social, antes que favorecer –por acción y por omisión- los dogmas  económicos e ideológicos del eficientismo y el individualismo.

Acometer esa tarea ha sido una constante en el pensamiento latinoamericano. Por ejemplo, ya en la década de los años setenta el filósofo argentino Arturo Roig, a cuyos textos e ideas hemos vuelto en estos días, sostenía que:

“La universidad no es una isla dentro del país, como el país no es una isla dentro del mundo. El saber ha de ser universal, pero al servicio de lo nacional. La ‘ciencia pura’ es un mito, como lo es también el ‘saber objetivo’, cuando estos términos encubren un desentenderse de los problemas sociales concretos. (…) Recuperar la universidad para ponerla al servicio del hombre del país, en el sentido pleno, supone recuperar el país y recuperar ese hombre”[1].

Y en los albores del siglo XXI, en una Argentina destrozada económica y moralmente por el neoliberalismo,  situación que con mayor o menor intensidad se había vivido también en toda América Latina –y que en muchos países ya estaba siendo revertida por el ascenso de revoluciones y gobiernos de signo nacional-popular-, Arturo Roig describía así las tareas pendientes en el ámbito de la cultura, la educación y el conocimiento en nuestra región, y ante las cuales la Universidad no puede permanecer impasible:

“Se hace urgente abrir un frente de lucha por el rescate de la independencia perdida y poner en marcha una segunda independencia, así como es necesario y urgente promover una emancipación mental, no sólo ante los modos de pensar y obrar de las minorías comprometidas con el capital trasnacional y las políticas imperiales, enfrentados a los intereses de la nación, sino ante la contaminación ideológica generada por las prácticas de una cultura de mercado en las que se subordinan las necesidades (needs) a las satisfacciones (wants). Una vez más debemos hablar aquí de “contaminación” y definir la emancipación mental como lucha contra la misma, hasta reducirla, de ser posible hasta una mínima burbuja. Así, pues, ya no se habla de un “pueblo ignorante” que ha de ser educado a efectos de que el país pudiera ingresar en el torrente del progreso, objeto en el que fijaron la emancipación mental las minorías del siglo XIX y buena parte del XX, sino de limpiarnos todos de aquella “contaminación” que en algunos ha alcanzado grados de inmoralidad profunda”[2].

Separados por el tiempo lineal, pero unidos por una preocupación común frente  a nuestro tiempo histórico (el del ocaso de toda una forma de mirar y organizar el mundo que influyó de un modo determinante en la historia del último cuarto del siglo XX latinoamericano y lo que va del presente), e inscritas en el marco mayor de la crisis civilizatoria, las ideas y palabras de Castro Herrera y de Roig nos recuerdan el imperativo ético  de trabajar por la  construcción de una auténtica cultura emancipadora, que se proyecte desde las aulas y los centros de investigación de nuestras universidades hacia el resto de la sociedad.

Es que de no hacerlo así, y de mantenerse el actual divorcio entre Universidad y proyecto nacional, no solo corremos el riesgo de anquilosar la educación en esa obsolecencia administrada tan característica de las burocracias clientelistas latinoamericanas: también podríamos terminar por ahogar en las aguas del mercantilismo educativo, egosísta y desnacionalizante, todo lo que de original y creativo queda en nuestros pueblos y culturas como reserva moral y esperanza de nuestras repúblicas amenazadas.

NOTAS
[1] Roig, A.A. (1998). La universidad hacia la democracia. Bases doctrinarias e históricas para la constitución de una pedagogía participativa. Mendoza: EDIUNC. Pp. 37-38.
[2] Roig, A.A. (2002). “Necesidad de una segunda independencia”, Millcayac, Anuario de Ciencias Políticas y Sociales,  1 (1). Pág. 38.

*AUNA-Costa Rica

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