Democracia… ¿dónde?
Según el lugar común, democracia es el gobierno del pueblo… pero, ¿dónde gobierna?, ¿dónde ejerce su democracia? ¿y quién es este pueblo? Por todos lados escuchamos el grito de que la democracia esta en crisis y que estamos a punto de perderla. El significado y práctica de este ideal, sin embargo, es bien elusivo.
EU promueve golpes de Estado para remover dignatarios electoralmente elegidos e invade naciones en nombre de la democracia y Corea del Norte, por su parte, se llama a sí misma República Popular Democrática. En la vida diaria, la democracia es algo que raramente encontramos. No en el trabajo, no en la escuela, ni siquiera en las elecciones nacionales. La verdad es que la democracia no existe y nunca ha existido.
En la raíz misma de la democracia encontramos una serie de elementos contradictorios y paradójicos compuestos de una mezcla de individualismo y colectivismo, igualitarismo y jerarquismo, autonomismo y restriccionismo. Dualidades que requieren un cuidadoso e imposible equilibrio entre libertad e igualdad, conflicto y consenso, inclusión y exclusión, coerción y elección, espontaneidad y estructura, conocimiento académico y la opinión de las masas, lo local y lo global.
En 1989, el «mundo libre» se declara triunfante y el capitalismo, un sistema económico inherentemente desigual, se transforma en el sinónimo de la democracia y la libertad. La inauguración de esta nueva democracia trajo la desregulación de los mercados y la formulación de políticas trasnacionales que aumentaron la desigualdad y socavaron el sistema de bienestar que había sido una conquista democrática. El concepto de igualdad, que había ocupado un lugar central en el espectro político, desaparece del discurso social. La libertad queda reducida a la libertad de competir en la economía sin la intromisión del gobierno para salir adelante o caer en la pobreza. En buenas cuentas, ser libre para ser desigual.
El ideal de la libertad, la igualdad y la fraternidad, se reforzaron mutuamente durante la Revolución Francesa trayendo el fin de la aristocracia y, desde entonces, la posibilidad de la nivelación de clases entró en la imaginación popular. Pero no por mucho tiempo. Hoy día sólo la libertad tiene valor, en tanto que la igualdad y la fraternidad quedan de lado.
El problema con este enfoque es que pierde de vista el hecho de que la libertad no es un estado de independencia. Por el contrario, es un estado interdependiente, uno en el que nuestras necesidades únicas sólo puedan ser satisfechas por la sociedad en la que se vive. La tensión, por tanto, entre libertad e igualdad es real. El exceso de una pone en peligro o elimina la otra. La auténtica libertad requiere igualdad política. La igualdad política requiere igualdad social. Y la igualdad social requiere igualitarismo económico.
Para ser libre, la gente necesita acceso a vivienda, educación, atención médica y trabajo, además de los derechos políticos. Si planteamos las cosas de esta manera, la igualdad y la libertad se ajustan mutuamente. Lo que hoy tenemos, en cambio, es la libertad vacía y la igualdad de la exclusión que sirven para cubrir las disparidades sociales y económicas. El libre mercado en sí mismo es el dominio de la desigualdad. El dominio de ganadores y perdedores. Y los ganadores y perdedores son el resultado natural de la democracia mercantilizada.
Ahora, si la democracia es el gobierno del pueblo… ¿quién es este pueblo? ¿quién cuenta como tal y quién queda afuera? La inclusión y la exclusión es una de las tensiones constantes de la democracia. No hay momento, incluso en períodos de relativa calma, en que el conflicto entre la promesa de inclusión universal y la limitación inevitable, deje de existir. Y esto es porque el pueblo es una abstracción, una entidad que está facultada para gobernar, pero que no existe de manera real.
Y, sin embargo, para tener democracia necesitamos saber quién es el pueblo. Quiénes somos nosotros. Y para ello se requieren bordes. Esta es la razón de que cada comunidad democrática, pequeña o grande, luche para definirse a sí misma y definir sus límites. El autogobierno es una continua negociación acerca de quién pertenece y quién no. El límite del pueblo constantemente se expande y contrae. Pero, esta expansión y contracción, nunca es completamente independiente de los intereses económicos.
La Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano de 1789, por ejemplo, expone la tensión entre la abstracción del universalismo democrático, por una parte, y el particularismo de los derechos limitados y excluyentes del Ciudadano, por otra. En la práctica, lo que vemos por todas parte es la destitución, la persecución y hasta el asesinato de minorías raciales y étnicas, de inmigrantes, de mujeres, de homosexuales y de minorías religiosas en los llamados países democráticos.
Mientras hablan con el lenguaje de la inclusión y los derechos humanos, en el hecho practican la militarización de los bordes y la exclusión hasta límites extremos. En lugar de la visión de la solidaridad internacional y multirracial nos encontramos con la visión truncada y racista de la democracia europea y estadounidense. En buenas cuentas, la dominación le permitió al amo blanco el dominio a esclavizar a la gente. Hoy día, la exclusión le permite la explotación. Y la explotación le facilita el lucro. Como dice el autor y activista social Astra Taylor, desde el colonialismo a los debates contemporáneos de la inmigración, las crueles exclusiones típicamente sirven propósitos económicos.
Las demandas por una democracia más profunda, más sustantiva o real se vuelven a escuchar otra vez a través del mundo. En las protestas populares, desde la primavera árabe a las de Chile, Francia o EU, el rechazo a las jerarquías políticas y su reemplazo por decisiones horizontales es el mismo. La creencia implícita es que la democracia es un verbo, un continuo proceso y no un producto acabado.
El clamor es el deseo de la gente a tomar decisiones por ellas mismas, sin delegarlas a representativos. La idea es que todos sean incluidos en las decisiones a tomar, sin distinción de clase, raza o género. El objetivo es la unanimidad. Como lo explicaban los participantes de Occupy Wall Street, el consenso es un proceso de pensamiento creativo. Cuando votamos, decían, decidimos entre dos alternativas. Con consenso, tomamos un problema, escuchamos la variedad de entusiasmos, ideas e inquietudes al respecto y sintetizamos una propuesta que se adapte mejor a la visión de todos.
Desgraciadamente, suficiente historia ha pasado desde la primavera árabe, para darnos cuenta que los movimientos de protesta eventualmente se derrumban. El sistema basado en el consenso como cura a las limitaciones de la democracia dominante, resulta en la práctica, en un proceso inherentemente inestable. Muchos de los movimientos que adoptaron una igualdad radical no pudieron sostenerse por mucho tiempo al no poder definir un curso de acción efectivo.
Eventualmente, los grupos más organizados y con voces más fuertes hegemonizan el movimiento en detrimento de los verdaderos intereses democráticos del mismo. La primavera egipcia, por ejemplo, fue hegemonizada por la Hermandad Musulmana y sabemos cómo terminó la revolución. No sería raro que los actuales movimientos pierdan impulso, que no logren establecer un curso de acción eficaz o que se desintegran por conflictos internos.
En los últimos años los movimientos espontáneos han pasado a dominar la comprensión de cómo los cambios sociales ocurren, en tanto que la estrategia organizativa a largo plazo y el trabajo de cómo institucionalizar las victorias se han atenuado. La adherencia a las estructuras políticas está en declive y la insurrección democrática, en ascenso. La izquierda anarquista invoca la “voluntad popular” y la atracción innata del ser humano para el bien común, y la derecha invoca la “mano invisible” del mercado.
Para ambos la democracia es desestructurada o algo emergente, siempre en peligro de ser aplastada por el estado. La idea es que si se deja a las personas a su suerte, ellas son capaces de auto organizarse.
Pero, ésta es la cosa: la idea de organización popular tiene sus raíces en la tradición sindicalista y la política laboral, en tanto que la idea del activismo empieza a circular en los 60. El activista puede que resista más y sea mejor para movilizar marchas, bloqueos ilegales y ocupación de lugares públicos que, ciertamente, son vitales para la democracia y la moral de las masas.
Pero, la desobediencia civil puede encubrir el hecho de que la izquierda no es lo suficientemente fuerte o estratégica para transformar las expresiones de descontento en una fuerza capaz de empujar las estructura políticas y económicas en una dirección más democrática. Como la historia de la lucha de clases muestra las expresiones espontáneas de descontento sólo pueden expandirse y ganar terreno con el lento, duro y tedioso trabajo de la organización.
La democracia participativa en la sociedad en general no es posible en la realidad si no se reconocen o confrontan los conflictos de intereses económicos. Si esperamos por unanimidad, éstos nunca serán resueltos. El problema más profundo no es que los conflictos sean malos o buenos o si el consenso sea una fantasía, sino que lo que está en juego es quién pierde o gana en cualquier situación dada.
La historia de la democracia es la historia de la opresión, la explotación, la desposesión, la dominación y el abuso. Pero, también es la historia de la cooperación, la solidaridad, la emancipación y la justicia. Es la historia de la promesa del autogobierno del pueblo, promesa que nunca logra cumplirse completamente porque sus implicaciones y alcances siempre están cambiando. Puede que no exista y que nunca vaya a existir, pero eso no significa que no intentemos hacer avances hacia ella o preservar los progresos que las masas hasta hoy han logrado.