Vida cotidiana: mundo político

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La última elección municipal en Chile ha dejado varias lecciones, todas apuntan a un divorcio abisal entre la institucionalidad política vigente y la sociedad misma. No de otro modo se explica que seis de cada diez chilenos se abstuvieran de emitir su sufragio. Sin ningún ánimo tremendista se puede afirmar que se trata de la mayor deserción electoral registrada en la historia de nuestro país. | ÁLVARO CUADRA.*

 

Frente a la magnitud de lo acontecido no se puede imitar al avestruz y esconder la cabeza, negando o matizando la realidad. Lo cierto es que una amplia mayoría de electores decidió, por razones diversas, no ejercer su derecho a voto.

 

Este comportamiento masificado plantea una retahíla de interrogante a los analistas que no son nada fáciles de responder. Así, por ejemplo, cabe preguntarse cómo ha sido posible que ninguna de las encuestas haya pronosticado lo sucedido. Si bien se ha intentado explicar esta verdadera debacle a partir de ciertos criterios procedimentales como el “voto voluntario” y la “inscripción automática”, ello solo posterga la cuestión de fondo.

 

Cualquier aproximación seria a este fenómeno, exige reconocer en él un proceso de larga data. Asistimos al resultado de un largo proceso que nos remonta al origen mismo de la democracia en que habitamos y, ciertamente, a su antecedente inmediato, la dictadura militar de Augusto Pinochet. Las claves para comprender el presente político de nuestro país se encuentran en diecisiete años de dictadura, seguidos por dos décadas de una democracia débil y más que imperfecta.

 

Si bien es evidente que el estudio de las motivaciones de cada elector para negarse a votar nos llevaría a una casuística infinita, no es menos cierto que se pueden reconocer indicios claros en algunos sectores ciudadanos que reconocen en esta negación una legítima opción política. Pensemos en ciertos sectores estudiantiles que bajo el lema “Yo no presto el voto”, han convertido la deserción en un gesto político explícito.

 

No obstante, al considerar el fenómeno en su totalidad, tropezamos más bien con un “malestar difuso” que opone la “vida cotidiana” con el “mundo político” personificado, concretamente, en una “clase política”. Hagamos notar que esta oposición entre el ciudadano común y “los políticos”, se traduce como un “nosotros” y un “ellos”, nosotros los que laboramos y ellos los privilegiados. Esta idea fundamental instalada en el “sentido común”, supera las distinciones ideológicas y hace indistinta las diversas identidades partidarias.

 

La percepción ciudadana de la “clase política” la concibe como una “casta parásita” que abusa de sus atribuciones para medrar del erario nacional, muy bien dispuesta, de manera unánime, a aumentar sus salarios cada vez que se da la ocasión. En el “imaginario ciudadano” contemporáneo, “el político” se ha convertido en un personaje aborrecible.

 

Todo ello encuentra su asidero en los frecuentes escándalos en que se ven envueltos algunos “honorables” que van desde el nepotismo a conflictos de intereses, pasando por bochornosos episodios reñidos con el más mínimo sentido de una ética cívica, o peor aún, con la ética a secas.

 

No obstante la animadversión que genera la figura del político nos obliga a examinar el lugar que éste ocupa en una democracia pos autoritaria como la nuestra. Dicho de manera sencilla, estamos sumidos en una institucionalidad política incapaz de salvaguardar, mínimamente, una ética cívica en el comportamiento de quienes protagonizan el quehacer político y, mucho menos, de los diversos partidos que componen el estamento político del país.
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* Semiólogo.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. Universidad de Artes y Ciencias (ARCIS), Chile.

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